Moncho Alpuente, el cronista oficioso de la Villa
De cómo el nieto del pastelero de la calle del Pez se convirtió en el periodista que mejor explicó Madrid con ironía y humor
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De crío, Moncho Alpuente no destacaba especialmente por nada, de ahí el precoz desarrollo de una lengua afilada como mecanismo de defensa, que luego sería de protesta. Infancia de colegio de curas, aprendió en la calle y desaprendió en la iglesia. “Una de las primeras contradicciones que viví cuando era niño y, por lo tanto, católico por cojones, fue la de amaos los unos a los otros; y luego, dos bofetadas. Debo de ser de los pocos monaguillos a los que en mitad de la misa le dieron una hostia de las físicas, no de las místicas, por olvidarse de cambiar los evangelios”, recordaba un año antes de irse al otro barrio, traicionando por vez primera a su calle del Pez, donde nació en 1949.
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Estaba claro que era más de pieles rojas que de vaqueros: “Lo que más me molestaba era que el protagonista siempre se iba con la hija del sheriff en lugar de irse con la india, que se sacrificaba por él y era una maravilla de india”. Y si a aquellos encontronazos con la autoridad le sumamos su afición por el rebelde protagonista de Guillermo y Los Proscritos y por los tebeos de la época, cuyo subtexto velaba una España pobre, austera y represora, no es de extrañar que el niño Ramón terminase recurriendo en su vida y en su obra a la ironía y al humor, ese caballo de Troya de las dictaduras. “A mí me inspiró el repórter Tribulete, gracias al cual conocí el periodismo. También empecé a fijarme en que en La Codorniz había secciones a cargo de grandes escritores, como Jorge Llopis, y sin saber que existía me introduje en el periodismo satírico. Me apetecía hacer eso y comencé a escribir mis cositas con diez años”.
Moncho alternaría sus colaboraciones en prensa, radio y televisión con la literatura, el teatro y la música, siempre bajo el influjo de la sátira, el escepticismo crítico, la irreverencia y el absurdo, como reflejan los nombres de sus bandas: Las madres del cordero, Desde Santurce a Bilbao Blues Band o la más comedida Moncho Alpuente y los Kwai. Fue artista y cronista de la Movida, aunque trascendió el boom cultural de los ochenta, pues su curiosidad y erudición le llevaron a conocer la intrahistoria de los rincones de un Madrid que cabía en la palma de su mano. Sin embargo, el PP le negó el título de cronista oficial de la Villa, pese a descubrir la capital desde las páginas de El País y, por si de méritos se tratase, vivir a un paso de la plaza de Carlos Cambronero, que sí poseía el citado título.
Verborreico, sarcástico y ácrata, Madrid le mataba, por lo que a los cuarenta buscó refugio en Segovia, donde el bar más cercano le quedaba a la suficiente distancia para disuadirlo. Pero cuando llegaba el martes, como nunca tuvo a bien sacarse el carné de conducir, cogía el bus de La Sepulvedana, donde a veces coincidía con Dios Padre, al que le dedicó los Versos sabáticos. Ya en la calle del Pez, no perdonaba una. “Aquí venía a desayunar, si es que a tomarse un café a la una de la tarde se le puede llamar desayunar”, dice Lola de “un hombre que escuchaba y con el que podías hablar de todo”. Porque la cultura de Alpuente, lector empedernido, era muy oral aunque plasmase todo por escrito, hasta tal punto que había comenzado a reescribirse a sí mismo, como hacen los clásicos.
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