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Europa del Este El aroma de seducción del euro no cala en Europa del Este

La divisa única es el mayor ejercicio de integración europea. Su nacimiento requirió un ‘road map’ de convergencia sin parangón. Económica -objetivos de déficit, deuda e inflación- y monetaria: valor cambiario y tipos de interés. Pero para los grandes mercados del Este, el euro no crea riqueza ni produce estabilidad. Prefieren mantener su soberanía para afrontar episodios de crisis financieras. Sin el supuesto paraguas protector de la moneda europea.

Escultura representando el logo del euro, delante de la antigua sede del BCE en Fráncfort. REUTERS/Alex Grimm

DIEGO HERRANZ

La relación entre los socios del Este y el euro es una historia de resistencia pasiva. Sus grandes mercados -Polonia, Hungría y República Checa- no se sienten cautivados por la zona monetaria europea. Ironías del destino. Tres de los países más propensos a adherirse al bloque comunitario en Maastricht, en la cumbre de diciembre de 1991, que alumbró la divisa común y el proceso de entrada de los países satélites de la extinta URSS en el Pacto de Varsovia, y que forjó el primer gran Tratado de la Unión -sólo unos meses después, al que se le concedió el apellido de la ciudad holandesa-, se alejan sistemáticamente de su instinto seductor. Y lo hacen amparados en datos que resultan elocuentes.

El penúltimo botón de muestra ha sido bordado desde un think-tank paneuropeo y alemán, el Center for European Policy (CEP). Se trata de un informe de Mathias Kullas, su responsable del Departamento Económico y de Política Fiscal y Alessandro Gasparotti, uno de sus investigadores en este centro de Friburgo, que analiza el impacto creado por el euro, medio en términos de prosperidad, en siete de sus miembros fundadores entre 1999 y 2017. Un cálculo que vincula el PIB per cápita de cada socio con los niveles de consumo previos al bautismo en los mercados cambiarios de la moneda común y que no deja precisamente bien parado al euro como proyecto vertebrador de riqueza. Y que ha motivado que primer ministro checo, el ultranacionalista y euroescéptico Andrej Babis tuiteara: “Yo no quiero el euro. Y, a todos los que los apreciáis, os invito a que veáis el análisis del CEP alemán donde se evalúa su recorrido a largo plazo. ¿Qué naciones han ganado y cuáles no con el euro? Creo que os sorprenderá”.

La difícil conquista del Cercano Este

Un think-tank germano constata que sólo Alemania y Holanda se han beneficiado de la divisa común; el ‘premier’ checo proclama: “No quiero el euro”

A Babis no le faltan razones científicas para proclamar un sentir generalizado entre las opiniones públicas del Este. Kullas y Gasparotti concluyen que sólo Alemania y Holanda se han beneficiado del euro. La locomotora europea ha incrementado en los casi dos decenios que repasa el estudio el poder adquisitivo de cada alemán en 23.100 euros. Algo más que los 21.000 per cápita de los holandeses. Paradójicamente, Grecia es el tercero y último de los siete países analizados que ha aumentado los ingresos personales de sus ciudadanos. Aunque apenas lo hace en 190 euros. Y gracias a los primeros años de su puesta en circulación. Porque los daños colaterales de su crisis supusieron una merma de su PIB, al término de 2017, de 41.000 millones de euros. Por contra, los españoles dejaron de percibir 5.031 euros; los belgas, 6.370 y los portugueses, 40.604, si bien los más perjudicados han sido los franceses -55.996 euros- y los italianos, con 73.605. El CEP también pone cifras cuantitativas. La divisa común añadió 1,8 billones de euros al PIB germano, 346.000 millones al holandés y unos pírricos 2.000 millones al griego. En cambio, restó 224.000 millones a la economía española; 69.000 millones a la belga, 424.000 a la lusa y nada menos que 3,59 billones a la gala y 4,32 a la italiana.

En estos dos últimos casos, el euro -se puede llegar a decir sin cortapisas-, ha permitido que se ponga en cuestión la estancia de ambas economías en el G-8 donde, por el tamaño de sus PIB, Italia debería haber perdido su plácet -novena potencia global, al igual que Canadá, rebasadas por Brasil e India- y Francia quedaría relegada a los últimos peldaños de este selecto club.

Temor a otra tragedia griega

La crisis griega confirmó los malos augurios que se han instalado entre los socios del Este de la UE sobre la divisa europea. Casi desde el mismo instante de su alumbramiento. La dureza del ajuste y las reticencias de los poderes fácticos y ejecutivos de Europa a Grecia añadieron dudas en Praga, Varsovia y Budapest sobre los riesgos y costes asociados a la asunción del euro cuando vienen mal dadas. Que se vieron incrementadas con las duras condiciones impuestas a Atenas si quería continuar en la zona monetaria. Años después, Bruselas ha pedido perdón y ha alabado la acción política de Alexis Tsipras, el primer ministro y líder de Syriza, demonizado por populista. También observan en esta actitud europea un claro síntoma de que los proyectos de integración a los que les falten convergencia económica -unión bancaria todavía en ciernes y sin fusiones paneuropeas, ausencia de un presupuesto común, sin Tesoro unificado y sin visos de mutualizar la deuda o las emisiones de bonos- y unidad política acaban sufriendo vías de agua irreparables.

Los riesgos y costes asociados al euro por la crisis y las duras exigencias a Grecia para conservar la divisa, relega el deseo del Este de ingresar en la zona monetaria

Este cuadro de situación ha calado en el subconsciente colectivo de Polonia, Chequia y Hungría. Aunque también, desde el principio de los tiempos del euro, en Reino Unido, que ha pasado de sopesar un referéndum sobre la adhesión a la divisa europea al Brexit en menos de un decenio. Además de en Dinamarca o en Suecia, que han seguido la estela de Londres sobre la cesión o no de sus soberanías monetarias a Fráncfort, sede del BCE. La primera ministra polaca, Ewa Kopacz, ya mostró sus dudas en su bienio al frente del gabinete. El último de Plataforma Cívica, el partido del presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk: “Nunca he dicho que adoptaríamos el euro. Ni hoy, ni mañana, ni dentro de cinco años. Lo haremos cuando confirmemos que beneficiará a Polonia y los polacos” llegó a afirmar. Sus sucesores del ultraderechista Ley y Justicia siempre lo han tenido claro: “Rechazamos esta pésima idea, a menos que queramos que Polonia sea como una segunda Grecia. Mientras la zona del euro no soluciones sus propios problemas no habrá la más mínima discusión sobre si Polonia adoptará el euro”. Así reza su versión oficial. Y así sigue siendo en la actualidad.

Seis razones en contra el euro

De los 28 socios de la Unión, nueve permanecen ajenos a la unión monetaria. Aparte de los tres occidentales y los tres orientales mencionados otros tres -Croacia, Bulgaria y Rumanía, estos por falta de convergencia económica y monetaria y los tres últimos en incorporarse al club europeo- continúan excluidos. Aunque por causas contrarias a su voluntad. Salvo estos últimos, el resto coincide en barajar seis argumentos contrarios. Todos ellos, por pérdida de independencia.

Las diversidad económica, financiera, social y cultural entorpecen la integración en un terreno, el monetario, que exige una cesión de soberanía a los Estados

Uno de ellos, monetaria. Mientras el BCE inició sus programas de estímulo -compra de deuda privada y soberana- en 2015, el Banco de Inglaterra los emprendió en marzo de 2009, cuando ya había rebajado el precio del dinero en varias ocasiones. Otro, de gestión interna. Grecia sufrió más de lo necesario para trasladar a su economía, primero, y a su sociedad, inmediatamente después, los efectos de las bajadas de tipos de interés, porque tuvo que esperar a que la austeridad fuera una realidad y a que el BCE consumara el abaratamiento. La inexistencia de un Tesoro europeo y la ausencia de un presupuesto común con planes de contingencia inmediata -un FMI de la UE- frenó el papel de prestamista de última instancia y dispararon las primas de riesgo y los intereses de la deuda. Al igual que la dispersión de las presiones inflacionistas, que retrasaron la toma de decisiones monetarias en el BCE. O los intereses encontrados en asuntos como el valor del euro en naciones que se enfrentan a ciclos de negocios que, en su fase final, revelan altas inflaciones, repuntes de salarios, recortes de exportaciones y mermas de sus ratios industriales, lo que aconseja devaluaciones monetarias que resultan imprescindibles para que se restablezca la competitividad y se recuperen los flujos de inversión. La persistente diversidad económica y financiera, pero también social y cultural, hacen más complejo unificar todos estos criterios sobre los que los socios de la zona monetaria, además, han cedido su soberanía.

Riesgos de una moneda sin convergencia

“Tenemos una gran disciplina, pero también una elevada divergencia”. El comisario de Asuntos Económicos y Monetarios, Pierre Moscovici, lo admite. Mario Draghi, presidente del BCE y uno de los claros salvadores del euro, enfatiza la urgente necesidad de cerrar la armonización fiscal, económica y bancaria y la unificación de criterios políticos en materia laboral o tecnológica, de los socios monetarios. Indispensables para reducir los riesgos sobre cualquier moneda. La visión de las máximas autoridades económica -Moscovici- y monetaria -Draghi- es también el temor al que se acogen los Ejecutivos nacional-populistas y ultraconservadores por antonomasia en el Este. Un déficit unificador que achacan a otras políticas, como la migratoria, para proclamar sus reticencias hacia la UE. Pese al arsenal de fondos que recibe de las arcas comunitarias.

Soros: “la doble crisis -de deuda y de refugiados- ha catapultado el populismo y amenaza con la desintegración territorial de socios nacionales y de la propia UE”

Pero no por ello les resta credibilidad. No en vano, algunas voces autorizadas del mercado se unen a esta cruzada. Por ejemplo, la del financiero y filántropo George Soros, artífice de la caída de la libra en 1992, cuando se alumbró la idea del euro, para quien “todo lo que podría ir mal [en Europa] está yendo mal”, ya que -alerta- “el euro tiene aún muchos problemas sin resolver que podrían acabar por destruir a la propia UE”. A su juicio, la doble crisis en la que permanece sumida -la de la deuda y la de los refugiados-, ha catapultado al populismo al poder y ha hecho resurgir el espectro de la “desintegración territorial” en varios países (España o Reino Unido) y en el seno de la UE -en alusión al Brexit-, en gran medida, también, por los años de austeridad desmedida impuesta por Berlín a los socios monetarios europeos. En especial, a los solicitantes de rescates. De hecho, varios bancos de inversión recomendaron a España -primero, a Zapatero y luego, a Rajoy- abandonar el euro para poder acometer la recuperación con mayor rapidez.

Rogoff: “Es del todo punto impensable que el euro no se enfrente a un nuevo examen de resistencia en los próximos años”

De la misma opinión es también Kenneth Rogoff, antiguo economista jefe del FMI y profesor en ejercicio de la Universidad de Harvard. “Varios de los líderes europeos se niegan a reconocerlo, pero su status quo actual no resulta sostenible. O crean una mayor y más efectiva integración fiscal, financiera, presupuestaria y monetaria del euro o el proyecto europeo se resquebrajará”. Su misión es “cómo maniobrar el euro para que sea sostenible”. En su opinión, sólo queda una disyuntiva: mayor integración o permitir que estalle por los aires de forma caótica. “Es del todo punto improbable que la moneda europea no se enfrente a un nuevo examen de resistencia en los próximos cinco o, a lo sumo, diez años; si no antes”. Y bajo las directrices actuales, sin una versión de eurobono efectiva -advierte- “no resulta creíble”.

Stiglitz: “El euro ha reanimado estereotipos del pasado, entre el norte rico y el sur vago y poco fiable y entre los socios fundadores y vecinos rebeldes orientales”

El Premio Nobel Joseph Stiglitz pone el dedo en la llaga. Cuando en 2009 la crisis hizo saltar hasta el 9% la tasa de paro en EEUU se encendieron todas las alarmas. Se decretaron programas para espolear la economía y se activó el helicóptero monetario que inundó el sistema de dólares a precio de regalo. El resultado: la mayor economía del mundo logró reconducir su mercado hacia el pleno empleo. De nuevo. En ese mismo año, Europa tenía la misma cuota de desempleo, pero entró en complacencia. Era la primera vez que bajaba de los dobles dígitos. Stiglitz cree que el euro ha fallado en su doble propósito de añadir más prosperidad y lograr mayor integración política. Pero, sobre todo, ha errado en otra dirección aún más peligrosa. Porque ha reanimado viejos estereotipos del pasado, los que enfrentan al norte rico u disciplinado con la periferia del sur, pobre, vaga y poco fiable y, más recientemente, entre los socios fundadores con los vecinos orientales, altamente rebeldes.

La trilateral del Este contra el euro

En Hungría, Polonia y Chequia han calado estos mensajes y la convicción de que ni Portugal ni Italia o España hubieran tenido que hacer tantos sacrificios para recuperar su competitividad. Confían en poder perpetuar sus cadenas de valor. A pesar de que muchas de ellas, como la de la industria automovilística, se han beneficiado de la inclusión europea. O de que Eslovaquia, el cuarto integrante del Grupo de Visegrado, que opera con el euro desde 2009, haya aventajado a sus vecinos, que devaluaron sus divisas en más de un 30% en los años del credit-crunch, en este segmento industrial.

Las razones de Hungría, Polonia y Chequia de no ingresar en la zona monetaria europea son políticas: su aislacionismo en la UE propaga el nacionalismo autoritario en sus territorios

En líneas generales, los tres socios comunitarios del Este que recelan del euro muestran una coyuntura similar. Sus tres monedas -la corona checa, el zloty polaco y el florín húngaro- se han revalorizado moderadamente en el último bienio respecto al dólar -en torno al 5%- presentan una radiografía fiscal ortodoxa con tasas de deuda bajas y sostenibles y rechazo a la financiación de sus economías por la vía inflacionista. Pero temen que cualquier movimiento que devalúen sus divisas atraerá a los flujos de migración, por lo que, en naciones radicalmente contrarias a recibir población extranjera, asumen los riesgos asociados a que sus modestas monedas eleven su relación cambiaria con el euro. No están dispuestos a jugar la carta de la devaluación. Y menos sin armonización fiscal ni un presupuesto común. Ni a protagonizar su propia tragedia griega o a perturbar por ello a sus opiniones públicas. Sólo el 33% de los checos apoyarían el euro, y el 48% de los polacos. En Hungría, salta al 53%. Es decir, mayoría escueta. Peccata minuta para Viktor Orban, su primer ministro, MBA en dirección de consignas a la ciudadanía, quien, junto a su homólogo polaco, Mateusz Morawiecki, antiguo banquero, ha abanderado, una vez más, la batalla dialéctica con la Unión. “No queremos una Europa a dos velocidades”, instrumento que permite el avance en integración a los socios que deseen mayores dosis de armonización y el euro es el estandarte de este tipo de asimetrías. “Es una de las ideas más aberrantes”, enfatiza. Morawiecki va incluso más allá: “Es una fórmula que divide la UE en buenos y malos socios y favorece a las naciones más fuertes y no lo vamos a consentir”.

Para Polonia y Hungría -y en menor medida y de forma más reciente, la Chequia de Babis- las reticencias hacia la divisa europea no son ni económicas ni monetarias. Más bien, son políticas. Se sienten más cómodos con el autoritarismo de la Rusia de Putin -pese a la histórica dominación soviética de la postguerra-, muestran su entusiasmo con estrategias divisorias de Europa, como el Brexit o los controles migratorios, y disfrutan con el aislacionismo en la UE porque refuerzan sus discursos nacionalistas, sin sanciones europeas, mientras reciben milmillonarios cheques de fondos estructurales y de cohesión. Aunque crezcan los movimientos profesionales y sociales de apoyo a un futuro ingreso en la zona monetaria europea.

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