Lejos ya de la pasión que despertó el proceso electoral de 2006, una democracia exhausta, la mexicana, acudió este domingo a las urnas, en medio de pronósticos que auguraban que de los 77,4 millones de mexicanos llamados a votar, apenas si lo harían 30, lo que supondría una abstención superior al 65%. Toda una bofetada en la cara de un país que fue uno de los más estables de América Latina.
A estas cifras, que indican hasta qué punto el mexicano de a pie ha dado la espalda a quienes tienen el mandato de representarlo, se deberán añadir los entre tres y cuatro millones de votos nulos que se espera que los electores hayan arrojado ayer a la cara de su sistema político.
Si las elecciones son la vía que la democracia abre para que los ciudadanos expresen su opinión, de cumplirse los pronósticos, la mayoría de los mexicanos ha dejado claro lo que piensa absteniéndose de acudir a depositar su voto.
Las razones del desapego son profundas y no afectan sólo al pueblo llano. Incluso amplios sectores de la intelectualidad de este país, tradicionalmente fieles a las instituciones y al régimen, muestran una tremenda decepción ante la ineficacia que ha demostrado la clase política mexicana en estos últimos años.
Muchos de quienes antes cantaban las alabanzas de los políticos son ahora los promotores del voto nulo, la forma de protesta más clara que dejan las elecciones tras la abstención.
Para explicar este desencanto, se pueden evocar, sin duda, factores como la gravísima crisis económica en abril, el PIB descendió el 12% que vive el país, pero la razón última no se remite a esta recesión, la peor en 15 años, sino a los férreos vínculos que existen entre el crimen organizado y el aparato del Estado mexicano.
En México, los tres poderes que caracterizan a cualquier democracia el legislativo, el ejecutivo y el judicial están infiltrados, cuando no directamente controlados, por el poder del narcotráfico y los diferentes cárteles de la droga.
Al menos en apariencia, no hay un solo estado de este país de estructura federal donde parte de las fuerzas de seguridad, los jueces, los ministerios públicos, los alcaldes, los gobernadores y la Policía federal no estén a sueldo y al servicio de los barones que manejan el lucrativo negocio del tráfico de estupefacientes.
Los datos que difunde el propio Estado mexicano lo confirman. Hace tan sólo unos días, la Procuraduría (Fiscalía) General de la República divulgó unas cifras que demuestran la gravedad de este fenómeno que gangrena las estructuras de poder en México.
Desde el 1 de diciembre de 2008, cuando Felipe Calderón tomó posesión como presidente, 573 funcionarios públicos pertenecientes a los tres poderes del Estado han sido detenidos por su presunta colaboración con la delincuencia organizada. De ellos, 373 pertenecían a las fuerzas de seguridad pública municipal, 155 eran funcionarios ministeriales y estatales, y 45 formaban parte de las fuerzas de los cuerpos de seguridad federal.
En los últimos cinco años, han desertado del Ejército federal, 100.000 militares. Muchos de ellos se han pasado, con armas y bagajes, a las filas del crimen organizado que se suponía debían combatir.
De nada ha servido la guerra contra los narcotraficantes, que se ha convertido en uno de los ejes de la política del presidente Felipe Calderón y de su formación política, el derechista Partido de Acción Nacional (PAN).
Más bien al contrario. Hoy en México, un país militarizado gracias a esta ofensiva de Calderón, hay más crímenes que nunca. Cada año, 12.000 mexicanos mueren asesinados por razones vinculadas al crimen organizado.
La profunda corrupción en la que se desarrolla la política nacional no parece estar en declive, sino más bien en aumento. Todo ello pasará sin duda factura al partido gobernante, en primer lugar, pero también a las otras formaciones políticas que participan del sistema.
Para colmo, la militarización del país no sólo no ha conseguido poner fin a la violencia, sino que ha cubierto de fango a un Ejército que, so pretexto de acabar con los narcos, se ha tomado la justicia por su mano y ahora está sumergido en cientos de acusaciones de haber violado los derechos humanos.
Teresa, una mexicana de mediana edad que regenta un puesto de venta de frutas en el Distrito Federal, la capital, resume bien el sentimiento de muchos de sus compatriotas: 'Yo voté por Cárdenas en 1988, por López Obrador en el 2006, antes votaba por el PRI. Ahora estoy harta de todos los partidos y de todos los líderes políticos. No creo en ellos, no creo en lo que dicen. Ellos pueden seguir gobernando pero no con mi voto'.
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