Pucho Boedo: llanto por el Frank Sinatra gallego
El Concello de A Coruña concede una calle al ‘crooner’ que, al frente de Los Tamara, puso banda sonora a la emigración y fue pionero en el uso de la lengua vernácula con Franco
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Una mujer ingresa en un hospital de Miami tras sufrir un violento atraco. Sufre amnesia y no se acuerda ni de su propio nombre. Los encargados del centro médico no saben a quién enviarle las facturas, pues lo único que sale de su boca son retazos de canciones que remiten a Galicia, la madre tierra de tantos cubanos que dejaron atrás la isla. “A Santiago voy / ligerito caminando y con mi paragüitas / por si la lluvia me va mojando”. El corte figura en la cara A de un sencillo de Los Tamara editado en 1967, cuyo reverso se apropia del I Feel Good de James Brown, rebautizado para la ocasión como Soy muy feliz. “A Santiago voy / ligerito suspirando por mi niña Carmela / que en Compostela me está esperando”, canturrea la señora, mientras el cónsul español la busca por toda la ciudad. Sus vecinos desconocen su paradero y las cartas se acumulan desde hace un año en el buzón. El diplomático pregunta aquí y allá por María Romo, pero nadie sabe quién es. Ni siquiera ella.
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Aunque hace referencia al lloro desconsolado de una adolescente que ha visto partir rumbo a América a un amor destilado bajo la luz de la luna, Los Tamara provocaron inundaciones en pisos y barracones de obreros diseminados por Suiza, Holanda, Alemania, Reino Unido, Francia o Bélgica, que concentraron desde los años sesenta la mano de obra gallega. Hasta esos lejanos destinos acudió con su orquesta Prudencio Romo, que, como ya habrán supuesto, era el hermano de María. No sabemos si el remedio era peor que la saudade —esa enfermedad no diagnosticada que se manifiesta cuando uno siente una acusada nostalgia de algo ya vivido que se desea con ahínco—, pero Los Tamara instalaron hospitales de campaña en los centros regionales para tratar de combatir con sus melodías melancólicas la morriña, un mal que campaba a sus anchas por Europa y para el cual aún no se ha encontrado una cura definitiva. Los Tamara, por supuesto, cantaban en gallego, una lengua proscrita por Franco, lo que permitió a quienes no habían leído un poema en su vida conocer los versos de Celso Emilio Ferreiro, Eduardo Pondal o Rosalía de Castro. “La gran poesía autóctona se convirtió en una música mayoritaria al posibilitar que llegase a cada rincón del país y a la emigración”, explica el artista Xurxo Souto, director del documental Pucho Boedo, un crooner na fin do mundo.
“Conocer el dolor tan pronto le permitió tener argumentos que compartir”, cree Souto, cuyo documental da la palabra a Manuel Rivas, otro valedor de su figura. “La hondura se manifiesta en sus canciones”, afirma el escritor. “Es como si su voz tuviese memoria, por eso resulta tan emotiva”. El crítico Fernando Fernández Rego va más allá y entronca su vacío con el de músicos de la talla de Johnny Cash, Ian Curtis o Nick Drake. “Muchas de las voces más sentidas fueron producto del sufrimiento del alma”, añade el autor del libro 50 años de pop, rock e malditismo, quien recuerda que el rapaz fue “un buscavidas” hasta que una década después empezó a cantar en Radio Juventud, lo ficharon Los Trovadores tras ganar un concurso y logró enrolarse en Los Satélites, con quienes viaja a Venezuela en 1954 reclamados por el Lar Gallego. Ninguna orquesta local había cruzado el charco, aunque El Dorado caraqueño no los deslumbraría tanto como imaginaban. Un paisano sin escrúpulos los había engañado: sin contrato, las actuaciones apenas les dieron para pagar el pasaje, por lo que se vieron obligados a tocar durante casi un año en el país suramericano.
“El sello francés Bel Air los mete en el circuito extranjero”, explica Fernández Rego. La orquesta de Romo, un orfebre musical, recorre Marruecos, Túnez, Líbano y Argelia, donde los sorprende la guerra de independencia, por lo que se ven obligados a salir pitando hacia Marsella en un avión fletado por la Cruz Roja. Luego, actúan dos meses en la Olympia de París, una hazaña a la que se sumará Pucho cuando el cantante de Los Tamara se enamora perdidamente y se fuga con una chica a Córcega en lo que se tarda en cerrar los ojos para dar un beso de tornillo. El solista coruñés llega a tiempo para sacar pecho en el mismo escenario que Jacques Brel o Charles Aznavour, mientras que aprovecha la estancia para tratar de encontrar a su hermano entre la comunidad de refugiados españoles (sin embargo, Manuel estaba en Venezuela, donde no se cruzó con él de milagro durante sus noches en Caracas). Una historia de amor enfebrecido propicia que se junte una de las grandes orquestas del país con la que sería la gran voz de la canción ligera gallega. O quizás sería suficiente decir La Voz: “Fue nuestro Frank Sinatra”, afirma Fernández Rego, responsable de La Fonoteca y autor de Saudade, una biografía sobre Andrés Dobarro.
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“El llamado salón de té Casablanca era muy moderno en la época y tenía un escenario giratorio y un techo que se abría en verano”, detalla la periodista madrileña Ada del Moral. “En los años treinta, las orquestas tocaban música americana, aunque tiempo después entró en decadencia, si bien siempre conservó cierto empaque”, añade la autora de Noches de Casablanca. Una historia republicana. “De hecho, lo derrumbaron en los años setenta, algo que nunca deberían haber hecho, porque fue una barbaridad”. Proyectado por el arquitecto Luis Gutiérrez de Soto, responsable del diseño de la coctelería Chicote, era un edificio singular. Precedido en la entrada por un espigado luminoso con forma de palmera, su autor pretendió crear, según él, “una especie de jardín de invierno en un país caluroso”. Allí sonaban los ritmos tropicales de Los Tamara, cuyo repertorio abarcaba desde el tango hasta el bolero. Pucho alternaba el micrófono con otro vocalista, que se encargaba de las canciones más pop, mientras que él interpretaba rancheras, jotas, merengues, estándares anglosajones, clásicos de la canzone y joyas de la chanson en español, inglés, francés, italiano o ¡griego! (escúchese Zorba el griego, de Mikis Theodorakis, quien compartía repertorio con Otis Redding, Elvis Presley o Wilson Pickett). “Fueron de los primeros que tocaron un twist en España”, recuerda Nonito Pereira. Ojo, porque Los Tamara también presumían de souleros y hasta se atrevían con himnos como Hutsch, compuesto por Joe South, antes de que lo popularizasen mundialmente Deep Purple o Kula Shaker.
Manuel Rivas ha pedido repetidas veces que se le dedique el Día das Letras Galegas. En 2002, escribió a la Real Academia una carta en la que exponía los motivos para concederle tal distinción: “Cantó a Rosalía, a Añón, a Curros, a Celso Emilio… Hizo de esos poemas himnos populares. Tuvo coraje, tuvo amor y tuvo sentido de la belleza”. Años antes, el autor de El último día de Terranova lo había calificado como "el cantor más venerado por las gentes humildes". Una devoción comparable, en el terreno deportivo, a la motivada por las gestas de Luis Suárez o Amancio, quien compartió pupitre en el colegio de Doña Manolita con Peri, el batería de la banda. “Hay que destacar su labor a favor del idioma y las raíces”, subraya Fernández Rego, mientras que Nonito Pereira deja claro que era un grupo de boîte hasta que con Galicia terra nosa (1964) “explota la vena galleguista y se rodea de una aureola cultural”. Hasta entonces, no les habían dejado cantar en su idioma, pero Zafiro toma nota del éxito de ventas y les da carta blanca. “Ahí nace el mito galleguista de Los Tamara”, apunta Pereira. En casa ha nacido una superestrella, mientras que en la diáspora el crooner coruñés se erige en el símbolo de la matria ausente. Como dice Souto, “la cultura flamenca tiene a Camarón y nosotros, a Pucho”.
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La taberna estaba a escasos metros del palco, adonde se subía el cantante coruñés después de dar buena cuenta de unas tapas de pulpo y calamares. “En el descanso, a eso de las once de la noche, pedía carne asada y vino. Y a la una de la madrugada se tomaba unos cafés y, a veces, incluso otro pincho”. Cenas pantagruélicas regadas con ribeiro durante la actuación. “Mero, mi marido, les regalaba una botella de coñac o de vino para que la bebiesen en el escenario, y ellos siempre correspondían dedicándonos una canción”, recuerda María. La verbena era la expresión cultural por excelencia en aquella Galicia. “El baile duraba hasta las siete de la mañana y por la noche no quedaba nadie en casa: el pueblo entero iba a verlos. Venía toda A Coruña, estudiantes de Santiago y hasta gente de Lugo”. Además de sus dotes musicales, era un conquistador. “Guapísimo, educado, bien vestido... Una maravilla, no como los trapalleiros que anda ahora por ahí”, añade la dueña de O Vinteoito, que con su cierre mandó de vuelta a casa a los taceiros, quienes entre trago y trago de ribeiro entonaban a capela las cantarelas de Los Tamara y otros clásicos populares. Signo del fin de una época, cuyos ecos todavía se escuchan en alguna tasca de la capital de provincia, donde el alma de Pucho sigue resonando.
La fama y el cariño quedaban lejos, aunque contaba con el apoyo de Amador y de Paco Buyo, que jugó de portero en el equipo local antes de fichar por el Deportivo, el Sevilla y el Real Madrid. Sin embargo, a Boedo le podía el corazón y, además, necesitaba el dinero, por lo que siguió cantando en solitario. “¿Piensas volver al terruño?”, le preguntaba un reportero de televisión. “Yo jamás he salido de mi tierra”, respondía Pucho, como podría hacerlo cualquier gallego en la emigración. Cuando llegaron los homenajes de A Coruña y de Londres, se colgó el cartel de “no hay billetes”. En el Palacio de los Deportes de su ciudad lo secundaron Betty Missiego, Juan Pardo y Rocío Dúrcal. Había tanta gente que fue necesario habilitar la grada posterior al escenario. Cinco de enero de 1979: “Nunca pensé que tuviera tantos amigos”, agradece el crooner cuando sale al escenario. En el Porchester Hall, el programa era de cinco horas, pero la velada se demoró casi el doble, y eso que hubo que cancelar cuatro actuaciones porque la noche se había echado encima. Cuando se despidió con Galicia Terra Nosa (“E despóis na miña terra / quero vivir e morrer”), el público se puso en pie y gritó: “¡Pucho non morras! ¡Quédate con nós!”. Nonito Pereira, que ejercía de maestro de ceremonias, tampoco pudo evitar la emoción: “Regresé de Inglaterra con la sensación de que iba a ser eterno”.
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Para él, era una orquesta, no un grupo de pop, donde los vocalistas cobran más importancia y protagonismo. “Colaron como grupo yeyé, sin embargo eran unos viejos entre modernos. En ese sentido, no compartían ideología ni sesgo cultural. Es un relato perversamente ideológico, y te lo dice alguien a quien le gusta mucho Pucho”, concluye Álvarez, sin ánimo de ofender, pero sí de situar a Romo a la altura del cantante. Infelizmente, ambos habían compartido la desgracia de la represión del golpe de 1936. Hijo de un guardia de asalto conservador, permaneció fiel a la República, lo que motivó su encarcelamiento en el Castillo de San Antón “en unas condiciones que impresionaron de tal forma a su hijo que estuvo un mes sin hablar”, escribió Xosé Manuel Pereiro tras su muerte, en 1987, durante la convalecencia de una operación del corazón en el hospital de Santiago. A Pucho y a Prudencio, además de la música, también los unía el horror, aunque el primero vería cumplido uno de sus sueños. “Amigo, aquí tienes a una de las personas más queridas, que acabo de conocer”, le espetó Boedo a Manolito Núñez, miembro de la orquesta Foliada. “Te presento a mi hermano. Hace cincuenta años que no lo veo”. Era Manuel, el sindicalista huido.