La estatua que hace motocross
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El Big Bang de la construcción propulsó la temprana vocación de Francisco Pinilla (Bogotá, 1970), quien en el colegio se imaginaba triunfante a lomos de una moto de competición. Sin embargo, el futuro lo matriculó en Arquitectura, una fugaz experiencia académica truncada por la llamada de la emigración: en Alemania fregó platos durante seis años hasta que se vino a España a trabajar como carpintero en pleno boom inmobiliario. Cuando todo explotó, entendió la expansión de su universo laboral como contracción, sufrió una regresión a la infancia y, al fin, terminó enfundándose el mono de piloto.
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Los turistas que atraviesan cada día Puerta del Sol no reparan en la reinvención laboral de Francisco sino en su desafío a la ley de la gravedad. Ignoran a la persona, admiran al personaje: un acróbata del motocross que surca el cielo de Madrid, cuya luz amortigua la ráfaga de flashes. "La postura exige tal esfuerzo que resulta imposible trabajar más de seis horas al día", se queja una de las estatuas humanas con más gancho de la capital. "Es muy duro, no se pueden hacer extras". Como en el andamio, está expuesto a los caprichos que dicta el hombre del tiempo. El sol se sufre, pero la lluvia desbarata la jornada.
"Yo era autónomo, mas la crisis me obligó a cumplir mi sueño", recuerda Francisco, cuya primera figura fue un Chaplin. "Como no sacaba el dinero que esperaba, a los tres días lo cambié por un soldado oxidado", añade este mimo de pocas palabras, quien terminó profesionalizándose. "Es un trabajo como otro cualquiera, aunque me gustaría que lo legalizaran. Si toca pagar algún impuesto, adelante, pero que nos dejen trabajar".
Si bien Barcelona dispone de un reglamento específico, Madrid todavía no cuenta con una ordenanza municipal. Cuando un policía quiere echarlos de la plaza, les muestra una notificación del Ayuntamiento que especifica que su actividad "no precisa autorización" siempre que sea "de naturaleza artística y carácter ocasional". Tampoco se permite el uso de megafonía ni se puede obstaculizar el tráfico o impedir la visión de los escaparates de las tiendas. "Queremos que lo nuestro sea valorado como arte", tercia Camilo, un compatriota de Cali que se enroló hace cuatro meses en el ejército que despliegan cada mañana en el kilómetro cero.
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Pinilla tuvo otros compañeros, pues ha sufrido dos hurtos a la carrera y es necesario que alguien vele por la seguridad de la estatua humana. "Si alguien empuja la estructura, nos podemos matar", continúa el bogotano. "Hay quien no respeta a las personas que trabajan en la calle, pero tendrían que saber que no es lo mismo ser un artista callejero que vivir en ella. Yo pago el alquiler de un piso, mando dinero a mi familia, diseño los trajes, discurro la ilusión óptica...". Y apela a la humildad, que suaviza la caída. "Unas veces estamos arriba y otras, abajo. El ayudante del que te hablaba, por ejemplo, era un portugués que había sido gerente de un banco".
Aunque explica que los materiales que emplea son reciclados, no revela cómo logra permanecer estático en un salto infinito. "Me han espiado para copiar la técnica y, al no lograrlo, decidieron ofrecerme dinero por la moto", cuenta Francisco, que necesitó seis meses para construirla. "El problema no es romperse la cabeza en el taller, donde se gastan muchas neuronas; el verdadero reto es cuando llega la prueba de la calle", concluye Pinilla, satisfecho con el circuito que le ha deparado el destino. "Después de un sueño que parecía imposible, me inspiro en aquello que quise ser y hasta ahora no pude lograr". Lo de menos es la sordina del motor y la falta de humo; ya se sabe que aquí está prohibida la megafonía y nada debe nublar la visión de los escaparates.