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La soledad del soldado sin rostro al que no pudo salvar el reconstructor de caras de la Primera Guerra Mundial

Lindsey Fitzharris recupera la historia de Harold Gillies, un pionero de la cirugía plástica moderna que operó a los desfigurados en la Gran Guerra.

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El fusilero Moss, operado por el cirujano plástico Harold Gillies. — Capitán Swing

madrid,

Decenas de miles de soldados regresaron a casa con su rostro destrozado durante la Primera Guerra Mundial. Un hombre sin un brazo o una pierna era un tullido, incluso un héroe. Un hombre sin cara era simplemente un apestado, acaso un monstruo.

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Tras su experiencia en el campo de batalla, Harold Gillies se propuso devolverle la dignidad a quienes habían quedado desfigurados por la metralla y las armas químicas.

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Nacido en Nueva Zelanda en 1882, Gillies era un otorrinolaringólogo británico formado en Cambridge que había ejercido como médico auxiliar en Francia durante la Gran Guerra. Allí asistió a un dentista que trataba las heridas maxilofaciales, pero que no podía operar sin la supervisión de un cirujano.

Sus conocimientos sobre la anatomía de la cabeza y el cuello le permitieron llevar a cabo esa labor durante su misión, de la que regresó con dos enseñanzas: la importancia de la odontología para la reconstrucción facial y la capacidad transformadora de la cirugía plástica.

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Ya en Inglaterra, trabajó en el Hospital Militar de Cambridge (Aldershot) y en 1917 fundó el Queen's Hospital (Sidcup), dedicado en exclusiva a la reconstrucción facial. Su experiencia en Francia lo llevó a crear un equipo multidisciplinar. Allí había visto cómo diversos profesionales trataban de arreglar las caras de los soldados, pero de manera independiente. Para afinar el resultado, apostó por rodearse de profesionales de diferentes ramas sanitarias (cirujanos, médicos, dentistas, protésicos dentales, enfermeras y radiólogos), así como de artistas (pintores, dibujantes, escultores y fotógrafos) y fabricantes de máscaras.

"A lo largo de la guerra, Gillies adaptó y mejoró técnicas rudimentarias de cirugía plástica e ideó otras completamente nuevas", explica la historiadora estadounidense Lindsey Fitzharris en su libro El reconstructor de caras (Capitán Swing), donde detalla que no solo se propuso restaurar sus rostros, sino también su estado de ánimo.

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El escultor Francis Derwent Wood y un paciente con la cara desfigurada. — Capitán Swing

Sin embargo, una de sus operaciones fue un fracaso. No tanto por su labor, como por el talante del cabo X, cuyo nombre en clave buscaba proteger su identidad.

Llegó al Hospital Militar de Cambridge tras la batalla del Somme, donde logró recuperarse gracias a las atenciones de la enfermera Catherine Black. Tenía la cara destrozada por la metralla y las heridas infectadas, pero el mayor desgarro era el recuerdo de su prometida Molly, la hija de unos terratenientes que no veían con buenos ojos la relación.

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Antes de pedirle la mano, trabajó con ahínco en su despacho de abogados para hacerse con un caudal, aunque no dudó en alistarse como voluntario y dejar atrás su país. Las cartas de Molly siguieron llegando, ya con otro destino, mientras convalecía en el hospital. No quería que lo visitase hasta que le quitasen las vendas de la cara: "Se llevaría un susto de muerte si me viera aquí tirado como una momia".

El cabo X desconocía el estado de su rostro. En realidad, ningún soldado podía verse a sí mismo, porque el centro médico carecía de espejos. Harold Gillies los había prohibido para que los pacientes pudiesen observar sus facciones ya recompuestas, no durante el tedioso proceso. "Se dio cuenta de que solo los que se habían quedado ciegos en combate mantenían el ánimo mientras les reconstruían la cara", escribe Lindsey Fitzharris.

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El sargento Sidney Beldam, operado por el cirujano plástico Harold Gillies. — Capitán Swing

Entonces, el estigma de un rostro desfigurado estaba asociado al pecado de la sífilis o a la maldición de la lepra. "Si una pierna amputada podía despertar simpatía y respeto, lo habitual era que una cara deformada causara asco y aversión", añade la historiadora. De poco les servía gozar de todos los beneficios asistenciales del Ministerio de Defensa si su rostro era considerado un "signo externo de degeneración moral o intelectual", si esa marca suponía su aislamiento de la sociedad, si hasta "las novias rompían el compromiso y los niños salían huyendo al ver al padre".

Para espantar el prejuicio, el pionero de la cirugía plástica moderna se esmeraba todo lo que podía. Fue consciente de que reparar los tejidos superficiales no era suficiente, sino que también debía prestar atención a la arquitectura del rostro. Y de que, además de mejorar su estética, la cara debía restablecer su función.

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"Gillies solo podía recurrir a su imaginación para visualizar aquellas complejas intervenciones quirúrgicas, y era habitual verlo haciendo bocetos apresurados en sobres cuando se le ocurría alguna idea", escribe Lindsey Fitzharris, quien describe la fisonomía de aquel campo de batalla facial: "Narices arrancadas, mandíbulas hechas añicos, lenguas descuajadas y globos oculares reventados. En algunos casos, la cara entera se borraba como un tachón".

Qué impresión producirían en las gentes para que en los alrededores del Queen's Hospital pintaran de azul unos bancos reservados a los pacientes: así los paseantes podían apartar la vista del horror. "Un método que resultaba descarnado en su sencillez [...]. Por desgracia, esto no hizo más que aumentar la marginación de las personas desfiguradas", reflexiona la autora de El reconstructor de caras.

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El cirujano plástico Harold Gillies, protagonista de 'El reconstructor de caras'. — Capitán Swing

Cuando le quitaron las vendas, su madre no reconoció a su hijo, aunque disimuló su disgusto. "Se puso blanca como la cal. Por un momento pensé que se iba a desmayar, pero ni la más mínima expresión de su rostro ni su voz la delataron", recordaba la enfermera Black, quien percibió un brillo mientras colocaba unos biombos para ocultar la cama por petición del soldado. Era un vaso de afeitar en el que había visto reflejada su cara.

"El cabo X se hundió en el más profundo abatimiento. Fue como si el futuro que había imaginado muriera con la imagen de su reflejo. Tenía interiorizada la repulsión de la sociedad ante la visión de un rostro desfigurado y la volvió contra sí mismo. Con aquel aspecto no se sentía digno de ser amado", escribe la historiadora estadounidense.

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La enfermera trató de animarlo y le propuso que permitiese a su novia visitarlo. "Ya no va a venir", le respondió el soldado, quien acababa de enviarle una carta en la que rompía su compromiso con la falsa excusa de que había conocido a una mujer en París.

"No sería justo que una chica como Molly estuviera atada a un despojo como yo", le confesó a Catherine Black. "No permitiré que se sacrifique por lástima. De esta forma, nunca lo sabrá". Tampoco supo que, cuando salió del hospital, se recluyó en su casa de por vida.

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