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MADRID.- "Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos". Los nadies pueblan el mundo y tratan de moverse por él buscando algo, cualquier cosa, por muchas vallas que tengan que saltar. Los definió muy bien Galeano y siempre hay alguien ─normalmente otro nadie─ que trata de echarles un capote.
Esteban Velázquez, el padre Esteban para quien lo conoce, es uno de esos nadies, aunque lo era todo para cientos de personas de nacionalidad subsahariana que, en su éxodo hacia el norte rico, quedan atrapados en los montes de Marruecos. Este viejo jesuita canario es uno de esos quijotes que el mundo escupe de vez en cuando para acabar chocando de frente con un molino de viento. Su molino, todo un gigante en este caso, es Marruecos, un país al que ya no puede volver.
Hacía tres años que Esteban vivía en Nador, una ciudad marroquí a apenas 20 kilómetros de Melilla. Allí recogió el testigo de Médicos de Sin Fronteras, que en 2013 abandonó su labor humanitaria en el país porque “no se respetaban los derechos humanos”. En concreto, los de los subsaharianos.
En un duro informe, trufado de imágenes desgarradoras, la ONG daba cuenta del trato de las autoridades alauitas a los inmigrantes: palizas, destrucción de los precarios campamentos o aceptar las devoluciones en caliente de la Guardia Civil en la valla con Melilla son algunos ejemplos. Pero también denunciaba la indiferencia del mundo ante esta inhumana situación. Su misión, en esas condiciones, no tenía sentido.
Así fue como Esteban se estableció definitivamente allí, al frente de la Delegación de Migraciones de la Diócesis de Tánger. Coordina, o mejor dicho, coordinaba a ocho personas que habían trabajado previamente con MSF. Su misión es acompañar a los inmigrantes enfermos o heridos ─ se entiende que tras intentar saltar la valla─ en todo el proceso de atención en el sistema público de salud marroquí, además de hacerse cargo de los medicamentos. Es una de esas personas con las que hay que hablar para informar sobre estos temas, los vive en sus propias carnes.
Su equipo lleva agua, mantas, plásticos y jabón a los asentamientos, incluso tiene un teléfono encendido las 24 horas a las que cualquier inmigrante puede llamar. “No sólo cuando se hacen daño saltando la valla o cuando se les pega, también cuando una mujer embarazada se pone de parto”, explicaba a Público hace algunos meses.
Quizás haya sido esa ─prestar ayuda e informar─ la razón de su velado destierro, porque la dictadura norteafricana no ha dado ningún motivo. Ni a él ni al Arzobispado de Tánger ni al Gobierno español, con quien tiene no pocos acuerdos. Simplemente, la Policía marroquí detuvo al jesuita en el paso fronterizo de Beni Enzar cuando regresaba a Nador tras una corta estancia en Melilla y le informó de que su tarjeta de residencia ya no servía de nada. Algún diario marroquí afirmaba que se le acusaba de proselitismo, de ser un espía de los servicios secretos españoles e incluso que estaba considerado persona non grata en el país.
El religioso confirmaba su expulsión a este diario a través de una corta conversación telefónica. “En realidad no me han expulsado. Simplemente no me dejan volver”, precisaba. Prefiere guardar silencio por el momento, tal y como ha prometido a su Arzobispado, aunque la medida no lo ha cogido de sorpresa.
El Gran Hermano marroquí
El Gran Hermano del reino de Mohamed VI ha sometido a tal vigilancia al religioso y a sus compañeros que el padre Esteban caminaba por Nador mirando hacia atrás en cada esquina, hablando por teléfono en voz baja y desconfiando hasta de los camareros de las teterías. Toda precaución era poca en su constante estado de psicosis, y así pudo comprobarlo este diario durante un breve encuentro en un restaurante del centro de Melilla, en marzo del pasado año. “Maxilares reventados, cabezas destrozadas, ojos perdidos e incluso muertes. Hemos visto de todo”, aseguró entonces a Público el recién expulsado.
"Maxilares reventados, cabezas destrozadas, ojos perdidos e incluso muertes. Hemos visto de todo”
Él es el mejor testigo de lo que las fuerzas de seguridad marroquíes hacen con los inmigrantes, eso que las cámaras no pueden grabar desde el lado español de la frontera, donde el trabajo de informar no es nada fácil. Pero más complicado se torna desde la parte marroquí, donde se exige un permiso especial a los reporteros que difícilmente (eufemismo de imposible) se concede.
El sacerdote elogiaba los resultados del trabajo del ACNUR en la valla de Melilla, pero echaba en falta que observaran también en la otra parte, donde dice, sólo se preocupan de la trata mientras los derechos humanos de cientos de personas se violan cada día.
El padre Esteban ha relatado a varios medios en qué estado ha llevado al hospital a los golpeados, cómo se realizan violaciones de mujeres subsaharianas en el Gurugú y otros montes aledaños, cómo es el negocio de la trata de éstas en Marruecos, cómo funcionan las mafias que cuelan a quien puede pagárselo en suelo español o cuántos cadáveres se han recuperado en Marruecos tras el naufragio de una patera.
Información sensible que haría saltar las alarmas en cualquier Estado de derecho, pero que en Marruecos, el país vecino con el que España hace negocios, se censura y, si consigue cruzar la frontera, se castiga tarde o temprano. Eso es precisamente lo que le ha ocurrido al padre Esteban, que asegura estar “tranquilo y feliz” desde que nadie le vigila en Melilla. Al menos sus ocho compañeros, de varias nacionalidades, siguen sobre el terreno.
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