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El dilema del viejo gran Partido Republicano de EEUU tras Trump: entre el 'trumpismo' y el cambio de rumbo

Tras el asalto al Congreso, el Partido Republicano abre una fase crucial a corto plazo en la que tendrá que decidir qué hacer con Trump y con el 'trumpismo' y comprobar si sus bases aceptarían un intento de cambio de rumbo.

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Seguidores de Trump en Washington hace unos días. — EFE/EPA/MICHAEL REYNOLDS

Washington,

Durante el mitin que ofreció en Washington Donald Trump el pasado miércoles antes de que el Congreso fuera asaltado, el hijo del presidente, Donald Trump Jr., tomó la palabra para poner las cosas en su sitio: "Debería ser un mensaje para todos los republicanos que no han querido luchar, ésos que no han querido parar el robo. Éste ya no es el Partido Republicano: es el Partido Republicano de Donald Trump". La OPA hostil con que el magnate neoyorquino se quedó con el partido hace cuatro años no va a acabar con su salida de la Casa Blanca, ni siquiera con su segundo impeachment: apenas ha habido tres republicanos que han apoyado explícitamente esta operación demócrata.

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El partido que hace cuatro años echaba pestes de él, que luego pasó a adularlo y que ahora es cómplice de sus acciones, está preso de su líder, pero, tras el asalto del miércoles, se abre un escenario trascendental para el presente y el futuro de los republicanos. Cualquier oportunidad de cambio podría pasar ahora a través de una puerta sostenida por dos pilares: el asalto al Congreso del miércoles y el hecho indiscutible de que el 20 de enero, cuando Joe Biden tome posesión, los republicanos habrán perdido la Casa Blanca, el Senado y la Cámara de los Representantes. Ése es también el balance de cuatro años de trumpismo.

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En esa partida se verá qué disensiones internas empiezan a emerger y qué papel de alternativa u oposición quieren jugar y, frente a esto, qué postura toman unas bases que han sido machaconamente alentadas y enfebrecidas por el populismo trumpiano durante cuatro años, con una verborrea cuyas implicaciones se quiso ignorar y cuya última consecuencia fue la insurrección que asaltó el Congreso en una jornada que se saldó con cinco fallecidos. Si Biden ganó en noviembre fue porque hizo una piña de los demócratas y convirtió los comicios en un referéndum contra Trump, pero éste tuvo nada menos que 74,2 millones de votos en noviembre, el 46,9% del censo electoral, personas que sabían exactamente qué estaban votando. Trump tuvo casi cinco millones de votos más que el récord histórico de votación que tenía Barack Obama desde 2008. El trumpismo parece estar lejos de diluirse en la historia de Estados Unidos.

Cuando el showman televisivo se presentó a las primarias del partido de 2016, los pesos pesados republicanos lo despreciaron, ridiculizaron y arremetieron sin clemencia y en bloque contra él: ese tipo sin estilo, sin ideología estructurada, gritón, faltón y sin ninguna experiencia política previa, no podía tratar de querer liderar el partido y quedárselo como si fuera una Torre Trump más de su emporio de hoteles.

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Al fin y al cabo, ellos eran la élite del GOP, el Grand Old Party, el viejo gran partido, el partido con más historia del país, nacido en 1854, el partido nada menos que del hombre que abolió la esclavitud, ganó la Guerra Civil, unió a la nación y se hizo mito tras ser asesinado, Abraham Lincoln; uno de los únicos presidentes, de hecho, sobre los que el propio Trump no se ha puesto por encima: "Soy", dijo el 12 de junio del año pasado, "el presidente que más ha hecho por la comunidad negra con la posible excepción de Lincoln", lema que no dejó de repetir meses después en los debates electorales contra Joe Biden.

Sin embargo, su dominio del show, sus gritos de "Make America great again", de "¡Construid el muro!", sus insultos, su descaro, sus ataques a la casta del partido y a las élites de Washington y cuatro consignas baratas más dichas a troche moche durante una campaña en la que el hombre presumía de viajar en su propio avión, lo auparon a la presidencia del partido de Abraham Lincoln, el presidente que simboliza la unidad misma del país. Trump obtuvo el doble votos que el finalista, el senador por Texas Ted Cruz, uno de los pesos pesados del partido que entonces echaba espuma por la boca hablando del showman y quien hoy es uno de los máximos aliados de su deriva antisistema.

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Medio año después, repitiendo la fórmula, Trump le ganó las elecciones a Hillary Clinton. De algún modo, todo cuadró. Se unió que funcionó a la perfección la mezcla del discurso anticasta y antiélite, que tanto representaba Hillary Clinton, con el morbo que había en la sociedad americana y sobre todo entre los votantes republicanos, por poner de presidente a un empresario y a un hombre sin experiencia política ni militar previa (Trump es, de hecho, el primer presidente en la historia del país sin ese bagaje en el currículum).

"No es un hombre perfecto, pero es el hombre perfecto para el puesto", rezaba el pasado miércoles la pancarta de uno de los asaltantes al Congreso. En cuanto a su retórica incendiaria y a sus modos de matón, en cuanto sea presidente los dejará a un lado y será más institucional, decía el establishment republicano. Jamás sucedió.

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Trump no sólo era el líder del partido, era también el presidente del país y ya se sabe: el poder no sólo legitima sino que es el más potente de los pegamentos, así que el control que ejercería sobre el partido iba a ser tan absoluto como el de Tony Soprano sobre su banda de matones. El viejo gran partido era otra Torre Trump más. O como dijo Trump Jr. el miércoles pasado, nada del Partido Republicano: el Partido Republicano de Donald Trump.

Así fue como los Ted Cruz; los Lindsey Graham, senador republicano; los Mitch McConnell, líder del partido en el Senado; y tantos otros acabaron no sólo de su lado sino haciéndole la pelota como si hubieran sido amigos de toda la vida. Graham se acabó convirtiendo en uno de sus compañeros preferidos de golf en los campos de Virginia; McConnell lo acabó defendiendo y fue el principal artífice de que el impeachment contra el presidente no cuajara hace ahora un año; y Ted Cruz pasó de atacarlo a ser uno de sus adláteres más fervorosos hasta el punto de convertirse en el principal colaborador del presidente en la dispersión de los bulos sobre el supuesto fraude electoral, un papel que Cruz no ha jugado sólo en sus apariciones en los medios o en sus mítines, sino desde su mismo escaño en el Senado.

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Esta semana, Cruz fue el senador que lideró el intento del sabotaje de la validación de votos del Colegio Electoral, un proceso que es un mero ritual y que Cruz y una docena de senadores del partido (de los cien que hay en la cámara, de ellos 52 republicanos), convirtieron el miércoles en una batalla campal. Incluso cuando la sesión se retomó horas más tarde del asalto, ya con dos muertos confirmados sobre la mesa, Cruz y otros cinco senadores y más de 120 congresistas republicanos (de un total de 201) de la Cámara de los Representantes siguieron en sus trece. Unos números que indican que el trumpismo del partido, incluso en la resaca del asalto, no está ni mucho menos por los suelos.

Sin embargo, la tensión ha llegado a unas cotas que ha llevado a que, a pocos días del final de la legislatura, muchos republicanos se estén bajando del barco y hayan empezado a darle la espalda a Trump, aunque quién sabe si por haberse despertado de pronto del encantamiento o si por puro resultadismo, puesto que el balance del presidente estos cuatro años es el que es, lo ha perdido todo: la Casa Blanca y las dos cámaras del Congreso. Gritan ahora como el militar colaboracionista nazi Louis Renault en Casablanca: "¡Salgan inmediatamente! ¡He descubierto que aquí se juega!". Tras lo que Bogart, en medio del desalojo, le responde: "Sus ganancias, señor".

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Así que, ¿qué futuro se abre ahora para el viejo gran partido? ¿Seguirá abrazado a Trump o al trumpismo o volverá a sus presuntas esencias? Ésa es la tensión que le espera al partido de Lincoln en su futuro a corto y medio plazo. Trump, aparte de dejar caer a través de su entorno que baraja presentarse como candidato dentro de cuatro años, no da su proyecto (llamémoslo ideológico) por cancelado. En un mensaje transmitido la mañana del viernes en Washington, horas después de haber condenado forzadamente el asalto al Congreso y de prometer un traspaso de poder pacífico aunque sin nombrar jamás a Biden ni aceptar el resultado electoral, el presidente tuiteó el siguiente mensaje, tan fiel a su inconexo estilo como rotundo en el contenido: "Los 75 millones de grandes patriotas estadounidenses que votaron por mí, AMERICA FIRST y MAKE AMERICA GREAT AGAIN, tendremos una VOZ GIGANTE en el futuro. ¡¡¡No van a despreciarnos o a tratarnos injustamente de ninguna manera, modo o forma!!!". 

En estos cuatro años, lo cierto es que, hasta el asalto al Congreso, sólo ha habido un puñado de voces en el Congreso claramente discrepantes con Trump en el partido republicano, de entre las que ha descollado una: el senador por Utah y candidato a la presidencia en 2008, Mitt Romney; el único de ese partido que votó a favor de revocar a Trump en el impeachment de hace un año. Ahora, con el partido a menos de dos semanas de perder todo el poder, tras el asalto al Congreso, empieza a haber republicanos que, de forma voluntaria o movidos por el contexto, parecen estar despertando de su ensoñación.

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Ya el miércoles, en la sesión del Congreso antes de ser tomado por la turba trumpiana, el líder republicano en el senado, Mitch McConnell, pidió a los suyos que no torpedearan el proceso electoral, en contra de la estrategia de Trump. El propio vicepresidente, Mike Pence, quien lleva cuatro años alabando mucho a Trump pero también quitándose de en medio en cuanto puede, desoyó las presiones del magnate en ese sentido. Poco a poco, parte del núcleo duro ha ido dejando de estar a los pies del mandatario.

Todo eso fue antes el asalto al Congreso. Tras él, el goteo se fue haciendo mayor hasta el punto de que el jueves cayó el primer congresista del partido que se manifestó a favor de revocarlo: fue el representante por Illinois Adam Kinzinger, republicano centrista y frecuente crítico de Trump, quien en un mensaje de vídeo publicado en su cuenta de Twitter, dijo: "Ésta es la verdad. El presidente causó esto. El presidente no es apto para el cargo, no está capacitado. Debe renunciar ya voluntaria o involuntariamente". El viernes, llegó el turno de los primeros senadores de ese partido a favor del impeachmentBen Sasse, de Nebraska, y Lisa Murkowski, de Alaska, estados muy republicanos.

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A esto se le añade la cascada de dimisiones en el equipo de Trump tras los sucesos del Congreso, entre ellas las secretarias de Transportes y de Educación, Elaine Chao y Betsy DeVos, respectivamente, que dejaron sus cargos el jueves. De entre los miembros del equipo personal de Trump en la Casa Blanca, ha habido también notables dimisiones como la de Mick Mulvaney, su exjefe de Gabinete y enviado especial a Irlanda del Norte; la jefa de Gabinete de Melania Trump, Stephanie Grisham; el viceasesor de Seguridad Nacional, Matt Pottinger; la vicesecretaria de Prensa, Sarah Matthews; el secretario de Asuntos Sociales de la Casa Blanca, Rickie Niceta; o el presidente en funciones del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, Tyler Goodspeed. Hay también gobernadores, como los de Vermont y Maryland, que pidieron a Pence que activara la enmienda 25 para destituir a Trump.

La sangría, que se produce tras años de silencios y complicidades con el jefe, cuando no de aplausos y apoyos orgullosos, refleja que Trump no está en su momento álgido en cuanto a su poder o legitimidad absoluta dentro del partido, pero tampoco está naufragando: continúa teniendo sólidos soportes y esto abre la brecha a la polarización interna en la que dos proyectos diferentes, el tradicional y el trumpismo, pugnarán en los próximos meses y años por tener la primacía y el timón de un partido cuyas bases siguen estando en no poca medida con Trump, quien tanto las ha enardecido y hasta empoderado. Siempre es oportuno elucubrar con datos sobre la mesa. Según una encuesta de YouGov publicada el jueves, el 52% de los votantes republicanos opina que la culpa del asalto al Congreso la tiene nada menos que… Joe Biden. Y otro dato aún más preocupante: el 45% de los votantes de ese partido aprueba el asalto al Congreso.

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Hasta qué punto las bases del partido van a permitir un líder más moderado o más institucional, es la gran incógnita que se plantea a corto plazo. Y es una cuestión que no se plantea sobre un castillo de naipes: el mismo viernes, en plena resaca aún del asalto al Congreso, un grupo de seguidores de Trump coincidió en el aeropuerto nacional de Ronald Reagan de Washington con el senador Lindsey Graham. Éste no ha dejado de ser un férreo aliado de Trump y hasta ha dejado claro que rechaza el impeachment frontalmente. Sin embargo, tras la jornada del miércoles no apoyó la estrategia de Trump de bloquear el resultado electoral y ya se sabe que los matices no conjugan bien con el fanatismo: cuando los seguidores de Trump se cruzaron con él en los pasillos del Ronald Reagan, le hicieron un escrache y le gritaron la menos interpretable de las advertencias: "¡Traidor!".

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