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Actualizado:"Merichane somos todas mis historias. He querido contar lo que viví tal y como fue para mí. Llegar a hacerlo no ha sido fácil. He tenido que aceptar y asumir que aquellas historias sucedieron de verdad, pero que el mantenerlas escondidas no solo no me hacía sentir mejor sino que protegía a las personas que me habían hecho daño".
Así explicaba Zahara a través de sus redes su último lanzamiento, Merichane. Sobran, en todo caso, las explicaciones. La canción no deja mucho espacio a la duda. La jienense se despacha sin artificios ni metáforas; a bocajarro. No se esconde. La letra de Merichane es una oda al oprobio machista, una sucesión de violencias con sus heridas consecuentes. Esas que nunca terminan de cicatrizar, que te acompañan para siempre.
Merichane es el mote que le pusieron en la escuela, cuando apenas tenía 12 años, apodo que popularmente se utiliza para señalar a "la puta del pueblo". Zahara se sirve del apelativo y lo convierte en canción. Una forma de expiar el trauma, un intento por sublimar el dolor a través del arte que apela también a un sujeto colectivo. No en vano al poco de la confesión melódica de Zahara nacía #YoEstabaAhí, un hashtag que denuncia desde lo colectivo una violencia que es estructural.
Zahara no es la primera ni será la última. Digerir el trauma no siempre es fácil y la creciente visibilización de determinadas violencias podría estar fomentando una necesaria redención creativa. Rozalén le puso voz y música a esa violencia cotidiana. Lo hizo en su aclamada La Puerta Violeta, pero también de puño y letra en Cerrando puntos suspensivos (Verso&Cuento), un libro en el que volcó su experiencia como víctima de violencia de género.
La exvocalista de Amparanoia, Amparo Sánchez, hizo lo propio en La niña y el lobo (Ediciones Lupercalia), un intento por secar al sol viejas heridas nunca restañadas. Heridas que ya arrastraba cuando cantaba aquello de "adiós mi corazón, que te den, que te den por ahí, que no me supiste dar ni un poquito lo que te di a ti". No hace falta leer entre líneas.
'Podría destruirte'
Su no nominación a los Globos de Oro ha supuesto uno de los chascos del año. No en vano Podría destruirte (HBO) es considerada por muchos la sensación seriéfila de la temporada. Corre a cargo de la actriz y guionista Michaela Coel, hija de una inmigrante ghanesa capaz de convertir en pura televisión las secuelas de una violación.
Coel fue abusada sexualmente una noche de fiesta después de que le echaran droga en la bebida. El trauma dio paso a la catarsis y Coel no dejó de escribir. Jornadas interminables frente al ordenador trufadas con un poco de yoga y un mucho de terapia. El resultado es un sugerente concentrado hecho a base de humor, ternura y patetismo, un retrato doliente de la cultura de la violación.
La Manada en escena
Basada en las actas del juicio de La Manada, Jauría revisita aquel infausto 7 de julio de 2016 en el que un grupo de cinco chicos se cruzaron de madrugada en las fiestas de San Fermín con una chica a la que acabaron violando, unos hechos por los que fueron juzgados y condenados a 15 años de prisión. El escritor y director teatral Jordi Casanovas se sirvió de las transcripciones del juicio para armar un auténtico tour de force interpretativo en el que la actriz María Hervás se desangra emocionalmente.
Una ficción documental a partir de un material muy real, demasiado real, que nos permite viajar dentro de la mente de víctima y victimarios. Un juicio en el que la denunciante es obligada a dar más detalles de su intimidad personal que los denunciados. Un ejercicio de claustrofobia sobre las tablas que sobrecoge.
Ella tenía 13, él 51
Se conocieron en una de las cenas literarias a las que asistía la madre de la escritora Vanessa Springora, responsable de prensa de una editorial, que habían permitido a una joven soñadora crecer entre libros y figuras como Gabriel García Márquez o Umberto Eco. Ella tenía 13, él 51. Ella era todo augurios, él un reconocido escritor llamado Gabriel Matzneff.
Ahora Vanessa tiene 48 años y ha tenido a bien poner por escrito, con el consiguiente escándalo, el abuso que sufrió con trece años. Lo hace en El consentimiento (Lumen, 2020), un relato con el que la autora acusa a toda una sociedad de mirar hacia otro lado y tolerar la pederastia. Springora, con su valentía, ha puesto sobre el tapete una incómoda constatación: "Todos lo sabían y nadie hizo nada".
Pintar el horror
Fíjense en el detalle del cuadro que cierra esta información. Contemplar la revisión que la pintora Artemisia Gentileschi −con tan solo 17 años− hace de Susana y los Viejos, un tema usual en la pintura religiosa, evidencia de qué manera la autora se desvincula de esa mirada masculina que retrata a la mujer como un ser pasivo al servicio de las veleidades machirulas, para ofrecer una alternativa en la que subrayar el horror de Susana ante la agresión en ciernes de unos lascivos octogenarios.
Porque Artemisia sabía bien qué quería pintar y cómo hacerlo. Razón, aquí: "Cerró con llave la habitación y después me tiró sobre la cama, inmovilizándome con una mano sobre el pecho y poniéndome una rodilla entre los muslos para que no pudiera cerrarlos y me levantó las ropas, algo que le costó muchísimo trabajo. Me puso una mano con un pañuelo en la garganta y en la boca para que no gritara (...). Yo le arañé el rostro y le tiré del pelo".
Así relató la joven una agresión sexual por parte de su profesor de pintura, Agostino Tassi, hace más de cuatro siglos, concretamente en el año 1611. Una violencia por el simple hecho de ser mujer que supo sublimar a través de su arte. Una hazaña, la de Artemisia, que no ha dejado de repetirse y que, en cierto modo, se ha perpetuado hasta nuestros días. Es la revuelta de las Merichane.
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*ESTE ARTÍCULO HA SIDO MODIFICADO ELIMINANDO LA ALUSIÓN AL PRÓXIMO LIBRO DE LA PINTORA PAULA BONET. "'LA ANGUILA' NO ES UNA NOVELA CONSECUENCIA DEL ACOSO QUE SUFRÍ Y DENUNCIÉ EN REDES", HA ACLARADO LA PROPIA AUTORA.
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