Aguirre, el especulador
El Atlético buscó con descaro el empate, lo que le cuesta el liderato de grupo
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Lo sorprendente no es que un entrenador, Javier Aguirre, remolonee en el vestuario y llegue al banquillo cuando el segundo tiempo ya está en marcha; lo mezquino no estriba en despreciar inicialmente la victoria alineando un equipo plagado de suplentes que, aun así, dio la sensación de ser superior al rival cada vez que pisó con interés el acelerador; lo verdaderamente indignante es el poco respeto mostrado por un torneo y un club cargados de épica e historia.
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El Atlético jugó descaradamente a empatar, mirando sin sonrojo por el retrovisor hacia Eindhoven y, cuando el Liverpool dio un golpe de efecto y aplastó al PSV, el conjunto rojiblanco fue incapaz de reaccionar. Como premio a su valentía, los ingleses son primeros de grupo y, además del factor campo, en octavos se enfrentarán, teóricamente, a un rival más endeble.
Once años de espera para regresar a la élite del fútbol merecen más generosidad. Sobre todo con muestras de apática suficiencia como la vista ayer. Sin querer, gracias al Kun, que inventó dos ocasiones de gol de la nada, el Atlético hizo dudar a los franceses y a sus vocingleros hinchas.
Sin embargo, el miedo que Agüero les había contagiado lo curó el conservadurismo de un equipo que nunca emitió señales de auténtica ambición. Regalaron la pelota, donaron buena parte del terreno a los marselleses y éstos, más por obligación y por compromiso con sus aficionados que por convicción, comenzaron a rondar el área de Coupet. Colgados de Ben Arfa, el único pero destacado genio local, el Olympique acumuló durante la primera parte amagos de peligro y, sobre todo, incontables saques de esquina.
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Nada cambió tras el descanso. El Atlético, quizás por un fugaz ataque de amor propio de sus jugadores, armó otro par de fulgurante ataques y se echó a dormir.
Aguirre, en una pretendida maniobra de despiste, echó mano de Forlán. Pero el mexicano no engaña a nadie. Si acaso, a sí mismo. La presencia del uruguayo, lejos de reforzar la triste apuesta ofensiva inicial, insistió en la ruindad. Porque el sacrificado fue el Kun, el pequeño delantero con quien Forlán compone un dúo letal.
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Minutos después ejecutó otra operación de idéntico pelaje. Levantó del banquillo a un titular indiscutible, a una pieza fundamental en su once de gala, Maniche, pero retiró a otro imprescindible, al capitán Maxi. Ajeno a estos insulsos juegos de salón, el Olympique siguió a lo suyo. A trompicones, sin un plan definido, fue arrinconando al Atlético. Buscó el cuerpo a cuerpo, procuró arrollar antes que tocar, y siguió sumando córners. Por fortuna para los españoles, sin excesivo peligro.
El último tramo de partido fue prescindible. Infumable. El Atlético se encogió al ritmo poderoso del eco que, desde Holanda, emitían los goles del Liverpool. Los rojiblancos se fueron difuminando, se borraron del Vélodrome. Se fueron del partido sin hacer ruido y sólo la mediocridad futbolística del Olympique evitó la derrota.
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Ausente cualquier atisbo de fútbol, todos los ojos se volvieron hacia el infierno de bengalas provocado por los radicales del fondo norte. El fuego prohibido iluminó irónicamente un estadio que no fue tan fiero como anunciaban y donde sólo el alma especuladora de Aguirre impidió que el Atlético cerrara con lustre una digna fase de clasificación.