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Ivanovic, una tenista salida de una piscina

La número cuatro del mundo aprendió a jugar en los bombardeos de la guerra de los Balcanes.

Miguel Alba / Madrid

En la trastienda del Masters femenino, allí donde la tenista se transmuta en persona, la lágrima tiene más sentido que la sonrisa. Henin perdió a su madre por un cáncer de estómago. Serena vio cómo el dinero y la fama destruyó la convivencia entre sus padres. Y Ana Ivanovic almacena demasiado horror en su diario con tan solo 20 años.

Nacida en el Belgrado de la antigua Yugoslavia, Ivanovic creció entre sonidos de morteros y la sinrazón de la Guerra de los Balcanes. En esa infancia perdida, entre escombros y vecinos heridos, Ivanovic encontró su patrón de vida embobada delante de uno de los pocos televisores del barrio viendo jugar a Mónica Seles.

“Quiero jugar al tenis y éste es el número de teléfono de una escuela que anunciaban en la tele”, les explicó a sus padres, antes de recitarles la retahíla numérica que había memorizado. Miroslav y Dragana vieron en el tenis un escape a la rutina de los toques de queda. Las clases comenzaban antes que los vuelos de los bombarderos croatas. A las siete de la mañana, Ivanovic comenzaba a pelotear buscando a otra niña a la que enfrentarse. Pero salvo raras excepciones, la actual número cuatro del mundo conoció aprendió a vivir la soledad del tenista.

Amistad con Djokovic

Sin embargo, sus golpes comenzaron a tomar sentido frente a Novak Djokovic. Miroslav, compañero de secundaria de Srdjan, padre de Nole, premiaba a su familia con una comida semanal en el restaurante de su amigo. Allí Ivanovic y Djokovic siguieron la amistad de sus padres. “Me encantaba jugar con ella porque sacaba fuerte”, resume Nole.

Su juego creció conjuntamente en el club Partizán, donde ambos acostumbraron sus golpes a la superficie rápida durante el invierno, cuando el personal de natación vaciaba una piscina olímpica. “Como era muy cara hacerla climatizada en invierno, le quitaban el agua y le ponían una alfombra en el fondo”, explica Ana. En estas dos improvisadas pistas, Djokovic e Ivanovic sentían miedo. “A veces las bombas caían cerca y todo temblaba”, reconoce.

A los doce años, su camino se separó. Novak emigró a Alemania y Ana se instaló, en 1999, en Suiza, fichada por un club que vio posibilidades en su juego durante el torneo infantil de Les Petites As, disputado en Tarbes (Francia).

Ahora, sus oídos escuchan Oración, la canción con la que Marija Serifovic venció la pasada edición de Eurovisión. Con un juego lleno de manías, como la de no pisar las líneas, y de potencial, Ivanovic lucha por quitarse de la cabeza el zumbido de las bombas. Y para ello, sonríe. Y no es una pose. Ni mucho menos. “Aprecio mejor que nadie el valor que tiene haber llegado hasta aquí”. Y ese ‘aquí’ no tiene sentido si Henin vuelve a superarla como sucedió en Roland Garros.

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