El bicivolador del Retiro: del parque al estrellato
El madrileño Viki Gómez es un desconocido en España y un ídolo fuera de nuestro país gracias a sus acrobacias imposibles sobre una bici de BMX
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MADRID.- En los albores de su carrera, los padres de Viki Gómez le reprocharon que no se tomara en serio su vida y pasara su juventud haciendo lo que a él le hacía realmente feliz: el flatland, una disciplina dentro del BMX. Hasta que un día de 2001, con veinte años, llamó por teléfono a casa desde Barcelona para anunciarles que acababa de ganar un millón de las antiguas pesetas por dar unos giros y hacer acrobacias varias con su pequeña bicicleta.
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Antes de aquel episodio triunfal de Barcelona, ya había dejado por el camino su verdadero nombre, Jorge. Su apodo se remonta a la adolescencia. Tenía el pelo unos centímetros más largo que ahora y sus compañeros de pedales le bautizaron como Viki el Vikingo. La segunda parte del pseudónimo se le cayó durante un campeonato en EEUU en el año 2000. “Nadie sabía decir Jorge y no quería que me pusieran George, porque no me llamo así. Así que opté por Jorge Viki Gómez y los americanos me quitaron el nombre de pila. También es cierto que Jorge Gómez era como demasiado oficial para BMX”, apuntilla.
Tampoco quedaba ya rastro alguno de la California original con la que había comenzado seis años antes del hito de 2001, cuando contaba con catorce. Y mucho menos aún de la anterior, una bicicleta pequeña para niños con la que, con apenas ocho años, bajaba cada día al parque a montar. La liturgia se completaba con el visionado previo en su piso de Ciudad Lineal de un trozo de la película Los bicivoladores, de una por entonces jovencísima Nicole Kidman y la primera que él fue a ver al cine.
No el trabajo que seguramente sus padres hubieran querido para él, al menos hasta que los deslumbró con ese primer millón. Su familia, con estudios y carreras, hubiera deseado que su hijo fuera a la universidad. “Pero no tenía esa presión ni las expectativas por su parte de ser algo. Simplemente, querían que hiciese algo que realmente tuviese valor, y para mí eso fue y es el BMX”. Él, en cambio, les pidió un año sabático cuando con 18 años se vio a sólo un escalón de poder ser profesional. Quería saber si de verdad tenía un futuro encima de esa bicicleta freestyle que había maqueado con sus propias manos con piezas que fue comprando y que ya no se parecía tanto a esa California virgen. “Les prometí que iba a volver a estudiar después de ese año, pero hasta el día de hoy nunca he vuelto. Y no me arrepiento”.
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Sin embargo, paradójicamente, no es profeta en su tierra. En España apenas le conocen. Tampoco en Madrid, su ciudad de origen. Puede sentarse tranquilamente en un banco de uno de los centros neurálgicos de la capital, como la plaza de Colón, con su bici al lado, bebiendo de una lata y nadie le reconoce ni se le acerca. No se forman corrillos a su alrededor. El único que se le aproxima es un niño andaluz que ha roto la disciplina de su excursión para interrumpir la entrevista y soltarle con atrevimiento:
“En España no es muy conocido, entre otras cosas, porque a los chavales de hoy en día les parece demasiado difícil ponerse a practicar un deporte como éste o el skate. Con los smartphones y demás, los adolescentes se han vuelto un poco más vagos”, explica con pesar. Y con envidia del otro lado del globo: “En nuestro país, los padres les compran a sus hijos scooters. Sin embargo, en Asia a un niño le compras una scooter y no la usa, porque sabe que hay cosas más chulas y buenas que pueden usar, como una bici de BMX. Allí tienen la mentalidad de que una de esas mola más y ven las scooter como un juguete para tontos”.
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Hoy, una mañana de otoño, el madrileño, vestido con zapatillas bajas, pantalones chinos grises, una camiseta blanca que asoma por fuera de un fino jersey azul oscuro y un gorro de la marca que lo patrocina, hace un breve soliloquio interior mientras mira fijamente a su bici dorada y da alguna pedalada. Después, como un chamán, entra en trance y se dispone a hacer su diabólico ritual: agarra el manillar y de ahí salta a la rueda delantera. Se coloca de espaldas y empieza a girar como una peonza mientras se pasa la rueda de una mano a otra, apoyado en los posapiés de las ruedas. “¡Uhhh! ¡Ooohhh!”, suspiran y exclaman algunos curiosos en Colón, a escasos centímetros del colosal mástil con la bandera de España. A continuación, se sitúa en un lado y repite el mismo patrón. Hasta que, ya sentado en su sillín sin acolchar, vuelve a atrapar el manillar y aterriza en el suelo como si nada hubiera pasado los veinticinco segundos anteriores. Parece que ha regresado de entre los muertos.
Aún tiene en su cabeza a la pandilla de adolescente y las leyes de la calle. Cuenta que en sus años mozos en el flatland se tenían mucho respeto y no se copiaban. “Ahora puedo venir aquí a Colón y ver a un chaval delante de mí probando algo que yo estoy haciendo; sin ninguna vergüenza”. Tenía, asimismo, que ir con trucos originales a un campeonato si quería que los demás le dirigieran la palabra. “Si no, me arriesgaba a que pasaran de mi y dijeran: ‘Este es un copias’. Así es como te ganabas el respeto”. La ley de la calle.
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Su presente, pese a sus 34 años, es reluciente. De hecho, la edad, contra lo que se pueda pensar, no es lo más importante: la mayoría de los top del flatland rondan los 35. Tampoco le han machacado las lesiones. No ha sufrido roturas; sólo heridas, moratones y una dislocación de hombro. También sufre de la espalda por la posición sobre la bici. No lleva protecciones; sólo alguna tirita de vez en cuando. No tiene miedo por lo que practica, por las inverosímiles acrobacias, sino por la calidad del firme: si no es liso, puede acabar por los suelos.