Texto y fotografías de Luis Matías López
La matanza en la casa de los sindicatos de Odesa ha marcado un giro, quizá fatal, en la crisis de Ucrania. Porque no se trata de una ciudad más de las muchas en las que se cruzan, como en una falla tectónica, intereses nacionales enfrentados capaces de provocar un terremoto de devastadoras consecuencias, sino del mejor ejemplo de algo infrecuente en la antigua Unión Soviética: una rica herencia cultural común a todos sus habitantes, adobada con tolerancia y buen humor. Si el odio y el extremismo ciegos han sido capaces de provocar allí tan terrible estallido violento es que no es imposible ya un conflicto generalizado o, por decirlo con toda claridad, una guerra civil de devastadoras consecuencias. La principal esperanza de que no sea así estriba en que aún sea capaz de sobrevivir, sin quebrarse en lo esencial, ese espíritu optimista y comprensivo hacia los otros que ha superado en el pasado adversidades sin cuento.
Descubrí esa Odesa que ahora se antoja tan diferente en 2001, en mi último viaje como corresponsal durante cuatro años en la antigua Unión Soviética. Como cinéfilo, tenía una asignatura pendiente. Debía contemplar con mis propios ojos la escalera monumental de la escena culminante de El acorazado Potemkin, tal vez la más famosa de la historia del cine, la que muestra un cochecito de niño precipitándose por los 192 peldaños mientras, a su alrededor, proliferan los muertos y heridos por los disparos de la represión zarista contra los revolucionarios de 1905, cuyos intereses confluyeron con los de los marineros amotinados en el mar Negro.
Para mi gran sorpresa, me fue imposible encontrar en toda Odesa una copia del film, rodado en 1925, pero la escalera seguía ahí, tal y como la recordaba, aunque ensuciada con anuncios de una petrolera en los descansillos (casi invisibles desde abajo, por una genialidad de sus constructores) y con numerosos vendedores de devaluadas medallas de guerra soviéticas con la hoz y el martillo. Según me comentaron varios odesitas, el bebé que viajaba en el carrito se convirtió en un respetado científico y profesor que había muerto hacía poco.
Lo que encontré en Odesa fue mucho más que el eco de una película mítica: un sentimiento, una forma de entender la vida, una singularidad que formaba parte del código genético de sus habitantes y que tenía como ingredientes principales el orgullo por ser diferentes, el amor a la cultura, la tolerancia y el buen humor. Una ciudad en la que el ruso era la lingua franca (pero no frontera) y en la que convivían de forma armoniosa, sin roces ni hostilidad, rusos, ucranianos, judíos y otras minorías. Por encima de todo, sus más de un millón de habitantes se sentían odesitas, y lo proclamaban como si fuera su auténtica nacionalidad, su principal timbre de gloria.
Esa coincidencia esencial se reflejaba de manera especial en considerar como patrimonio común a los grandes escritores que nacieron o en algún momento pasaron por Odesa, desde los nativos Isak Bábel (judío, autor de Caballería roja y víctima de las purgas de Stalin), y el tándem Ilf y Petrof (también judíos, superpopulares en toda la URSS por Las doce sillas y El becerro de oro), el ucraniano Nikolái Gógol y el mismísimo Alexander Pushkin (el Cervantes ruso). Todos ellos escribían en ruso, y predominantemente rusa me pareció entonces la ciudad, sin que eso fuese motivo de controversia o enfrentamiento.
Monumento a Ilf y Petrof, autores de 'Las doce sillas'.- Foto: Luis Matías López
Si hay un escritor de Odesa por antonomasia ese es Bábel. Sus Cuentos de Odesa constituyen un sentido homenaje a la ciudad, y más en concreto al barrio judío de la Moldavanka, poblado antes de que el régimen comunista pusiera orden, no solo por artesanos y comerciantes, sino también por mafiosos y bandidos culpables de una mala fama que a sus habitantes les parecía más bien una seña de identidad. Por desgracia, lo que queda de la Moldavanka casi no permite evocar el ambiente de aquella época fascinante. Para lograrlo hay que recurrir al citado libro de Bábel, su hijo más ilustre.
Ya de adulto, para dotar a sus historias de una mayor autenticidad, el escritor volvió al barrio y vivió durante meses en la casa de un confidente de bandidos que fue asesinado por practicar un doble juego: vendió la misma información a dos bandas rivales. Bábel, sospechoso él mismo de ser un espía, tuvo que salir por pies para salvar el pellejo, por consejo de la policía. Por entonces, los delincuentes profesionales de las diversas bandas tiraban una peonza para determinar a quién le tocaba quedarse vigilando mientras sus compinches cometían un atraco. El mismo procedimiento se utiliza aún... aunque solo para determinar quién lava los platos.
Amantes de honrar a sus genios, los odesitas erigieron un monumento a Ilf y Petrof, maestros de la satira, en forma, como no, de silla. Pushkin tiene el suyo propio, fruto de una entusiasta suscripción popular. Además, junto a Gógol y Bábel, el autor de Eugenio Oneguin comparte otro muy singular, giratorio, en el que están representados los tres genios con un huevo entre ellos. De vez en cuando, se congregaba un grupo de mujeres que daba vueltas al conjunto, por si acaso era cierta la leyenda que sostenía que la embarazada a la que apuntase el huevo daría a luz un genio.
Ese deseo de rendir homenaje a los grandes hombres es una obsesión en Odesa y no discrimina según el origen. En lo alto de la escalinata, hay una estatua dedicada a su primer alcalde-gobernador, un Richelieu descendiente de la eminencia gris de Luis XIII con quien tuvieron que bregar los cuatro mosqueteros y que huyó de una esposa francesa fea y antipática para hacer carrera en la Rusia imperial. La principal calle de la ciudad lleva el nombre de José de Rivas, un aventurero de origen español que, tal y como se constata en la inscripción del pedestal de su propia estatua, fundó la ciudad a finales del siglo XVIII por orden de Catalina la Grande. En otros de sus incontables monumentos se honra a Lázaro Zamenhof, creador del esperanto, y al superpopular cantante Leonid Utiósov, cuyos admiradores se sientan junto a él en un banco de hierro para escuchar alguna de sus canciones elegida en una cabina cercana. Incluso hay un recuerdo al líder de la revolución cubana, ya que el más concurrido café de la calle De Rivas se llama Fidel Habana Club.
Ciudad de tradición cosmopolita y abierta, principal puerto comercial del mar Negro desde los tiempos de la Rusia imperial, escala obligada de los cruceros turísticos, encrucijada de culturas, resistente hasta donde fue posible a la uniformidad que propugnaba el poder soviético, la tolerancia ha marcado la vida en Odesa. Pero hay otra característica con la que es comparte protagonismo: el buen humor.
En los cuatro días que pasé en la ciudad casi no paré de reírme a carcajada limpia. Lástima que no apuntase todos los chascarrillos, anécdotas y chistes con los que fui bombardeado. Los odesitas han convertido en alguien casi real (incluso le han erigido un monumento de bronce) a un personaje protagonista de mil y una chanzas: Rabinóvich, un judío tan popular como ficticio, residente en una ciudad que un día acogió a más de 200.000 hijos de Israel (por delante de cualquier otro lugar de la URSS o el imperio ruso), de los que hoy puede que queden unos 30.000. Tantos llegaron a ser que se asegura -en broma, por supuesto- que, cuando Moscú estaba furioso con Israel por la represión contra los palestinos, le amenazaba con bombardear... Odesa.
Vaya por delante que contar chistes de judíos en Odesa no es políticamente incorrecto y que la mayoría los escuché de labios de una profesora y un periodista que lo son. No puedo asegurar que no haya algún rastro de antisemitismo en la ciudad, pero yo no lo detecté. Por eso me alarma que la comunidad se sienta ahora amenazada por los extremistas de derecha ucranianos. No conocí otro lugar de los muchos que visité en la URSS donde se pronunciase el término judío con tanta frecuencia y desparpajo, por judíos y no judíos, sin ninguna connotación negativa, sin que ello levantase suspicacias. Nadie ocultaba esa condición ni me aseguró que, en el presente o en el pasado reciente, hubiera sufrido ningún tipo de discriminación, como la que sí existió en tiempos zaristas. Era cierto, no obstante, que la gran mayoría de los judíos de la ciudad había emigrado ya en los 15 años anteriores a Israel, país con el que los que decidieron quedarse seguían manteniendo lazos muy estrechos. Los vuelos con Tel Aviv eran casi diarios.
Volviendo a Rabinóvich. Era (es) tan famoso que se contaba que, en un viaje a Roma, mientras paseaba junto al Papa, la gente les miraba y comentaba: '¿Quién será ese viejito que va con Rabinóvich?'.
Una vez dijo: 'Cuando cumpla 60 años, me jubilaré. Espero que el poder soviético siga mi ejemplo'.
En otra ocasión, le retiraron el carné del partido comunista. Recurrió a todas las instancias para recuperarlo hasta llegar al Politburó, donde le preguntaron: '¿Es verdad que tocaste el violín en la boda de Trotski [que tomó su apodo del alcaide de la cárcel de Odesa en la que estaba preso y en la que se casó]?'. 'Sí', contestó. 'Me invitaron y tenía que ganarme la vida'. Así que se quedó sin el carné del PCUS, que entonces valía su peso en oro. Volvió a la Moldavanka y su mujer le reprochó: '¿Por qué dijiste la verdad, imbécil?'. A lo que Rabinóvich replicó. 'No podía mentir. Todos los miembros del Politburó estuvieron en la ceremonia como invitados'.
Monumento a Leonid Utiósov, con un hueco en el banco para que sus admiradores escuchen junto a él sus mejores interpretaciones.- Foto: Luis Matías López
Por si aún caben dudas del arraigo del buen humor en Odesa, baste con decir que la principal festividad de la ciudad es la Humorina, que se celebra cada 1º de Abril y en la que la burla y la satira bienintencionadas son norma, y hay un concurso de chistes en el que, por ejemplo, se enfrentan equipos formados por estudiantes de diferentes centros, sin que falten desfiles de disfraces, competiciones de ingenio e improvisación. Un carnaval disparatado, el gran evento en el que la ciudad se reconoce como ajena a todo extremismo y sectarismo. Pésimo síntoma ha sido, por tanto, que este año se suspendiese la Humorina, quizás por temor a que el buen humor se transmutase en instrumento de lucha sectaria.
La intolerancia no debería tener cabida en una ciudad como ésta, conocida como La Madre Odesa desde que la necesidad de mano de obra para construirla hizo que muchos siervos perseguidos encontrasen allí refugio. Esa puerta abierta a lo extranjero y diferente se mantuvo durante mucho tiempo después. La matanza de la sede de los sindicatos ha roto en pedazos una convivencia armónica que fue muy costoso levantar. Recomponerla exigirá mucha paciencia, esfuerzo y espíritu constructivo. Quizá, también, por extraño que suene, buen humor. Ojalá que no falten y que Odesa, la Odesa ejemplar, sobreviva a una de sus horas más trágicas.
Jubilados jugando al ajedrez en una calle de Odesa.- Foto: Luis Matías López
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