El viaje comienza en Esmirna y acaba en Zagreb. Recorre varios puntos fronterizos localizados en diferentes países desde Turquía hasta Croacia. Pasa por Torbalı, Asos, Edirne, la Isla de Kos, Patras, Kastoria, Durres, Sid y Bihac, entre otros. Este viaje descubre por qué alguien que está en Turquía, país en paz, decide jugarse la vida en una embarcación para llegar a Lesbos, sabiendo cómo es vivir en Moria. Este viaje analiza qué lleva a una familia que ya está en Grecia, país de la Unión Europea, a dormir durante semanas en bosques cerca de Albania, a endeudarse con un traficante para continuar la ruta de los Balcanes aún sabiendo que pueden pasar años encerrados en Bosnia o en Serbia y que el cruce hacia la UE es una tarea complicada.
Las imágenes en las que cientos de miles de personas caminaban por vías de tren por el sureste de Europa, acampaban sobre ellas en tiendas de campaña y cruzaban fronteras con bebés en los brazos, son parte de la historia. Esas imágenes han sido sustituidas por las carpas blancas del campo de refugiados de Moria o alguna noticia suelta sobre cómo al entrar por Croacia, país de la Unión Europea, las personas que están migrando reciben una paliza de la Policía antes de ser devueltas a Bosnia y Herzegovina o a Serbia de forma ilegal. Poco más se sabe del resto de la travesía.
La gente ahora emigra en la oscuridad y en la clandestinidad. El drama es mayor, pero no se percibe
Desde que la UE cerrase sus fronteras en el este del continente a comienzos del año 2016, las impactantes imágenes del viaje migratorio ya no existen, porque la gente ahora emigra en la oscuridad y en la clandestinidad. El drama es mayor, pero no se percibe. Todo esto en un camino de unos cientos de kilómetros que puede llevar varios años de vida en recorrer.
Los 10 o 20 refugiados que tiene toda Turquía
Saleh tiene 17 años aunque aparenta muchos menos. Tiene cara de cansado pero aún mantiene una frescura en los ojos que no se puede ver en nadie más de las personas que se sientan con él sobre una manta que cubre el polvo del suelo. Son las horas de más calor del día. Acaban de terminar una jornada laboral que arrancó hace nueve horas, a las 4 de la madrugada.
Saleh estudiaba hasta hace un año. En un colegio que su padre dirigía en la región siria de Hama. Hasta que cayó la guerra también sobre el centro. La familia decidió desplazarse a un campo de refugiados dentro de Siria e invertir sus ahorros en Saleh para que llegase a Turquía y se librase, con su edad, de ser reclutado para luchar en la guerra. Cruzar fronteras para quienes vienen de países en conflicto con pasaportes que nadie quiere cuesta dinero: hay traficantes lucrándose de la desesperación de llegar a terreno seguro.
Ahora está con la familia de Neda, prima lejana de sus padres en una aldea a las afueras de Izmir donde tienen trabajo recogiendo tomates. De las cerca de 20 personas que hay en esta familia, Saleh es el único que dice que le encantaría poder llegar a Europa. Ninguno más tiene esa idea en mente: "Esperamos a que la guerra se acabe y poder volver a casa", explica Mohamed, hermano menor de Neda, que recuerda su vida anterior con nostalgia.
Un sirio en Turquía nunca va a poder ser oficialmente refugiado. Deman Güler, abogado especializado en derechos humanos, dice que en Turquía hay entre 10 y 20 refugiados en total. Turquía es uno de los pocos países que no firmó el protocolo 67 de la Convención de Ginebra. Aunque en 1951 sí había firmado este acuerdo para proteger a los europeos y otras personas que tuvieron que huir de su país durante la Segunda Guerra Mundial. Eso se traduce a que solo ciudadanos de países del Consejo de Europa pueden aspirar a conseguir protección como refugiados en Turquía.
Para poder ganar algo de dinero para sobrevivir hay que rechazar un derecho muy necesario: la educación de los pequeños
Los casi cuatro millones de personas llegadas de países como Siria, Irán o Afganistán que habitan en Turquía no pueden aspirar al estatus de protección dentro del país (pueden solicitar protección internacional pero tienen que tener la suerte de que un tercer país decida acoger a gente que está en Turquía). Pero sí cuentan con unas regulaciones hechas para legislar sus derechos y obligaciones. Por ejemplo, para que una empresa en Turquía pueda contratar a alguien de Siria de forma legal entre sus empleados, necesita contar con diez personas turcas contratadas. Esto lleva a que los que han escapado de países en guerra acaben trabajando sin contrato y usados como mano de obra barata. Neda y su familia trabajan 48 horas semanales y viven en tiendas de campaña sin acceso a agua corriente desde hace años.
Para que un niño o niña de un país como Siria o Afganistán pueda ir a la escuela tiene que ir al primer lugar donde su familia se haya registrado al llegar a Turquía. Por obligación, suelen hacerlo en el este del país, al lado de la frontera con Siria, pero mucha gente se acaba mudando a otras regiones porque en el Oriente escasean los empleos y abunda la pobreza.
Para poder ganar algo de dinero para sobrevivir hay que rechazar un derecho muy necesario: la educación de los pequeños. "Es la generación perdida", dicen a menudo los defensores de derechos humanos del país. Neda, la madre de familia de Torbali, que lleva nueve años en Turquía, que trabaja, como su marido y varios de sus hijos, todos los días recogiendo fruta y verdura. Neda, que no tiene ni un solo mueble, ni agua corriente, ni un techo firme donde resguardarse, dice que eso todo le da igual: "Solo queremos que nuestros hijos puedan ir al colegio, aprender turco, estudiar…. y poder acceder a servicios de salud".
Aún así, la gran mayoría no piensa en aventurarse en el resto del viaje para llegar a un país de la UE donde pedir asilo. Son una minoría los que lo hacen. Hay cuatro millones de personas en Turquía que han escapado de guerras y persecuciones. En 2019, según Acnur, se calcula que menos de 60.000 personas en su viaje migratorio han cruzado a Grecia.
Grecia: la entrada a la UE y la tortura de esperar por un asilo
De toda la ruta balcánica, Grecia es el lugar más conocido. Decenas de miles de personas llegan al país al año, como puerta de entrada de la UE y ejercen su derecho de pedir asilo. Varios son los problemas que se encuentran en este proceso. Primero, la larga espera mientras se tramitan los asilos. Un proceso largo, durante el cual los migrantes viven hacinados en campos de refugiados habilitados con tiendas de campaña de loneta o contenedores de obra.
Todo el mundo conoce Moria, el campo situado en Lesbos. Pero hay muchos más. Uno de los menos conocidos es el campo de la Isla de Kos, situado en un paraíso de aguas azules a tan solo cinco kilómetros de Turquía.
Los turistas europeos nadan y descansan en las tumbonas de la playa mirando hacia el mar y hacia un barco de Frontex o de la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas sin parecer ser conscientes de ello. La escena es pintoresca: despliegue enorme de agentes y de tecnología para proteger el hedonismo europeo de las tragedias fuera de sus fronteras. Este año, los residentes de Kos coinciden en algo: casi no han llegado migrantes a la isla. Coincide con que este año también varias asociaciones, como Josoor, han reportado y documentado devoluciones en caliente e ilegales por parte de cuerpos oficiales de policía a personas en medio del mar.
Si nadie habla de la Isla de Kos es porque los refugiados están prácticamente escondidos. No tienen derecho a salir del campamento que está rodeado de alambradas y alejado de cualquier localidad. "Llevamos un año en este campo cerrado, nadie sabe de nosotros, nadie nos visita, las organizaciones tienen prohibido entrar al campo. Pagué todo mi dinero a un abogado que dijo que me ayudaría a denunciar esta situación y sacarme de aquí y me ha estafado, ha desaparecido", cuenta Yara, una mujer nacida en Irak, a través de su móvil. No tiene cámara en su teléfono porque desde el momento que llegó a la isla y fue llevada a la fuerza al campo cerrado, las autoridades la rompieron: es la condición que dan si quieres quedarte con el móvil durante los meses de encierro. Así nada se puede grabar.
Quienes escriben este reportaje pueden corroborar el secretismo que rodea a este campo. Pasaron horas detenidos e interrogados por haber sacado unas fotografías fuera del hotspot. Tuvieron que borrar muchas. Pero quedaron en libertad porque legalmente no había nada por lo que acusarlos (de hecho, durante la detención diferentes agentes ponían diferentes excusas para tenerlos en la comisaría retenidos).
Si nadie habla de la Isla de Kos es porque los refugiados están prácticamente escondidos. No tienen derecho a salir del campo que está rodeado de alambradas
"Esta detención es ilegal de acuerdo con las leyes europeas, pero aquí se permite", comenta una abogada experta en derechos humanos que vive en Kos y que prefiere mantener su anonimato por la presión que hay contra quienes apoyan a los refugiados. Por su parte, desde el Greek Council for Refugees añaden que "la detención es una medida excepcional, cuando no se puede aplicar nada más de la ley", que es lo contrario que sucede en la Isla de Kos. De acuerdo con esta organización, Kos es como un lugar de pruebas para medidas restrictivas. Si funcionan, entonces se llevan a la práctica a las demás islas.
Cuando alguien consigue dejar ese lugar es o porque su asilo ha sido aprobado o porque ha sido rechazado, pero no hay forma de deportar a la persona a causa de su nacionalidad. Y la isla, geográficamente, ya es como una frontera más para continuar. Cuando los migrantes quieren irse a la península para buscar alternativas a su vida, tienen que hacerlo entrando en el ferry a escondidas o con algún documento falso que alguien les haya vendido. Otro escollo más que sortear.
Durante el proceso de espera para recibir una respuesta en Grecia, que suele ser de más de un año, los migrantes no tienen derecho para trabajar, los niños no pueden asistir al colegio… La vida se queda en stand by esperando a ver qué sucede después. Y a veces, muchas, de hecho, sucede que la petición de asilo es rechazada. Según datos de Acnur, en 2019 se aprobaron un 43.51% de los casos que estaban en espera de respuesta. Las personas nacidas en Afganistán, que son una gran parte de quienes están en Grecia, ven que sus solicitudes solo son aprobadas en un 31.26%.
En ese momento, si no quieren ser deportados a Turquía o a su país de origen, la alternativa que queda es, otra vez, la de cruzar fronteras a escondidas, para llegar a otro país de la UE donde volver a probar su suerte, donde poder volver a pedir asilo. Sigue sin haber vías legales disponibles.
Una vía de escape desde Grecia es el mar, hacia Italia. Otra es por tierra, hacia el norte. Por mar uno podría saltarse toda la ruta balcánica. Pero es muy difícil de conseguir. Hay que intentar colarse en un camión en el puerto. O bien en la ciudad de Patras o bien en Igoumenitsa, esperando a que ese camión entre en un ferry y llegue a Italia. Esto suelen hacerlo más los hombres jóvenes. Muchos de ellos son menores que están solos. Solo el hecho de colarse en el puerto ya requiere mucha destreza física. Lo intentan constantemente día tras día, a cada hora. Lo intentan aún habiendo visto a otras personas con moratones en el cuerpo o incluso dientes rotos por las palizas del servicio de seguridad privada del puerto, como reporta la organización No Name Kitchen presente en Patras.
Conseguir superar esta primera prueba -que muy pocos logran- supone, después, pasar más de un día escondido en los bajos de un camión con solo una botella de agua de 50 centilitros. Y, para todo esto, además, hay que pagar, como mínimo, 1.500 euros a las mafias que controlan quién tiene derecho de acceder a este "juego" en el puerto. Casi todos los que aquí habitan son de Afganistán, al igual que los que controlan el espacio. El resto de nacionalidades que quiere hacer esta hazaña tiene que buscarse alternativas para acceder a los camiones fuera del puerto, más complicado aún.
El miedo de adentrarse de nuevo en la boca del lobo
En el norte de Grecia hay una aldea de nombre Mesopotamia donde se puede ver a grupos de personas caminando en dirección a Albania. Se esconden en bosques, en refugios abandonados de pastores, hasta encontrar el momento oportuno para seguir el camino. Cuentan que cuando tratan de cruzar, si los encuentran los agentes de Frontex, les piden que den la vuelta "amablemente". Si consiguen cruzar por algún punto donde no haya agentes internacionales pueden descubrirlos la Policía albanesa: a veces los encuentran caminando, en otras ocasiones acceden a una comisaría a pedir asilo. Y esta Policía de Albania realiza, en diversas ocasiones, devoluciones en caliente.
La gente que se queda en Albania está forzada a vivir en campamentos en los que el gasto por persona y día asciende a 2,6 euros
Quienes ya están en Bosnia o en Serbia desde comienzos de 2019 o antes y cruzaron Albania niegan haber tenido que pagar nada. "Fácil, fácil, Albania bien", comenta una familia de Irak, ahora en Serbia. Hubo un cambio en los últimos meses: en mayo de 2019, la UE desplegó en la frontera albanesa la que es la primera operación de Frontex en un país tercero.
Es paradójico que, mientras este cuerpo policial afirma haber llegado a Albania con el objetivo de "controlar los flujos migratorios, hacer frente a la delincuencia transfronteriza, incluido el tráfico de migrantes", quienes ya han cruzado el país hace tiempo dicen no haber pagado a ningún traficante para ello y que quienes están ahora esperando en los bosques al norte de Mesopotamia aseguran haber pagado a bandas organizadas, como mínimo, 750 euros por persona.
Eso les asegura que, si consiguen cruzar, habrá un coche esperándolos en un punto marcado que los ayude a sortear kilómetros del país hacia el norte para no correr riesgo de ser devueltos a Grecia.
Albania es por ahora considerado solamente un país de tránsito. Así lo dice Acnur. Realmente no es fácil ver a migrantes por las calles de ciudades como Tirana. La gente que se queda en el país está forzada a vivir en campos en los que el gasto por persona y día asciende a la baja cifra de 2,6 euros, por lo que las condiciones son precarias, según la agencia de la ONU.
Precisamente a Acnur le escribió Hasan en nombre de su familia. Hasan fue traductor en Afganistán. Lleva más de dos años en Grecia junto a su mujer y dos hijos. Su asilo fue denegado. Había pensado en quedarse en el país, a pesar de todo, y trabajar en la agricultura, un sector que sabe que necesita mano de obra y que suele contratar a gente aunque no tenga papeles en regla. Pero se enteró de que unos amigos habían sido deportados, después de su denegación de asilo, y junto con su familia decidieron escapar. En su primer intento de cruzar a Albania con sus hijos pequeños y su mujer, unos agentes de Frontex le dijeron que tenía que dar la vuelta. Un selfie con los dos agentes detrás lo atestigua.
Hasan y su familia saben que lo que llega después de Albania es muy duro. Conocen a gente que está atrapada frente a las fronteras de Hungría y de Croacia
En otro intento llegaron a una comisaría albanesa donde querían pedir asilo. La policía los devolvió ilegalmente a Grecia. En su intento desesperado por tener una estabilidad, escribió a Acnur en Tirana para decirles que quería pedir asilo. Nunca recibió una respuesta. Muy poca gente decide quedarse en Albania a vivir porque es un país con pocas oportunidades y con condiciones muy precarias para demandantes de asilo. Pero hay personas que aún así, en busca de una paz en sus vidas, lo intentan.
Hasan y su familia saben que lo que llega después de Albania es muy duro. Conocen a gente que está atrapada frente a las fronteras de Hungría y de Croacia y no se sienten con fuerzas de enfrentarse a ese camino.
Serbia, el país tras una valla
Fadila y Adil están sentados en un parque cerca de la estación de autobuses principal. A ese lugar se le llama coloquialmente el parque afgano por la cantidad de personas de Afganistán que hace unos años pasaban allí los días. Cuando las fronteras cerraron y la UE permitió la construcción de una valla kilométrica en Hungría, Serbia dejó de ser un país de tránsito y pasó a ser un lugar en el que cientos o miles de personas llevan años atrapadas.
Este matrimonio está con sus hijas e hijo. El más pequeño nació en Grecia mientras toda la familia, de Irak, esperaba una respuesta a su petición de asilo. La respuesta fue negativa. Con miedo a poder ser deportados, la pareja decidió coger a sus hijos y seguir la ruta. ¿Sabían que era tan difícil? "Sí claro", comentan, "pero, ¿qué otra cosa podíamos hacer? No podemos volver a nuestro país. En Grecia no nos aceptan. ¿A dónde vamos? Decidimos intentar llegar a Alemania y volver a pedir asilo allí y probar suerte".
Han acordado pagar 16.000 euros a un traficante de personas. Cuando las fronteras cerraron y, a falta de vías legales para acceder a la UE, las mafias se hicieron con mucho poder. Y, cada año, quienes están en Serbia ven cómo esos precios van subiendo, según se dificulta más y más el tránsito y aumenta, más y más la desesperación. La familia está esperando al traficante en el parque desde hace siete días. Tienen el móvil sobre la manta sobre la que se sientan. No lo usan. La batería tiene que durar para recibir la llamada. Cuando les llame, ese mismo día tienen que poner sus mochilas a la espalda y tomar un taxi a un sitio de la frontera. Cuentan que estuvieron nueve meses en el campo de Vranje, una localidad situada al sur de Serbia. Allí se registraron nada más llegar desde Kosovo y ahí pasaron un año viendo qué hacer.
Cuando las fronteras cerraron, las mafias se hicieron con mucho poder. Y, cada año, quienes están en Serbia ven cómo esos precios van subiendo
Serbia concede muy pocos asilos cada año (según Acnur, en 2019 se otorgaron 13 estatus de refugiado). Volver atrás no es una opción segura. Dice una investigadora experta en este asunto que ha estudiado el fenómeno migratorio desde 2010 en Serbia que "siempre, y no solo ahora, las peticiones de asilo no suelen ser aceptadas en Serbia y, por tanto, la gente continúa su viaje". Ella prefiere mantener el anonimato para hacer sus investigaciones sin estar en el punto de mira. De acuerdo con sus palabras, según la UE fue endureciendo su discurso sobre los migrantes y refugiados a partir de 2016, lo mismo hizo el Gobierno serbio. En el país ahora hay mucha presión contra las personas en tránsito y contra quienes los apoyan.
Fadila y Adil tienen mucha más suerte que Ángela. Ángela es la traducción en serbio de Feresteh, su nombre real en Irán. Ella vive en el campo de refugiados central situado en Šid, una ciudad fronteriza con Croacia. Lleva unos tres años viviendo con su hijo que ahora tiene 7 y con su marido. No tienen dinero para seguir el camino con la ayuda de un traficante, por lo que, cuando se sienten con fuerzas, de tanto en tanto, se esconden en algún hueco dentro de un tren. Ella lo odia. Le produce angustia solo pensarlo. Dice que, cuando lo hacen, les falta el aire durante horas. Y que cuando la Policía croata los descubre, en vez de darles la opción de pedir asilo, como dicta la ley de la UE, los devuelven a Serbia de forma ilegal. Faresteh ha vivido estas devoluciones decenas de veces. Igual que miles de personas más, como recoge la organización No Name Kitchen desde 2017, como parte de la Border Violence Monitoring Network.
Esta ruta no es nada nueva. La mencionada investigadora dice que Serbia siempre ha visto a gente pasar en su camino hacia una nueva vida en Europa. El cierre de fronteras y el comienzo de las devoluciones ilegales desde los países vecinos de la UE dio visibilidad a este punto sobre todo desde 2015.
Bosnia: miles de personas viven en bosques
A finales de 2017 los que estaban atrapados en Serbia desde hacía años vieron Bosnia como una ruta alternativa para poder llegar a la UE. Al principio las fronteras no estaban controladas. En primavera de 2018, cuando la UE puso el ojo sobre esta ruta, la situación pasó a complicarse. Velika Kladusa y Bihac, dos pequeñas ciudades al norte de Bosnia, dejaron de ser lugares de tránsito a ser sitios donde cientos de personas pasaron a vivir. Quedaron atrapadas.
Las devoluciones en caliente por parte de Croacia suelen venir acompañadas de violencia, de robo de móviles y de dinero
Para conseguir llegar a la UE, para llegar a un lugar dónde conseguir que alguien comience a tramitar una petición de asilo o comenzar una nueva vida, muchos se arriesgan a lo que ellos mismos llaman The Game. Una vez más, no hay ninguna ruta legal para salir del país si no es a escondidas por los bosques.
Este juego consiste en cruzar por Croacia y por Eslovenia hasta llegar a Italia. El motivo de este largo viaje, que a pie pueden llegar a ser unos 20 días, es porque en Croacia y en Eslovenia los cuerpos de Policía llevan a cabo devoluciones ilegales. Es un "juego" de desgaste. Las devoluciones por parte de Croacia suelen venir acompañadas de violencia, de robo de móviles y de dinero, de quema de objetos personales, según los miles de testimonios recogidos.
Esto lleva a que haya personas que llevan más de dos años en este país. Algunas llevan cuatro a las puertas de Europa, contando su larga estancia en Serbia previamente.
Además de los problemas en la frontera, el cantón de Una Sana, la región del norte del país, quiere imponer más presión todavía. Entre algunas de las medidas, las autoridades prohibieron en verano que las personas recién llegadas a la región entrasen a los campamentos habilitados por la Organización Internacional de las Migraciones, con el dinero de la misma Unión Europea que cierra las fronteras e ignora la violencia en sus fronteras. Un doble juego desde Bruselas. De todos los campos, el único lugar que puede aceptar gente es el de Lipa. Está situado sobre barro, alejado de cualquier pueblo, con carpas gigantes, sin una infraestructura que pueda hacer frente al invierno.
El mismo grupo operativo del Gobierno cantonal ha anunciado que está prohibido que las personas migrantes caminen en espacios públicos. En la práctica ya era muy difícil hace un año, pero hace unas semanas lo han anunciado de forma oficial. Muchas personas caminan igual. No les queda más remedio, ya que tienen que desplazarse o ir a las tiendas a comprar comida y agua. Pero si la Policía los ve, puede decidir llevarlos forzados a lugares remotos, alejados de estas localidades, de las que luego tienen que volver escondidos y a pie.
Todo esto lleva a que miles de personas, cerca de 4.000 según calculaba la organización No Name Kitchen en el mes de octubre, estén escondidas en bosques y casas abandonadas del norte del país, mientras llega el frío. Como Mansur, un chaval de 23 años nacido en Afganistán para el que será su cuarto invierno a las puertas de Europa.
Este artículo ha sido desarrollado gracias a The Pascal Decroos Fund. Más información aquí
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