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Un artesano en cueros

Julio Rodríguez es botero, oficio en extinción heredado de su abuelo Anastasio, que surtió a Madrid de odres y botas de vino. “No tengo aprendices, aunque tampoco podría pagarles"

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La botería de Julio Rodríguez está ubicada en La Latina. / HENRIQUE MARIÑO

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Ya no es la bota el apéndice etílico del español. Un satélite de piel de cabra, o estómago portátil bañado en pez, que proveía de vino en capeas y estadios, plazas y ríos, romerías y peregrinajes. Tampoco faltaba en el zurrón del pastor ni en la utilería del peón de obra. De bota, botero: Julio Rodríguez, nacido “por equivocación” en Valladolid allá por 1955, criado en un Madrid que dejaba entornadas sus puertas. “Jugabas en la calle, pasabas de una casa a otra y, donde tocaba, merendabas. Los vecinos eran como de la familia y las casas estaban abiertas. Una ciudad que no tiene nada que ver con ésta”. Julio tiene su taller en el barrio de La Latina, aunque el bullicio llega hasta aquí amortiguado, vencido por el callejero.

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Julio tarda dos horas, quizás tres, en hacer una. Las mismas que el abuelo Anastasio, que entró de aprendiz a finales del XIX y terminó haciéndose cargo del negocio en 1944. Moriría en esta misma finca, como su esposa, como la bisabuela. Gente que vivía en el patio, más allá del taller, donde las botas cuelgan por doquier, cual jamones secándose. Suspendidos, tal que globos aerostáticos, también los odres: en este caso, la piel del animal entero, inflado hasta alojar un ciento de litros. “Bodegas, mesones y restaurantes tenían flotillas de pellejos de ida y de vuelta: transporte industrial para el vino y el aceite”, recuerda Rodríguez. “En cada pueblo había un botero. Por el pellejo, no por la bota. La bota siempre ha sido la hermana pequeña”.

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