sherlock holmes
Sherlock Holmes El verdadero Sherlock Holmes: el perspicaz médico que inspiró a Conan Doyle para modelar a su detective
Joseph Bell diagnosticaba a muchos pacientes con solo echarles un vistazo. El método analítico y la deducción lógica del profesor de la Universidad de Edimburgo serían una fuente de inspiración para el escritor, quien bebió de otros mentores.
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madrid, Actualizado:
Quizás todo sea Quijote y Sancho: el Zorro y Bernardo, el Llanero Solitario y Toro, Phileas Fogg y Passepartout —aunque los rezagados de la generación X y los milenials más tempraneros quizás tomasen el postre con Willy Fogg y Rigodón—, Batman y Robin… Y, por supuesto, Sherlock Holmes y Watson, quienes entre caso y caso sembrarían sus semillas para que germinasen otras emblemáticas parejas, desde Hércules Poirot y el capitán Hastings hasta el doctor House y el sufrido Wilson, pasando por Guillermo de Baskerville —el fraile sabueso de El nombre de la rosa, cuyo apellido remite a una novela de Arthur Conan Doyle— y su pupilo Adso de Melk.
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Pero más allá de las referencias quijotescas, el escritor escocés se inspiró en un profesor que le dio clases de Medicina en la Universidad de Edimburgo en 1877. Joseph Bell, cuyo talento analítico se ve reflejado en Sherlock Holmes, diagnosticaba a muchos pacientes con solo echarles un vistazo. Una capacidad de observación que no pasaría desapercibida para la policía de la época, que llegó a requerir sus servicios para desentrañar algún crimen. Le bastaba fijarse en la pinta del enfermo, en su forma de moverse o en cómo vestía para saber qué mal le afligía, un don que nos recuerda a Gregory House, cuya mala leche no casa con el carácter cordial del precursor de la medicina forense, descrito por Conan Doyle como atento y amable tanto con sus alumnos como con sus pacientes.
House tiene mucho de Holmes, aunque el primero se jarta de opiáceos con la excusa de que le duele la pierna y el segundo, de cocaína, simplemente por aburrimiento, porque los casos que se le presentan no están a su altura. O sea, cuando Sherlock sube, Gregory baja. Un vicio que no compartía Joseph Bell, quien, como todo buen gallego, se quedaba en medio de la escalera, de ahí que no extrañe la petición de aquel tipo que solicitó a David Cameron que los gallegos sustituyesen a los escoceses en el Reino Unido si el país declaraba la independencia. En el fondo, argumentaba en Change.org, Galicia va sobrada de lluvia y gaitas, mientras que el acento de un gallego hablando inglés es más fácil de entender que el de un escocés (sic).
No sabemos cómo era el deje de Joseph Bell (Edimburgo, 1837-1911), pero sí que se fijaba precisamente en el acento de sus pacientes para diagnosticar qué enfermedad padecían, así como en su dieta o en su profesión. Años después de conocerlo en el Royal Infirmary of Edinburgh, el hospital universitario de la capital escocesa, Conan Doyle esculpió a Sherlock Holmes a su imagen y semejanza, aunque el físico podría corresponderse —según algunas fuentes— con el de un viejo compañero de la facultad que respondía por Sherrinford, el mismo nombre que el del supuesto hermano de Mycroft y Sherlock Holmes, que Conan Doyle barajó en un principio para bautizar al detective. Sea como fuere, en Estudio en escarlata, el doctor Watson lo describe como "extraordinariamente enjuto", de "mirada aguda y penetrante" y con nariz "fina y aguileña".
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No obstante, la imagen que se quedó fijada en las retinas de los lectores de la época fue la de los retratos de Sidney Paget y, con los años, la del rostro de los actores que dieron vida al detective, aunque si algo ofrece la lectura es la posibilidad de imaginarse a Holmes como a cada quien le venga en gana. De hecho, tanto las ilustraciones como las películas contribuyeron a modelar la figura del detective, puesto que la gorra de cazador —una deerstalker que, en realidad, ya había aparecido un año antes en unos grabados del Bristol Observer, pero sin firmar— fue un aporte de Paget asimilado por el intérprete William Gillette, quien decidió fumar en una pipa curvada porque el humo que expulsaban las rectas difuminaban su rostro en la gran pantalla.
Pero volvamos al profesor Bell o, lo que es lo mismo, a Holmes, porque si el primero hacía deporte, escribía poesía, practicaba la jardinería y era un ornitólogo aficionado —al tiempo que cazador—, el segundo actuaba en el teatro de la universidad, estudiaba química y se interesaba por la medicina, el derecho y la música. Huelga decir que al propio Arthur Conan Doyle, formado como médico y cirujano, le gustaba dibujar, boxeaba y, lógicamente, se consagró a la escritura, aunque su personaje más famoso terminaría eclipsando al autor, hasta el punto de que decidió matarlo en el relato El problema final. Sin embargo, no le quedó otro remedio que resucitarlo ante las protestas de sus lectores, detalle que no tendría el inmortal Holmes cuando en 1930 falleció su padre literario, quien a lo largo de su vida había arrastrado problemas de alcoholismo y depresión.
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"Debemos enseñar a los estudiantes a observar atentamente", defendía Bell. "Para interesarlos en esta tarea, conviene que los profesores les mostremos cuántas cosas puede la observación experta descubrir en asuntos como el pasado, la nacionalidad y la ocupación de un paciente... La fisionomía nos dice la nacionalidad; el acento, la región y, si tenemos el oído instruido, hasta el municipio. Casi todos los oficios manuales dejan su firma en las manos. Las cicatrices de un minero son distintas de las de un cantero. Los callos de un carpintero no son como los de un albañil". Los recursos del profesor, como el método analítico y la deducción lógica, serían una inspiración para Conan Doyle, interesado en las historias de detectives.
Sin embargo, no conocía cómo trabajaban en la vida real, escribe Michael Sims en Arthur y Sherlock. Conan Doyle y la creación de Holmes (Alpha Decay), donde analiza el proceso de construcción del personaje: "Se acordó especialmente de su profesor favorito [...]. Arthur siempre había admirado su capacidad no solo para diagnosticar enfermedades, sino también para captar detalles de la vida personal de los pacientes. Pensó en los curiosos hábitos del profesor: observar atentamente las huellas dactilares y los puños de los pacientes para conocer en qué trabajaban y cómo se divertían; fijarse en el acento, en las manchas de barro de las botas".
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Ya tenía un modelo para esculpir a Sherlock Holmes. "Si fuera detective, pensó Arthur, Joseph Bell adoptaría un método moderno y sistemático para resolver los crímenes. Tendría conocimientos prácticos de química y medicina forense, así como un saber enciclopédico sobre historia del crimen. Se preguntaría por todo lo que implican los pequeños detalles. Un personaje así sería un paso adelante en la novela policíaca: sería un detective científico", prosigue Sims, quien matiza que, si bien el molde fue el doctor, el desarrollo de Holmes fue más complejo. Para empezar, el propio Bell emulaba a su admirado profesor James Syme, un cirujano que le repetía a sus alumnos: "Aprendamos a reconocer las características de una enfermedad o una herida con la misma precisión con que reconocemos las características, los andares, las maneras de nuestros amigos más íntimos".
Además de él, también fueron una fuente de inspiración otros profesores, como Charles Wyville Thomson, William Rutherford y Henry Littlejohn, quienes impartían zoología, fisiología y medicina forense, respectivamente. Y, pese a que se jubilaría un año después de que Conan Doyle ingresase en la facultad, del eminente toxicólogo Robert Christison aprendió cómo se debían examinar los cadáveres o que, para cerciorarse de que una sustancia es venenosa, no hay nada mejor que degustarla, aunque luego tuviese que recurrir al agua con la que se afeitaba para vaciar el estómago. No obstante, sin duda fue Bell el patrón del que se sirvió para confeccionar a Sherlock Holmes.
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Conan Doyle lo reconocía en una entrevista, donde dejaba claro que no había surgido de su "conciencia interior", sino que era la "encarnación literaria" de su profesor. "Empecé a pensar en convertir los métodos científicos en métodos detectivescos, por así decirlo... Me dije: Si un hombre de ciencia como Bell se metiera a detective, no haría las cosas al azar. Procedería de una manera científica. Con esto en mente, puede imaginarse que tenía una nueva idea de detective, y era una idea que me interesaba desarrollar", comentaba el escritor, quien le atribuiría la paternidad a su mentor, destinatario de la siguiente carta.
"Si a alguien debo el personaje de Sherlock Holmes, es sin duda a usted, y aunque en los cuentos tengo la ventaja de meterlo en toda clase de situaciones dramáticas, no creo que su trabajo analítico sea ni mucho menos una exageración de lo que le he visto hacer a usted con los pacientes. Basándome en la idea de la deducción, la inferencia y la observación que usted nos inculcó, he tratado de construir a un hombre que lleve las cosas tan lejos como sea posible, y a veces más allá, y me alegro mucho de que el resultado le guste, porque es usted el crítico que más derecho tiene a ser severo", firmaba Conan Doyle.
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Cuando el periodista que lo había entrevistado le escribió a Bell para contrastar las respuestas, el profesor respondió con modestia: "El doctor Conan Doyle, con su imaginación genial, ha hecho mucho con muy poco, y su caluroso recuerdo de uno de sus antiguos profesores ha coloreado el cuadro". Aunque admitía que él y otros habían inculcado a sus alumnos la deducción y la observación, insistía en quitarse mérito: "Sobre esta leve base, el genio y la poderosa imaginación del doctor Conan Doyle han dado a las historias de detectives un punto de partida nuevo, pero deben mucho menos de lo que él cree a su sincero servidor".
Bell incluso llegó a publicar un artículo en The Bookman en el que sostenía que el "legado docente" de James Syme había dejado huella en el método del escritor. "El estudio de la medicina le enseñó a observar, y el ejercicio de esta profesión, como médico general y como especialista, ha servido de excelente entrenamiento a un hombre como él, dotado de vista, memoria e imaginación", relataba el profesor, quien resaltaba la importancia la capacidad de observación y elogiaba los relatos de su pupilo. "A muchas personas que tenían muy poco interés en su vida y entorno cotidianos les hacen pensar que, si mantienen los ojos abiertos, quizá la vida ofrezca muchas más cosas de las que nunca soñó. Hay un enigma, toda una partida de ajedrez, en muchos pequeños incidentes callejeros o sucesos triviales, si de pronto sabemos mover las piezas".
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¿Mas había realmente algo de Conan Doyle en su detective? ¿Acaso era una proyección en la que se veía reflejado el autor de El sabueso de los Baskerville? "Muchos escritores de novelas policiacas han hecho de sus protagonistas una especie de alter ego heroico", explica en su libro Michael Sims. "Pero a Arthur el valor le era tan natural que no tuvo que imaginar qué era el desdén hacia el peligro para atribuírselo a Sherlock Holmes. No tenía más que acordarse de su propia valentía cuando ingería sobredosis de veneno [como Bell], aporreaba ballenas, boxeaba con marineros o esquivaba tiburones". No tan elemental, querido Watson, como tampoco lo es la popular frase, nunca escrita por Conan Doyle y cuya autoría corresponde al cachondo —en la acepción de divertido— P.G. Wodehouse.