La democracia pierde brillo en 2018
La calidad democrática en el mundo está en regresión. Varios rankings globales lo corroboran. Todos destacan el retroceso de EEUU, a cuya democracia catalogan algunos de estos estudios de deteriorada desde que Donald Trump accedió a la Casa Blanca. También enfatizan la llegada del autoritarismo a Europa de la mano de la extrema derecha. Y, en general, la pérdida de libertades en países como Turquía, Venezuela, Hungría, Rusia, Camboya, Filipinas o Armenia.
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madrid,
El número de países con estándares de libertad democrática en 2018 se mantiene en 88, lo que representa el 45% de las 195 naciones del planeta, que dan cobijo a algo más de 2.900 millones de habitantes. El equivalente al 39% de la población global, según el indicador anual de Freedom House, “organización independiente dedicada a la expansión de la libertad y de la democracia en el mundo”. En su barómetro sobre el estado de salud democrática se incluye otra terna de 58 estados, el 30% del total, con casi 1.800 millones de personas -el 24%- con sistemas a los que cataloga de parcialmente libres. Y un tercer escalafón, de enclaves sin estatus democrático, la cuarta parte de los territorios del planeta. Son 49 países, con 2.700 millones de habitantes, el 37% del censo global, más de la mitad de los cuales residen en China. En su diagnóstico de 2018, este think-tank, fundado en 1941, defiende que la "libertad es sólo posible bajo unos ámbitos políticos democráticos donde los gobiernos rinden cuentas ante sus ciudadanos, prevalecen los principios de legalidad y garantizan la libertad de expresión, asociación y creencias y el respeto a los derechos de las minorías y la igualdad de género".
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Bajo estas premisas, elabora su ranking año tras año. En su última edición, asegura que el primer bloque de países, los que ostentan modelos democráticos, ha crecido un 1% respecto a la visión de 2017, el mismo porcentaje que decrece, en este caso, en la enumeración de naciones con un sistema parcialmente libre. Mientras que los no democráticos permanecieron inalterables. Los cambios más significativos fueron los de Gambia y Uganda, que saltaron al escalafón de países con libertad parcial; Timor-Leste, que se encaramó al grupo de libres, y Turquía y Zimbabue, que bajaron a los territorios sin libertad. Entre otras cuestiones, porque la revisión de 2018 endurece el baremo sobre el conjunto de libertades civiles en cada país, admiten en el prólogo del estudio. Bajo los nuevos criterios, el listado de territorios con reconocimiento de democracias electorales se mantiene en 116 estados. Aunque Costa de Marfil haya perdido esta credencial, en favor de Nepal, que obtuvo la designación.
Sociedades divididas y crispadas
La radiografía de Freedom House ayuda a entender la atmósfera democrática en el mundo. Pero no sirve para responder por sí misma a la gran cuestión que ha surgido este año en la literatura de los observadores internacionales, que se han hecho esta pregunta de forma más recurrente que en cualquier ejercicio precedente. Al unísono con otros interrogantes del calibre de si hay una nueva ola de autoritarismo en el planeta, si la democracia podría sucumbir en EEUU o de si hay más riesgos de guerras civiles por las divisiones y la crispación que reinan en sus sociedades. Y sus respuestas encierran preocupación y sus mensajes, serias advertencias.
Por primera vez en la historia de la democracia se ha elegido presidente a alguien que disiente abiertamente de las normas constitucionales básicas
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Detrás de esta llamada de atención subyacen varias causas que han precipitado a democracias de todo el mundo a deslizarse por las arenas movedizas del autoritarismo. Dicho de otra forma: por la pérdida del respeto a las libertades. Públicas e individuales. Sin embargo, en el centro de estos movimientos telúricos surge la figura de Donald Trump. Tres pensadores se hacían eco en Financial Times del nuevo rumbo en el que navegan los acontecimientos. Yascha Mounk, de la Universidad de Harvard, autor de un libro en el que se cuestiona "por qué nuestra libertad está en peligro" habla abiertamente de que, "por primera vez en la historia de la democracia más antigua y más poderosa del mundo se ha elegido presidente a alguien que disiente abiertamente de las normas constitucionales básicas". A su juicio, "incluso si Trump, en un hipotético futuro, acaba siendo controlado por el sistema de equilibrio de poderes que rige en EEUU, la decisión del electorado americano al elegir a alguien con perfil autoritario en la oficina más poderosa de la Tierra es un mal augurio". Timothy Snyder, catedrático de Historia en Yale, escribe en su libro Camino hacia el Final de la Libertad que la democracia en América se apresura hacia su reducción en línea con la predicción de William Galston, investigador de la Brookings Institution, de que "el populismo amenaza la democracia liberal" tal y como la hemos concebido hasta ahora.
Los tres analistas creen que hay sobrados botones de muestra del peligro de que se deterioren los sistemas democráticos. Menos de un tercio de los millennials que viven en EEUU creen que es extremadamente importante vivir en un marco de libertades. Frente a más de las dos terceras partes de los estadunidenses de avanzada edad. La visión idealista de la democracia se pierde a un ritmo vertiginoso. En 1995, sólo uno de cada dieciséis norteamericanos era favorable a que las normas militares supervisaran el sistema político del país. En 2011, ya era uno de cada seis. Un caldo de cultivo que Trump supo rentabilizar en su campaña electoral. Y que ha propiciado, también, la irrupción de nacional-populismo en Europa. Con claras raíces en la extrema derecha. Otras encuestas señalan que esta condescendencia hacia el control del estamento militar a las democracias también crece en Reino Unido, India o Alemania. Es lo que el consenso de expertos en materia de libertades define como la paulatina divergencia del liberalismo y la democracia.
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Crisis de la democracia liberal
El psicólogo Roger Paxton, considera que gran parte de esta regresión democrática se debe a la pérdida de interés social por las convocatorias electorales. "La democracia, entendida como las normas de la ciudadanía, y específicamente la liberal —sistema con derechos individuales y con libertades protegidas— es la parte esencial de la herencia política occidental", afirma. Pero ahora, está en peligro. Después de décadas de funcionamiento, la participación en el Reino Unido, por ejemplo, ha pasado de suponer el 84% del electorado, en las citas con las urnas en la década de los cincuenta del siglo pasado, al 66%. Entre las causas de esta creciente abstención, Paxton se aventura a destacar una por encima de cualquier otra: la pérdida de confianza de los británicos en su clase política. Sólo el 21% de los ciudadanos de Reino Unido con derecho a voto considera que sus representantes en las instituciones dicen la verdad, frente al respaldo que les inspira, por ejemplo, los médicos (89%) o el profesorado, un 86%. También resalta la baja calidad de sus estándares democráticos, recreada desde los medios de comunicación y las redes sociales desde donde se propagan fake news, informaciones sin contrastar y, por supuesto, episodios de post-verdad. Las sociedades se han dividido, primero, e ideologizado, después. Para lo cual no se duda en lanzar acusaciones, fundadas o no, contra la independencia de la justicia y contra la integridad de los procesos democráticos. Como colofón, habla de factores externos, entre los que cita la creciente inseguridad global y el aumento de la desigualdad de rentas entre ricos y pobres tras la crisis de 2008.
En Occidente hay una pérdida de interés social por las elecciones, un retroceso de la confianza en los políticos, propagación de falacias en los medios y un deterioro de la independencia judicial
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Todo ello ha generado una parálisis política en las democracias occidentales, con fragmentación de criterios y de decisiones entre gobiernos y parlamentos, un amplio espacio de indecisión que han aprovechado naciones como Rusia, con bajas cotas democráticas, o China para emprender estrategias efectivas para sus intereses geo-políticos, tratar de expandir sus territorios estatales, reclamar un nuevo estatus hegemónico o poner en tela de juicio el actual orden global. Además de conformar un estado de opinión en el que se minimiza cualquier negligencia económica de sus líderes, a los que, sin embargo, se les consiente sus mensajes populistas o falaces, que ellos se apresuran a explotar. Porque saben cómo rentabilizar esos resentimientos colectivos y cómo extender sobre ellos una serie de prejuicios para consolidar sus carreras electorales.
La democracia experimenta, pues, una crisis de legitimidad. No es nuevo. Ni se debe achacar en exclusiva a Trump. En EEUU, esta atmósfera lleva décadas gestándose. Aunque sea ahora, bajo su Administración, cuando más nítidamente se aprecia su falta de respeto a las instituciones, las leyes y los valores del sistema americano. El Tea Party, el lado más ultranacionalista del partido republicano ha sido un buen termómetro de situación. Su conexión con el Kremlin para ganar los comicios presidenciales, los obstáculos y las acusaciones al FBI para impedir un impeachment que sobrevuela desde casi el comienzo de su mandato por el Capitolio o su propensión personal al uso de las armas nucleares para "destruir totalmente" Corea del Norte o para amenazar a Irán son revelaciones de ese tránsito hacia el autoritarismo. Al igual que su propensión a gobernar mediante órdenes ejecutivas. Con las que ha iniciado una guerra comercial sin precedentes y un conflicto migratorio sin parangón. No sólo por su intento de levantar un muro a lo largo de la frontera con México o mandando al Ejército a actuar para contener la caravana de inmigrantes latinoamericanos. También a la hora de impedir el acceso de ciudadanos musulmanes de siete Estados que considera fallidos y peligrosos para la seguridad nacional. O cuando designa, contra viento y marea, a magistrados ultraconservadores en el Supremo o decide retirar el ObamaCare, el sistema de universalización de la Sanidad en el país.
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Elecciones con giro autocrático en 2018
Pero el fantasma del autoritarismo se ha propagado por todas latitudes. Como si los votantes, en los países donde rige el sistema electoral, mostraran su deseo de dinamitar los pilares sobre los que se han erigido las democracias. En Hungría, Rusia, Turquía o Venezuela, donde ha habido convocatoria con las urnas, sus dirigentes han consolidado su poder. Mientras que en Colombia o Brasil han vencido políticos propensos a ejercer su labor ejecutiva con mano más dura. Y, en la UE, ha emergido un gobierno en Italia con claros tintes populistas, de uno y otro signo, aunque dirigidos desde la neofascista Liga Norte, y en los países nórdicos la extrema derecha ha logrado cuotas de poder legislativo y gubernamental. En los ámbitos nacional y local y también en sus parlamentos.
Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, Putin en Rusia, Maduro en Venezuela, Duterte en Filipinas y Hun Sen en Camboya han protagonizado las mayores derivas autoritarias en 2018
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Hay otros indicadores que corroboran esta deriva. El de V-Dem’s evalúa la calidad democrática y en su versión de este año, asegura que ha empezado a declinar. Monitoriza doce factores que determinan la salud de un país como si las contiendas electorales se desarrollan con fair play y si hay competencia leal entre los partidos, los límites a las acciones de los gobiernos o el nivel de protección a las libertades civiles y a los derechos de las minorías. Anna Luehrmann, una de sus subdirectoras y Antigua diputada del Bundestag, resalta que algunos de las mayores caídas de su índice se han producido en países que han tenido comicios este año. Por ejemplo, Turquía, donde Recep Tayyip Erdogan, el líder más longevo de la historia moderna de la nación otomana, convocó la cita con las urnas bajo la ley de emergencia. Tras ganar un referéndum que inclinaba el poder sobre la jefatura del Estado en detrimento de la oficina de primer ministro, dando así al traste con una larga centuria de investidura del responsable del Ejecutivo bajo la aprobación del parlamento. Además de detener a docenas de periodistas, más que en ningún otro país del mundo. En Hungría, desde la irrupción en el Gobierno de Viktor Orban se ha producido cambios en la Constitución, controles sobre la Justicia e intermediación en los medios de comunicación.
La táctica de Vladimir Putin también merece su reprobación. En su reciente victoria electoral, el presidente ruso se benefició de amplias restricciones políticas que han expulsado de la carrera política a candidatos sobre los que pendía una larga lista de prohibiciones para concurrir a las urnas. Alexey Navalny, el opositor con más respaldo social, se quedó fuera de la contienda. En Venezuela, Nicolás Maduro ha encarcelado a sus oponentes, ha desligado a la oposición de la legislatura en curso y ha impulsado una cámara legislativa tan sólo con sus correligionarios, con objeto de reescribir la Carta Magna a su antojo. En un país al borde del colapso económico y de la emergencia humanitaria. También las instituciones oficiales se han deteriorado en Camboya bajo la prolongada estancia como jefe de Gobierno de Hun Sen. En Filipinas, Rodrigo Duterte ha expulsado al máximo responsable de la Justicia de su país, acción que ha sido calificada por la ONU como un ataque a la independencia judicial. Mientras emprendía medidas de castigo para silenciar a sus críticos y su lucha contra el narcotráfico ha ocasionado miles de muertes de forma extrajudicial.
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Entre los que mejoran su calificación destaca Gambia, que ha tenido el primer cambio de poder pacífico desde su independencia en 1965, y Nepal, que realizó las primeras elecciones locales el pasado año en su lento tránsito de la monarquía a la república.
Sobre Europa, EEUU y Canadá, asegura que, pese a estar dentro de las sociedades más libres y abiertas, sus notas están a la baja desde 2012. La mayor potencia del planeta ha experimentado un retroceso en su indicador desde el quinto lugar de esa fecha hasta el trigésimo primero en sólo cinco años. Entre otras razones, por las interferencias exteriores en las elecciones, el recorte de la transparencia de la Administración Trump, la debilidad del poder legislativo en contraste a la capacidad de acción del Ejecutivo y una pérdida de independencia y de rigor informativo entre sus medios de comunicación. En alusión a los propulsores de fake news. De Europa, menciona de manera más contundente la pérdida de valores democráticos en Dinamarca, a raíz de sus reformas legales contra las rentas bajas y su población musulmana impulsadas por el Partido del Pueblo Danés, que consiguió el 25% de los sufragios en los comicios de 2015 y que presenta en su programa un sesgo claramente contrario a la inmigración.
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Noruega, el ‘top-one’ democrático
Su ranking lo encabeza Noruega. Igual que el de Freedom House, con quien coparticipa en otras evaluaciones, y el de Economist Intelligence Unit. En este último, aún de 2017, le siguen Islandia y Suecia. Con Nueva Zelanda como el único país no escandinavo en el top-five. Su diagnóstico es contundente: desde la crisis, la democracia en el planeta se ha deteriorado y, con ella, la libertad de expresión, que ha pasado a ser una seria preocupación global. Analiza 165 estados a los que cataloga bajo cuatro postulados. Los plenamente democráticos, los que tienen una democracia deteriorada, los regímenes híbridos y los autoritarios. "Casi la mitad de la población viven en los espacios democráticos, pero sólo un 4,5% lo hacen en países del primer bloque. En 2015, era un 8,9% del censo mundial", afirman sus expertos. Este descenso se debe, casi en su totalidad, a la caída de EEUU, que ha pasado a ingresar en el grupo de democracias deterioradas. Al igual que Francia e Italia, por el ascenso de la extrema derecha, esencialmente. A España la sitúa en el puesto decimonoveno, el último de la lista de naciones plenamente democráticas, un peldaño que podría perder después de la aparición de Vox en la escena política. Antecede a Corea del Sur y se sitúan por detrás de Uruguay.
"Los gobiernos libres están en franca recesión" debido a la reedición del fascismo, dice la ex secretaria de Estado Albright, después de tres décadas (1975-2005) de crecimiento constante de sistemas democráticos
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Recientemente, Washington Post entraba a valorar este nuevo escenario y señalaba tres países como los que han registrado un mayor retroceso en 2018 en sus niveles democráticos. Armenia, donde su presidente, Serzh Sargsyan, que ha sumado su décimo aniversario en el poder, se ha hecho también con la jefatura del Gobierno mediante un cambio constitucional y ha arrestado al periodista Nikol Pashinyan, que promovió protestas pacíficas para devolver la capacidad de control al Parlamento, Etiopía y Perú.
Madeliene Albright, a la que Bill Clinton convirtió en la primera secretaria de Estado del país, es una de esas voces que claman contra el peligro del autoritarismo. "Del fascismo", le gusta decir sin tapujos. A su juicio, los gobiernos libres "están en franca recesión, en decadencia, en total retroceso, completamente asediados". Hasta asegurar que "el mundo libre se encuentra ante la más seria amenaza desde el final de la Segunda Guerra Mundial". Albright piensa abiertamente que la democracia, en EEUU y en el mundo, está en peligro. Después de tres décadas, entre 1975 y 2005, en los que, como recuerda Polity, otro think tank, la democracia fue capaz de expandirse desde el 25% al 58% de los países de la Tierra.