El poeta Ángel González habría que sumarlo a la lista de ganadores del Premio Adonais. Ya logró un accésit en 1955 con su primer libro, Áspero mundo. Pero este año, definitivamente, se lo merecía. Al menos en parte. Y no por ninguna obra. De hecho, González falleció en enero de 2008 cuando, con 82 años, pulverizaba el límite de un premio para menores de 35. Lo que lo hace acreedor de un buen trozo del galardón es el recital que dio en noviembre de 2006 en Albacete, al que asistió Rubén Martín, un joven al que le cambió la vida.
“Leí su nombre en el periódico y me picó la curiosidad. Ni siquiera sabía quién era. Decidí ir a ver qué tal”, cuenta Rubén, de 30 años. Su conocimiento de la poesía se limitaba entonces a haber leído “por encima” a Lorca, a Machado, a Alberti... Poquito más. Y –lo más llamativo– ni siquiera le entusiasmaba lo que conocía.
“Jolín, qué poesía”, cuenta Rubén que pensó tras aquel recital de González. “La que había leído tenía un soniquete como cansino para mi gusto... Pero esta era distinta, con otro ritmo, sin rima. No todo eran los ojos, las flores... Y su forma de recitar era impresionante”.
Y vaya si lo dejó impresionado. Rubén Martín, aquel joven sin bagaje ni formación que acudió al recital, ha recogido el 16 de marzo de este año el Premio Adonais –ese del que merece un trozo el señor González– por El minuto interior, su segundo poemario.
Aprendizaje de la métrica
Así que González cogió un lector aficionado y, terminado su recital, devolvió al mundo un Adonais en ciernes que sumaría su nombre, poco más de tres años después, a los de José Hierro, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, Blanca Andreu, Luis García Montero... Casi nada. Rubén decide hacerse poeta aquel 14 de noviembre de 2006. Empieza a devorar poesía y abandona su pretensión de escribir relatos. Lee sobre todo en castellano. Comienza por el propio González, por supuesto, y por Arturo Tendero. Le entusiasma la generación del 50.
Y empieza a escribir, sin más. “Ahora lo leo y me río, pero entonces estaba volcado”, cuenta. Fue Ángel Aguilar, reconocido poeta albaceteño que tuteló sus primeros pasos, quien le advirtió de que aquellos versos balbucientes tenían personalidad, pero no técnica. “Fue un jarro de agua fría”, admite Rubén.
Pero no se desanimó. Se hizo con varios manuales y fue progresando, desde los rudimentos de la métrica hasta la depuración técnica. En 2009 publicó su primer poemario, Contemplación. Y en 2010 le ha llegado el Adonais por El minuto interior, una obra que Rubén define como “de celebración de la vida, todo lo contrario del pesimismo que se imagina de un poeta”. “Parte del encanto de este poeta –cuenta Ángel Aguilar– es su pureza, su inocencia, su falta de contaminación literaria”.
Perfil inusual
Rubén no tenía, ni tiene, una formación que encaje con el típico perfil de refinamiento académico del poeta y que sólo rompen autores excepcionales como Miguel Hernández, al que Rubén ha leído con agrado pero que no forma parte de sus auotres de cabecera. Rubén no fue mal estudiante. Acabó su Bachillerato de Humanidades y aprobó la Selectividad. Pero luego, cuando pensaba estudiar “alguna carrera de Letras”, se cruzó la tentación del dinero inmediato trabajando en los campos de aerogeneradores de Albacete.
“Luego ya no me veía estudiando”, cuenta. No se arrepiente. Ahora, tras haber estudiado un ciclo superior de Formación Profesional, trabaja en mantenimiento de maquinaria en un polígono industrial. Pero le queda tiempo para escribir y leer de todo, pasando con desenfadado eclecticismo de Ruiz Zafón a Corman McCarthy, Quim Monzó –“Es genial”–, Sergi Pàmies, Paul Auster...
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