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Cuando llamar a tus hijos Lenin e Igualdad te costaba la vida

El pueblo lucense de Pol da sepultura digna 75 años después al 'zoqueiro' ilustrado José Antonio Rivas, asesinado por tener "muchos libros en casa" y ser republicano

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"Un varón desconocido", rezaba su certificado de defunción, pese a que el zoqueiro de Fraialde desaparecido en agosto del 36 sí tenía nombre: José Antonio Rivas Carballés.

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No fueron las zocas las que lo enterrarían a tres municipios, decenas de kilómetros y un olvido casi eterno de su aldea de nacimiento, en el ayuntamiento lucense de Pol. Fue, aseguran los que le han sobrevivido, su mente ilustrada, que trató de abrirse paso en aquella España opaca.

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"Para mí, la culpa la tuvo directamente el cura", recuerda Ramiro Rivas, uno de sus hijos, que ha venido desde Buenos Aires para dar digna sepultura a su padre, a quien "prácticamente" no conoció. Y a un niño de poco le vale conocer a su padre de forma teórica. "Tenía cuatro años cuando se lo llevaron".

Ramiro, en realidad, no siempre se llamó así. Ni María Digna, su hermana, tres años menor. Su progenitor –que contaba con seis vástagos, entre uno y catorce años, cuando lo pasearon los falangistas– decidió ponerles Lenin e Igualdad, pero el párroco se negó a que la revolución rusa y la república francesa se dieran un chapuzón en la pila bautismal. 

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"No nos quiso bautizar. De ahí, el motivo de su desaparición, que partió del cura y de algunos otros más", cree Rivas, que subraya que su padre "era una persona normal, pero con un grado más de cultura" que sus coetáneos, vecinos de una minúscula parroquia de la montaña luguesa perteneciente a un ayuntamiento que hoy no alcanza los 2.000 habitantes. El sacerdote, con una instrucción superior al resto, pero que rivalizaba con la de un artesano autodidacta cuyo horizonte trascendía las fronteras de la comarca de Meira, le cogió ojeriza.

"Leía muchos libros, tenía una mentalidad sobresaliente, estaba de acuerdo con la República y, cuando nací, había evolucionado con la revolución rusa, de ahí mi nombre", rememora este emigrante gallego en Buenos Aires, adonde llegó en 1952 con su madre, su hermana y el hatillo a cuestas. Ese viaje, precisamente, sirvió para tejer el hilo de Ariadna que le terminaría guiando a los restos de su cadáver.

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Josefa Pérez Veiga, como la viuda del náufrago que precisa acreditar su muerte para encauzar una nueva vida, necesitaba demostrar que era la única tutora de aquellos mocosos para echarse al mar y hacer las Américas, ya que el cónsul argentino le exigía el comprobante de que había perdido a su marido. "El juez de paz dijo que se lo daría, pero a cambio de 2.000 pesetas", afirma Ramiro, retrotrayéndose a un tiempo remoto en el que escaseaban las perras gordas y chicas. "Sin él, mi madre no era soltera, ni separada, ni viuda, ni nada". Comenzó entonces a llamar a cuanta puerta había en la redonda, hasta que consiguió un certificado de defunción, gratis, gracias al cura de Portomarín. Un papel que decía: "Varón desconocido, 36 años". José Antonio tenía, en realidad, tres más.

Aquel hombre sin nombre suponía, en un país que se resquebrajaba, víctima de un seísmo alzado en armas, "un peligro". Consciente de ello, un sobrino corrió a avisarle cuando la Falange se plantó en una localidad cercana para enterrar a un difunto del bando nacional, caído en el frente. "Mi tío, un republicano con ideología definida que sabía de esto, ordenó que le diesen el recado, pero mi padre no se movió. Dijo que trabajaba de lunes a lunes para alimentar a su familia y que no temía nada porque no hacía mal a nadie", explica Ramiro, quien ayer pudo enterrarlo como es debido tras el acto de entrega de los restos en el consistorio de Pol.

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Allí, junto a su esposa e hija, asistió a un reconocimiento público en el que estuvieron presentes amigos, vecinos y autoridades locales, que rindieron homenaje al zoqueiro de Fraialde antes de su definitivo viaje. La primera etapa había comenzado mucho antes, un 27 de agosto de 1936, cuando se lo llevaron de casa en presencia de la prole. "Nunca más supimos nada de él", expone con pesar aquel crío llamado Lenin, ahora asaeteado de canas, que apunta al puñado de falangistas del cortejo fúnebre como brazo ejecutor y al dedo de un paisano como ideólogo del asesinato. El cura, según él, se lavó las manos: "No hizo nada por salvarle la vida".

"Los del yugo y las flechas, tras enterrar al soldado nacional, hicieron un barrido por la zona para justificar lo injustificable", cavila el hijo del represaliado, que fue conducido a un cruce de caminos en el lugar de Rego do Can, donde le descerrajaron la cabeza. "Recuerdo que vino un chófer de La Directa a avisarnos de que había un muerto tirado en el empalme de la carretera", rememoró a los familiares décadas después Dolores. La anciana, que tenía por entonces ocho años, residía a más de 40 kilómetros de la aldea del zoqueiro, maestro en el oficio de insuflar vida a la madera y el cuero, transformados en rústico calzado que protegía a la plebe de los rigores de la lluvia.

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"Nos dijo que cuando dieron con él vestía un traje de pana negro, unas medias de lana y unas botas de piel de becerro. Lo trasladaron en una escalera, lo amortajaron y lo velaron, para luego enterrarlo en la iglesia de San Mamede do Río", comenta Rivas, que terminó siendo Ramiro en la pila bautismal porque Lenin no le iba a traer nada bueno ni a él ni a su madre. Allí, junto a la sacristía, lo encontraron: boca abajo, con un tiro en el cráneo y los zapatones "traídos de Cuba, brillosos por la humedad, intactos: un milagro".

Un momento duro, no sólo por la volatilidad de la aguja del tiempo, de la emoción desbordante, del polvo mismo, sino también por la arisca hostilidad de algunos parroquianos, que no querían saber nada del pasado óseo de un ciudadano sin carné ni militancia, pero decididamente progresista.

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"Algunos intentaron prohibir que fuese exhumado y pusieron una cadena en la cancilla de entrada al recinto de la iglesia", explica el hijo del artesano. "Incluso quisieron pegar a los chicos de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH)", con los que se habían puesto en contacto a través de su hija, Mirna, que inició la investigación que posibilitó el hallazgo del cuerpo de su abuelo.

Comenzó buscando en internet, donde se encontró con otro Rivas, de nombre Severiano, asesinado en Portomarín. Era el alcalde republicano de Castro de Rei, que apenas duró tres meses en el cargo desde que cayó la hoja del calendario que señalaba el 18 de julio: los que mediaron entre el alzamiento y su asesinato a manos de falangistas. Las coincidencias son tantas que saltan el charco y arriban a Argentina, donde recaló su pequeño, Darío, quien no cejó en su empeño de hozar en el destino de su padre, que dio con sus huesos en el antiguo atrio, hoy cementerio, de la capilla de Cortapezas.

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"A raíz del descubrimiento de este caso, se ponen en contacto con un historiador, con la corporación municipal de Portomarín y con la octogenaria que había sido testigo de la inhumación, pues su casa estaba cerca del hoyo. Así empiezan a recopilar información e hilvanan su asesinato, cometido por pistoleros de Falange o paramilitares, que operaban de manera incontrolada y se permitieron el lujo de secuestrarlo en su pueblo, atravesar tres municipios y matarlo", explica Marco González, de la ARMH, que también medió en el hallazgo del alcalde de Castro de Rei.

Con su ayuda, Darío pudo, a sus 85 años, sepultar con honores a su padre, cuyo epitafio concluye con un "Volvió a casa para descansar en paz el día 19 de agosto de 2005". José Antonio Rivas Carballés hizo lo propio ayer en la tierra que lo vio nacer. La desmemoria lo había relegado a una fosa, cavada detrás de una iglesia alejada del hogar donde vivió con los suyos, hizo de la lectura un rito, esculpió zocas como un demiurgo y fue arrebatado a punta de pistola. El zoqueiro de Fraialde ya tiene tumba. En ella yace un varón con nombre, oficio y saber conocidos en Pol.

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