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La banca se adapta a los acontecimientos políticos. Siempre ha sido así. Aunque, por norma general, se sienta más cómoda con gobiernos a la derecha del espectro político. O, para ser más precisos. Con aquellos gabinetes que defiendan, si puede ser a ultranza, la doctrina neoliberal. El presidente estadounidense, Donald Trump, parece tener en mente una política económica asentada sobre la vieja teoría del libre mercado sin tapujos de los Chicago boys. Los discípulos de Milton Friedman. Cuyas recomendaciones anti-keynessianas siguió a pies juntillas el también republicano Ronald Reagan, a finales de los noventa.
La devoción de Trump por Reagan está fuera de toda sospecha. De ahí que no sorprenda que una de sus primeras órdenes haya sido encargar a su secretario del Tesoro, Stephen T. Mnuchin -hasta su asunción del cargo de superministro de Economía y Finanzas, gestor de fondos de inversión y ejecutivo de Goldman Sachs- que desmantele la Dodd-Frank Act. Ley que Barack Obama incorporó precipitadamente tras el estallido de la quiebra de Lehman Brothers para devolver la estabilidad al sistema, reforzar sus mecanismos de control desde la Reserva Federal -el organismo de fiscalización de la arquitectura financiera americana- y aplicar reglas claras y transparentes que restablecieran los niveles de liquidez y solvencia necesarios para eludir futuras crisis (en el caso de los bancos) y reforzaran la protección de los consumidores. Que así llama el segundo apellido de la norma legal.
Mnuchin, presto a la petición de Trump, ya ha comentado que “matará” y “enterrará” elementos de la Dodd-Frank. Además de determinados preceptos de la Volcker Rule, su complemento ideal -diseñada por el que fuera presidente de la Fed, de perfil republicano, Paul Volcker, durante los mandatos de Jimmy Carter y Ronald Reagan- porque empezó a restringir la capacidad de autonomía de los bancos para confeccionar productos de inversión especulativos. Unos activos que se tornaron tóxicos durante los años previos a 2008 dentro de los balances bancarios. Hasta alcanzar unos cálculos multibillonarios, según admitieron entonces el FMI y la OCDE. Casi del triple del valor del PIB español. Y cuya toxicidad tuvo mucho que ver con la rebaja fiscal decretada por George W. Bush en 2003 por la que concedió 350.000 millones de dólares (suma equivalente a las economías argentina y chilena) a los bolsillos del 5% de los ciudadanos más pudientes de EEUU. Porque gran parte de esta riqueza extra en manos de multimillonarios se invirtió en instrumentos de alto riesgo financiero; esencialmente, estructurados, derivados y swaps.
A juicio de Donald Trump, la “Dodd-Frank es un desastre”
Pero nada de esto parece preocupar a Trump. Porque, a su juicio, la “Dodd-Frank es un desastre”. Aunque, entre otras exigencias, estipule la obligación de que las entidades bancarias de EEUU se sometan a pruebas de resistencia (stress test) y haya logrado, en sus seis años de vida, que las firmas de inversión transformaran sus áreas de negocios, separaran sus divisiones comerciales minoristas de su banca de inversión y mejoraran sus protocolos de información a sus clientes.
A buen seguro, Trump cederá ante las presiones de Wall Street para desfigurar los actuales mecanismos de control. A imagen de lo que hizo en el pasado Reagan. Sin tener en cuenta que su antecesor republicano en la Casa Blanca, Bush hijo, tuvo que reforzar el papel de la SEC (la CNMV estadounidense) para afrontar el escándalo Enron y los movimientos bursátiles especulativos que condujeron al pinchazo de la burbuja de las punto.com; amén de pasar a la historia como el único presidente bajo cuyo doble mandato se registraron dos recesiones. Dará mayor credibilidad a los cientos de miles de dólares que la industria -dicen los responsables de la banca- ha tenido que desembolsar en este último decenio para sufragar la multiplicidad de requerimientos y exigencias que dictamina la ley, y a la necesidad de insuflar crédito al sistema productivo; sobre todo las PYMES.
Tampoco parece importarle al nuevo inquilino del Despacho Oval que la presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, apoyara públicamente la “seguridad y solidez” de la regulación financiera de EEUU que, en su opinión, “goza de buena salud”. O de que, incluso, enfatizara que “no quería ver el reloj retrasarse de nuevo”; en alusión a una marcha atrás hacia las normativas permisivas que condujeron a la crisis de 2008. Ni la respuesta que su invectiva provocó en Europa. Mario Draghi, como su homóloga de la Fed, precisó que “lo último que se necesita en este momento es una relajación regulatoria”. Toda una declaración de intenciones del presidente del BCE que, en este caso, parece convencido del peligro de la iniciativa de Trump, en una fase en la que, en Europa, se ha tejido normas hacia la unión bancaria y la disciplina financiera. “Francamente, no veo razón alguna para devaluar un entramado normativo que ha reconducido la fortaleza de los bancos y de los servicios financieros a cotas mucho más elevadas de las que tenían antes de la crisis”, precisó Draghi.
Todavía quedan importantes asuntos por resolver, como los problemas de solvencia de los bancos de Italia y Francia
Sobre todo, porque en esta reconversión de la banca, todavía quedan importantes asuntos por resolver, como los serios problemas de solvencia que acechan sobre los sistemas bancarios de Italia y Francia o la incógnita que genera el alto riesgo sistémico que transmite el poderoso Deutsche Bank. Sin olvidar la compleja desconexión del Brexit y la batalla por qué ciudad se erigirá en gran centro financiero europeo, o la tensión que supone para el Viejo Continente la combinación de varias citas electorales, con la irrupción del nacionalismo de derecha, y la benevolencia que este desarme regulatorio -que reducirá costes a la banca- creará a bancos americanos y, presumiblemente británicos, que verán elevar su ventaja competitiva en relación a la europea. En pleno tramo final para la entrada en vigor de la MiFID II, en 2018. Tan sólo un par de años después de que el BCE asumiera la supervisión global del modelo bancario de la zona del euro.
Esta directiva está confeccionada para perfeccionar, con guías y normas financieras, las fórmulas de comercialización de los productos bancarios y ahondar en las garantías a clientes e inversores. Y de Basilea IV, la batería regulatoria que prepara el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea (CSBB) del Banco Internacional de Pagos (BIS, según sus siglas en inglés), dirigidas a reforzar la supervisión y el control de las entidades bancarias, la industria financiera y el sector asegurador, y que podrían tener un impacto significativo sobre los requisitos mínimos de capital (es decir, de solvencia) de los bancos. Pero de cuyas reuniones, paradójicamente, se van a ausentar los delegados de EEUU hasta que conozcan los pormenores de la reforma de Trump.
El problema reside en que las economías anglosajonas podrían seguir la estela marcada desde Washington
El problema, según los analistas del mercado, reside en que economías anglosajonas y, en especial, la británica, podrían seguir la estela marcada desde Washington. Sólo la industria financiera de Reino Unido mueve 8,6 billones en gestión de activos. El triple del PIB del país. Y no parece que se vayan a quedar con los brazos cruzados y comprobar cómo los mastodónticos bancos de inversión americanos, con Goldman Sachs (GS) y sus largos tentáculos con el poder político americano a la cabeza, les quitan una parte suculenta del pastel.
Porque GS no sólo ha sido el gran vencedor de esta crisis. Siempre se ha jactado de haber sido el catalizador de los intereses de Wall Street. En EEUU y el resto del mundo desde su nacimiento, a mediados del siglo XIX. Sólo así se explica que tanto altos ejecutivos de este banco de inversión hayan recalado en el Tesoro norteamericano. Desde Henry Fowler, bajo el mandato de Lyndon B. Johnson, hasta Mnuchin, pasando por Robert Rubin, con Clinton, Henry Paulson, con Bush hijo. Sin mencionar una larga decena de jerarcas de GS que han ocupado otros puestos de relevancia en el área económica de los últimos gabinetes presidenciales. Como Jay Clayton, abogado de la firma, al que Trump ha colocado al frente de la SEC. Ni los que fueron llamados a resolver la crisis en Europa. Entre ellos, el propio Draghi o los primeros ministros italiano, Mario Monti, y griego, Lucas Papademos -éste en medio de la guerra con sus socios europeos por el excesivo endeudamiento del país- después de gobernar el Banco de Grecia. Incluso el titular de Economía español, Luis de Guindos, regentó Lehman Brothers en España antes de su quiebra, banco cuyas cenizas fueron a parar a GS. O los que acaban de aterrizar, como el ex presidente de la Comisión Europea, Jose Manuel Barroso. Una puerta giratoria que no ha llevado implícita sanción alguna por las autoridades de la UE.
Esta lectura soterrada de cómo se ejerce la influencia financiera desde la gran banca es, en el fondo, un dolor de cabeza para las autoridades monetarias. Además de una fórmula de presión para que otras economías sigan las pautas previstas por EEUU. No por casualidad, Trump quiso enviar otros mensajes subrepticios a Europa. Entre otros, la depreciación del euro, que achaca al interés alemán por mantener su superávit comercial pero que, en el fondo, trunca su decisión de devolver al dólar la hegemonía perdida en el último decenio. Un billete verde fuerte resulta de sumo interés no sólo para su estrategia de proteccionismo comercial. También para forzar a que la Fed acelere las subidas de tipos de interés que emprendió el pasado año.
El esperado dinamismo inmediato que sus medidas de mayor gasto en infraestructuras y rebajas de impuestos espoleará a medio plazo la inflación favorecen inicialmente su idea de encarecer el precio del dinero. Pero, a medio plazo, si los desequilibrios económicos de mayor déficit y descompensación de la balanza de pagos por el riesgo de recesión en un ciclo que ya supera la media de ocho años de crecimiento -y sobre el que pesan malos augurios como la caída de beneficios empresariales-, se tornan en realidad, el descenso de los tipos hasta un punto de equilibrio bajo será demasiado drástica. De ahí las apelaciones a la prudencia de Yellen, con las que ha saludado la agenda económica de Trump, tienen demasiado sentido.
Draghi debe dar por finalizada su estrategia de compra de deuda
Igual que en la órbita europea. Draghi es consciente de que debe dar por finalizada su estrategia de compra de deuda de socios del euro. Con presiones cambiarias y unas economías, las europeas, que no acaban de entrar en velocidad de crucero desde la recesión post-crisis. Y que conoce a la perfección los sobreesfuerzos de acomodar con retardo el precio del dinero a los niveles que marca la Reserva Federal. Sobre todo, porque los estatutos de la Fed, a diferencia de los del BCE, no tienen el mandato exclusivo de combatir la inflación bajo una cota rigurosa, la del 2%. Sino que designa los tipos de interés en función, también, del dinamismo económico y de la creación de empleo. Para más inri, con leyes tributarias y laborales homogéneas. En este sentido, cualquier movimiento precipitado de más carestía del dinero en Europa redundará de manera negativa en el ritmo de crecimiento a medio plazo.
Sumarios:
Mnuchin ya admite que “matará” reglas de la Dodd-Frank, ley de Obama que exigió mayores ratios de solvencia y transparencia a la industria financiera, y de la Volcker Rule, que restringió el uso de productos de inversión especulativos.
La desregulación financiera de Trump cuenta con el visto bueno de Wall Street, que pretende suprimir buena parte de los costes que la banca ha tenido que asumir para cumplir con los requerimientos legales para ganar competitividad.
La intención de la Casa Blanca también lleva implícita la tarea de diluir los actuales controles de supervisión de los bancos y, para ello, dispone de talentos procedentes de Goldman Sachs, como el propio secretario del Tesoro.
Las reticencias a este fervor desregulador proceden de las dos máximas autoridades monetarias; Yellen no quiere que “el reloj vuelva atrás”, a los años previos a la crisis, y Draghi no ve “razón alguna” para desproteger al sector.
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