Soleá Morente: "Vivimos bajo el dominio del Lexatin y el Instagram"
El quinteto Prado Negro firma un disco por el que desfilan poetas de la talla de José Ángel Valente, Luis Cernuda, María Zambrano, Luis García Montero o Josefina de la Torre. Un cancionero que reivindica el poder de la palabra escrita.
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madrid,
La autovía A-92 atraviesa de forma longitudinal buena parte de Andalucía. De Sevilla a Almería; pasando por Estepa, Antequera y así hasta internarse en la provincia de Granada. Si siguen, se toparán con la salida 264, Prado Negro. Las mimbres leerán, desvío que da título al nuevo proyecto músico-poético que firma Soleá Morente (Madrid, 1985), junto a Jaime Beltrán (Pájaro Jack), José Ubago (Napoleón Solo), Rocío Morales y Mario Fernández ‘Mafo’.
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El nombre les gustó por motivos tímbricos –“nos sonaba muy flamenco”– y también por una cuestión mucho más prosaica –“era la salida que cogíamos para ir al estudio de grabación”–. Fue ahí, en pleno poniente granadino –última frontera de Al-Ándalus– donde el quinteto fue confeccionando su particular dique de contención frente a la vorágine de lo cotidiano. Un disco que es también un llamado a la contención en tiempos poco a dados a la calma.
“Ya no hay tiempo para escuchar de verdad –se queja Soleá–, Prado Negro nace un poco de esa necesidad de parar y reflexionar, de encontrarnos con el otro y con nosotros mismos, pensamos que debíamos echarle cuentas a la literatura, a la lectura como encuentro pero también como forma de parar un poco el tiempo”. Así fue como empezaron a desfilar por el libreto de lo que más tarde se llamaría Las mimbres poetas de la talla de José Ángel Valente, Luis Cernuda, María Zambrano, Luis García Montero o Josefina de la Torre.
Una reivindicación de la palabra escrita cuyo germen lo encontramos en la devoción que la mediana de los Morente siente por la poesía de Valente. “Mi padre cantó en su día sus versos, también lo hizo Paco Ibáñez, músico al que venero, recuerdo ir en el tren y empezar a leer Sé tú mi límite, un poema que me enamoró y que parece que habla del límite pero en realidad está hablando de la libertad”, palabra que Soleá evoca mirando al techo con los brazos extendidos y las manos ligeramente abiertas, como implorando al todopoderoso la gracia de seguir haciendo lo que le pete.
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“Siempre que me atrevo a hacer algo flamenco me enfrento a muchas críticas agresivas por parte del purismo”, se lamenta. Algo que, pese a la hostilidad que plantea el camino, no parece intimidarle: “Intentar ser libre tiene sus consecuencias, tengo la sensación de estar siempre en tierra de nadie, pero es que me interesa el espacio que no tiene nadie, el espacio por conquistar o el espacio propio”, apunta la cantante en clara alusión a la Woolf, cuyo ensayo acaba de leer y, confiesa, le ha inspirado mucho.
Estamos pues ante un nuevo viraje de Soleá. Un experimento que corre en paralelo a su agenda en solitario y con el que se aleja del Ole lorelei (Sony, 2018) –disco en el que su ramalazo pop convivía con el funk, el trap y el flamenco más reconocible y canónico–, para construir un armazón hecho a medida de un puñado de versos ajenos; orfebrería al servicio de la rima que, en palabras de Jaime Beltrán –autor de la mayoría de las adaptaciones–, confiere a la poesía “una nueva dimensión que supera la intimidad de la lectura y alcanza el ámbito de lo compartido, como si ganara una segunda vida”.
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"Siempre que me atrevo a hacer algo flamenco me enfrento a críticas agresivas por parte del purismo"
Un viaje de ida y vuelta cuyo origen hay que buscarlo en antologías diversas y que, de la mano de este joven quinteto, se convierte en un cancionero que cuida y acompaña la palabra escrita. Solo en una ocasión el camino fue el inverso y de los acordes surgieron los versos, aunque en realidad –siendo rigurosos– fue un sinte en bucle el que concitó la magia. El artífice, cómo no, fue el poeta y catedrático granadino Luis García Montero, proclive a la aventura intergeneracional –véase su reciente colaboración con el músico Quique González– desde su poltrona en el Cervantes. “Fue un proceso misterioso y divertido, le mandamos una canción sin texto, para que se inspirara, y estuvimos a la espera hasta que un buen día nos dijo, chicos, esto es lo que me ha salido”.
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Y lo que le salió fue Europa, una de las gemas del disco. “Es como un alegato por la paz, el diálogo y la ilusión”, prosigue Soleá. Un poema crítico que tras el pertinente diagnóstico –Escuchemos a este mundo cansado de la espada/ a este frío en las manos de la historia/ a los ojos que pierden la esperanza/ avisemos del llanto en las orillas– nos devuelve una mirada de esperanza que se enfrenta a la pesadilla del presente –Avivemos la hoguera que se apaga/ y decretemos la expulsión del odio/ del miedo a la otra piel de la serpiente/ del veneno que mancha las palabras/ del lodo puritano que nos muerde–.
Del cancionero a los ansiolíticos
El lanzamiento de Las Mimbres coincide en el tiempo con No puedo dormir, avance de lo que será el tercer disco en solitario de la cantante, que verá la luz a principios de año. Una canción con hechuras de habanera que, entre ansiolíticos, desamores y fatigas de la muerte, desliza una tímida crítica social: “Vivimos dominados por el Lexatin y el Instagram, por un lado tomamos estas pastillas que nos restan lucidez, y por otro llevamos una doble vida en las redes sociales, una vida obsesionada con el éxito”.
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Un desquicie colectivo del que Soleá se apea. Su música –o mejor; la búsqueda constante de su música– es lo único que parece importarle, consciente de que sólo a través de ese atrevimiento podrá su arte alcanzar un trocito de verdad. “No me preocupa que no me ubiquen en una determinada etiqueta, tampoco que no sepan si soy cantaora o cantante, yo me defino como una aficionada al arte, hago música para ser libre, no pretendo demostrar ningún don, tan sólo ser libre”, zanja mientras mira de nuevo al techo y extiende ligeramente los brazos. Que así sea.