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Retorno a la playa de alma latina

Las víctimas de la tragedia buscaban en Castelldefels la fiesta y el paisaje de sus orígenes

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Salieron hacia Castelldefels a esta misma hora, quizá en este mismo desesperante tren de cercanías que se detiene en todas las estaciones. Sólo ha pasado un día desde que doce personas, en su gran mayoría jóvenes menores de 25 años y de origen suramericano, murieron arrolladas en las vías en plena verbena de San Juan.

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Pero como la vida sigue, hay que seguir tomando el tren para llegar a algún lugar. Es lo que acaban de hacer Jessica (18), peruana, Daniela (16), colombiana, Melanie (19), ecuatoriana, Diana (17), española, Leslie (17), ecuatoriana y Chamaquito (18), ecuatoriano.

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Llevan un carrito con una niña de un año, la hija de Melanie, que ésta amamanta entre cigarro y cigarro sacándose un pecho de su top de adolescente sexy. Cuando salen de fiesta van a Castelldefels, a la zona del puerto, a discotecas como El Gran Caimán porque ahí ponen salsa y reggaeton. Todos se han enterado del accidente. Chamaquito dice que al amigo de un amigo van a amputarle la pierna. Daniela también conocía a una de las víctimas mortales.

A esa edad se corre, se saltan las normas porque sí, porque es lo que toca. Y treinta minutos de viaje parecen un siglo, por eso se levantan de sus asientos, se sientan en las escaleras, se empujan, se hacen fotos con el móvil y salen a fumar entre los vagones. O ni siquiera salen, fuman ahí, al lado de otros pasajeros que leen en ese mismo instante en sus periódicos que la causa de la tragedia ferroviaria fue el incivismo. Pero ellos no son los únicos que fuman, también lo hace un hombre, español, de uno 50 años. No hay ni un guardia a la vista, ni un solo controlador.

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En este mismo vagón viaja un grupo de chilenos que acaban de ver a la selección de su país perder ante España, "pero jugando mejor", acotan. La novia de uno de ellos lleva puesta la camiseta española. Se van a celebrar a la playa. Más allá, otro grupo de chicos hace sonar desde un móvil un politono del famoso ritmo del perreo, el reggaeton más sexual.

Israel (18), ecuatoriano, es el líder de estos siete jóvenes que ocupan medio vagón y estiran las piernas sobre los asientos con poses chulescas ante la mirada asqueada y temerosa de algunos viajantes. Es el más educado y hay algo de melancólico en sus palabras. Le llaman El Filósofo, porque es, según sus colegas, "el único que piensa bien las cosas". Las manos de Israel acompañan sus palabras, como si tuviera pequeñas pistolas que disparar al aire, la clásica gestualidad manual del rapero. Lleva pendientes y cadena plateados, gorra de béisbol, camiseta negra satánica y enormes zapatillas blancas. Habla de El Primo, otra víctima del accidente.

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Le dice a Gonzalo (18), argentino, que me cuente lo de Chichi, también herido. ¿Han cruzado ellos alguna vez la vía del tren? "Eso está claro. Pero no es cosa de latinos nomás. Chinos, negros, blancos y muchos yayos, aunque no lo creas, violan la ley", responde Israel o Cripta, para los que conocen su faceta de cantante. Todos los animan a improvisar una estrofa sobre el atropello, lo aplauden, le dicen que se va a hacer famoso. Él se resiste pero al final se lanza:

"La vida siempre sigue / el tiempo no se para / por más cosas que digan / no te sirve para nada. /Ahora mis panas están encerrados. Yo no sé cuándo volverán /pero aquí en mi corazón / quedan guardados". Melanie, Jessica y Daniela salen a fumar. Ellos las siguen. Hablan, coquetean, se burlan unos de otros. La bebé da algunos pasos torpes, el movimiento del tren la hace caer de espaldas, pero no llora. "Nunca llora esta niña, es alucinante", dice Diana.

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Los jóvenes que van en este tren son suramericanos hijos de suramericanos. En España, una de las primeras cosas que aprende alguien que ha nacido en Colombia, Ecuador, Perú o Bolivia es que aquí pertenece al grupo de Los Suramericanos —salvo los argentinos, a los que sí se les llama argentinos—. Antes de emigrar, el ecuatoriano medio, por ejemplo, no se ha sentido otra cosa que ecuatoriano y, si se quiere, latinoamericano, un sentimiento que lo une por igual a un mexicano como a un cubano y a un chileno. Sin embargo, en España, haber nacido en el sur de América, ser inmigrante de un país atravesado por los Andes es como ser un adolescente en un vagón de tren a media noche.

Si eres de un país subdesarrollado eres una persona subdesarrollada, alguien no completo, sin los recursos suficientes, sin la educación suficiente. Alguien que viene a trabajar en el sector del servicio y que con mucho esfuerzo ha conseguido traer a los hijos que dejó muy pequeños en su país y que ahora son los que deben pasar el difícil trance de la adolescencia en un lugar extraño, de códigos extraños. El padre de Israel es cocinero y su madre limpia casas.

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Los padres de David (18), peruano, están ambos en el paro. William (16), ecuatoriano, contesta que no sabe qué hacen sus padres. Sus colegas ríen. El padre de Jessica trabaja en una empresa de transportes; el padre de Chamaquito en una residencia de ancianos.

Próxima parada: Castelldefels playa. "Hay que pintarnos los labios", dice Daniela. Las chicas obedecen.

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Al lado del apeadero de Castelldefels, desde donde no se puede ver el mar, viven los latinos, curiosamente en calles que se llaman como sus propios países: calle Venezuela, calle Colombia, calle Ecuador, calle México, calle Paraguay. Casteldefels es como un continente de juguete, pero esta estación nunca volverá a ser la misma. Y esta tampoco es una noche de fiesta, es una noche de resaca. La resaca de un trago tan amargo como la muerte, así que no esperemos jolgorio. Sólo caerá un petardo triste cada media hora.

El apeadero está oscuro y casi desierto, el único rastro de lo ocurrido quizá sea este silencio estremecedor; dos guardias solitarios pasean por el andén mirando atentos a los lados. Les decimos que queremos acercarnos al pequeño altar de flores.

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"Vale, pero con cuidado, caminad bien pegaditos a la pared", dice uno. El trauma es de todos. Junto a las flores, el siguiente obituario: Residencia Santa Rita. Compartimos vuestro dolor.

Sólo hay otras dos personas, además de los guardias, en medio de la penumbra: dos camarógrafos de TV3 haciendo foco sobre las vías. Han pasado todo el día registrando las imágenes de peatones que sin aprender la lección, aún después de la tragedia, han seguido cruzando temerariamente los rieles. En una hora y media, cuentan, hasta cuatro personas lo hicieron en la estación de Gavá. En Castellfels nadie se ha atrevido.

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En el descenso, Ana Rosa Ríos (54) y Javier Ospina (49) —una pareja de esposos colombianos, diez años en España él, cinco años ella; pensionista él, desempleada ella— que han salido a dar un paseo recuerdan el horror de esa noche, al despertar de madrugada con el ruido de los petardos, encender la televisión y enterarse del accidente. Esa tarde su hijo había anunciado que pasaría la verbena en la playa. Fueron a la habitación de Javier Eduardo (20) y no lo encontraron. Lo llamaron y no lo cogió a la primera. Pero lo cogió a la segunda. Entonces respiraron. "A mi hijo yo le he enseñado a no meterse jamás sin ticket. Él estudia ingeniería electrónica, es un buen muchacho. Al final contestó y me dijo, papá, no hace falta que vengas a buscarme, estoy a cinco minutos. Está con la novia ahora. Lo de esos chicos ha sido cien por cien imprudencia", opina el marido. "Pero, amor, no había ni un solo vigilante, en un día así, con la oscuridad y las aglomeraciones...", le discute su mujer.

Además de la juerga en los chiringuitos de la playa, el botellón en la arena y en los parkings a coche abierto, los dos grandes núcleos de la fiesta latina en Castelldefels son el paseo de los baños y Port Ginesta. Su hijo Javier Eduardo, dice Ospina, prefiere ir a al primero, a un local llamado Salsafels. Hoy viernes, señala, no hay tanta marcha como los sábados y menos en un día de luto, pero "el muerto al hoyo y el vivo al baile, decimos en mi pueblo". Los Ospina nos llevan en su elegante camioneta hasta el lugar donde su hijo suele divertirse, un paseo peatonal salpicado de locales en ebullición.

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En la discoteca Axioma, está Claudio Díaz (32), argentino; llegó hace diez años a Castelldefels y vive de impartir clases de salsa a un grupo de españoles que hoy vienen a demostrar los conocimientos adquiridos. Este es uno de los tantos lugares comunes laborales que puede hacer un suramericano: enseñar a la gente a mover el cuerpo, a sonreír mientra sacuden las caderas, a preparar copas exóticas, animar una discoteca, poner discos.

En Castelldefels, además, abundan los locales que son propiedad de latinoamericanos. En Bye Bye Brasil, los asistentes imitan los pasos de dos chavales brasileños fibrosos. "Vamos, vamos, todos a bailar, a sacar pareja, amiga, amigo", dice en Salsafels, el animador de nacionalidad peruana. Lo mismo ocurre en la Gaviota, en el bar Costa Rica, en El Péndulo, en Luz de Luna.

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Javier, español, lleva veinte años trabajando de noche. Es el controlador de acceso de Salsafel. Su trabajo consiste en dar a la entrada un vale por una consumición obligatoria que hay que devolver a la salida. Según él, ésta es la única zona digna para la diversión que queda en Castelldefels, pues Port Ginesta se ha degradado en los últimos años. "No es por racismo, yo tengo una compañera de piso argentina; te lo digo porque lo he visto con mis propios ojos, he visto evolucionar al sector en dos décadas: esto es una mierda desde que llegaron los inmigrantes. Ahí sólo hay peleas a navajazos."

Vamos a averiguarlo. Nos lleva un taxista completamente paranoico pero muy colaborador. Me pide que lo identifique como Adrián, el 35. Su tío es policía y lo llama todo el rato para que le dé detalles de la próxima redada. "Ese es el coche camuflado", dice señalando uno a los lejos. "La semana pasada hubo un asesinato. Un camarero marroquí asesinó al hijo del dueño de un restaurante del puerto. Anteayer encontraron droga. Esto está lleno de mafiosos colombianos y rusos que con el dinero de la droga ponen negocios". Es demasiado temprano y el puerto todavía no está en todo su esplendor.

El dueño del Gran Caiman, Jordi, salió hace 17 años de la isla y creó este local que es el favorito de la comunidad suramericana. Hace poco la policía detuvo a tres colombianos dentro por posesión de drogas. Estuvo tres meses precintado. En la discoteca La Jungla está Judit (28), dominicana, bailando de la mano con Sara (21), la chica marroquí más bella que he visto en mi vida, relacionista pública del Bhuda Bar. En el Sandunguito, encontramos a Luis Alberto (27), cubano que viene de Barcelona a Castelldefels porque "aquí hay más gente latina y los locales son muy guapos". En Sabor Tropical, las primas ecuatorianas, Ximena y Karina, cuyas madres trabajan en una residencia de ancianos, piensan quedarse hasta que cierre el local. Raquel de Perú y su novio español beben una caipiriña. La cubana Telma, la profesora de salsa más famosa del pueblo, baila rodeada de sus alumnos, todos españoles. Los sudacas y sus hijos no sólo cuidan a los abuelos, en Castefa también les hacen bailar, aunque a las tres de la mañana de este viernes los locales todavía siguen a medio gas.

No, esta noche no va a ser una noche inolvidable pero es el inicio de la temporada, tanto para los que trabajarán en los restaurantes de primera línea de mar, como para los rumberos que han terminado por colonizar Sant Joan de la misma manera en que lo han hecho con La Feria de Abril o La Fiesta Mayor de Sants en esta Catalunya de las Ordenanzas de Civismo.

Y en el cielo quemará ese mismo sol de justicia que no verán ya doce personas.


En América del Sur se da la bienvenida al nuevo año y al verano en la misma fiesta. El 31 de diciembre los más jóvenes acampan en las playas, hacen arder monigotes con los caras de sus gobernantes en hogueras y lanzan petardos en cada esquina. Los que han emigrado al hemisferio norte verán cambiar sus vidas como se invierten las fechas de los solsticios. Su verano se convertirá en invierno y, con mucha suerte y empuje, su invierno se convertirá en verano. Mientras al otro lado del océano sus familias, todo lo que alguna vez llamaron raíces, celebran el Inti Raymi, la fiesta del sol para el mundo andino, en Europa llega el nuevo año pero también la larga y cruda estación del frío que no merece ni un petardo en el cielo. Por eso la verbena de San Juan es lo más parecido que encontrará un latinoamericano en Cataluña a aquel entrañable ritual pagano de mudar de año. El grupo de jóvenes que cruzó las vías iba al encuentro de este nuevo comienzo.


La de Castelldefels recuerda más que ninguna otra playa catalana a las amplias planicies costeras del Pacífico. Cada verano, de día y de noche, esta playa recibe miles de visitantes latinos, que llegan desde Barcelona tan solo con su T10, zona 2, y de los pueblos aledaños. En San Juan ya es una tradición que las decenas de discotecas y chiringuitos “para latinos” de Castefa organicen conciertos y fiestas con salsa, cumbia y vallenato. Castelldefels es uno de los municipios  con mayor población sudamericana de la zona. En cuarenta años el número de habitantes se ha cuadruplicado por la presencia de inmigrantes, de los cuales un 32 por ciento son sudamericanos. Vivir en este pueblo no es ningún chollo. Aquí tienen sus mansiones Lionel Messi y Touré Yayá. Pero por lógica, donde vive gente con dinero, vive gente sin dinero, por lo que se pudiera pillar; es la lógica del inmigrante. 

* Gabriela Wiener es una escritora y periodista peruana residente en Barcelona, autora de los libros Sexografías (Melusina) y Nueve Lunas (Mondadori).

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