Matute, la "inmoral"
Los sangrientos expedientes de censura de las novelas de la autora desvelan la represión por la que pasó la generación de los cincuenta en el franquismo
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El 5 de septiembre de 1948 el censor que leyó Los Abel, primera novela publicada de Ana María Matute, respondía al cuestionario del impreso de la Dirección General de Propaganda sección de censura de publicaciones del Ministerio de Educación Nacional: "¿Ataca al dogma? No. ¿A la Iglesia? No. ¿A sus ministros? No. ¿A la moral? Sí. ¿Al régimen y a sus instituciones? No". A pesar de su inmoralidad, el censor permite su publicación, "si la superioridad así lo cree oportuno", de este libro que retrata un país dividido en dos bandos irreconciliables y culpables ambos, siempre y cuando se eliminaran, eso sí, palabras y pasajes de casi 20 páginas.
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A los censores les dolía la literatura de Matute porque no soportaban la profunda raíz ética de la autora, que siempre colocaba al ser humano en el fracaso, derrotado, él y sus buenas intenciones, por el mal. Se revolvían en sus informes porque apreciaban la calidad del escrito, pero se resistían a aceptar la última intención de la recién galardonada con el Premio Cervantes: que "la novela debe herir la conciencia de la sociedad, en un deseo de mejorarla".
En el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares se encuentran todos los expedientes de la censura franquista. Son especialmente dolorosos los dedicados a la llamada generación de los cincuenta, entregada a "desvelar en los libros lo que la prensa callaba", como resume a este periódico Juan Goytisolo (Barcelona, 1931). Entre ellos, la obra de Ana María Matute sufre los ataques como ninguna otra. A cada libro publicado, nuevos tachones y más ojos comprobando cada escrito.
"Fue la que más lo sufrió", recuerda Goytisolo. La propia Ana María explicaba recientemente en el Instituto Cervantes, respondiendo a preguntas de la escritora Juana Salabert, que pasó "momentos muy malos en el franquismo". "No pude publicar hasta ni en un semanario cuando más lo necesitaba. Lo pasé muy mal porque nunca renuncié a decir lo que pensaba, siempre cortaban o suprimían de los libros", explicó.
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La mayor sangría de todas la padeció con la obra semifinalista del Premio Nadal de 1949, Luciérnagas. La Dirección General de Propaganda la tumba y en 1955 publica una revisión, muy podada, titulada En esta tierra. Ella siempre ha renunciado a esta novela, y no está incluida ni en la edición de sus obras completas de 1971. Ha sido imposible para este periódico averiguar la lectura que hizo la censura, porque en el expediente de Luciérnagas, en el Archivo General de la Administración, ha desaparecido la valoración del censor.
De estas dos obras se conservan las galeradas corregidas y el visto bueno de En esta tierra, de la que, satisfechos, dicen: "La obra está escrita con pulcritud y finura. Puede publicarse", estas últimas dos palabras en mayúscula. Por entonces la firma de Ana María tenía unas emes larguísimas, palos sin unir, rectos y tiesos, casi eles. Poco a poco, con los años, las novelas y los informes de censura, las emes de las firmas de Matute se unen, se apelmazan. Terminan siendo domadas, ya son emes normales.
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Con Los niños tontos, en una edición de 1.500 ejemplares y un precio de 50 pesetas, la censura entra en contradicción, en diciembre de 1956. A la lectora María Isabel Niño se le funden los plomos con este libro de cuentos con ilustraciones: "Poemas en prosa muy bien escritos; es lástima que en la mayoría de ellos impere el "tremendismo" aplicado a los niños. Son verdaderas pesadillas; así como los dibujos, de muy mal gusto por muy modernistas que quieran ser", escribe la censora.
Detalla página por página, cuento por cuento, y señala de alguno de ellos: "Triste e incomprensible para niños". En otros: "Página 6. El niño amigo del demonio. Suprímase. Inconveniente la tesis de que aquí el demonio le deja ser bueno e ir al cielo. Página 8. El gato le saca los ojos al niño. Deprimente, cruel. Página 12. Al hijo de la lavandera le tiran piedras los señoritos. Inconveniente por el mal ejemplo fácil de imitar".
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La conclusión tajante: "Por todo lo expuesto este libro es impropio de niños. Si se edita no podrá evitarse el que caiga en manos de ellas produciéndoles un daño tremendo. A los niños hay que tratarlos con más respeto. Rechazada su publicación totalmente". "Rechazada", en mayúsculas. Trece días después, otro lector, "F. Aguirre", apunta a mano en una esquina: "Poemas que aunque tratan de niños no son para niños, creo que se puede permitir su publicación".
"La censura actuaba sobre escenas concretas, pero el estilo no quedaba afectado", cuenta a Público José María Castellet (Barcelona, 1926), escritor, crítico literario, editor y último Premio Nacional de las Letras. "Nada de lo que ocurrió en los años del franquismo ha sido bien interpretado, como no ha sido bien leída la generación de los cincuenta. La censura era durísima con las multas y los secuestros de libros. Junto a Esther Tusquets, Carlos Barral, pedíamos hora para discutir sobre los libros censurados con Carlos Robles Piquer (Madrid, 1925) [cuñado de Fraga, y director general de Información, entre 1962 y 1967]".
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Castellet asegura que "hubo cautela, no autocensura", porque "la gente se atrevía, aunque se sabía que había cosas a evitar". "No se puede saber hasta qué punto existió la autocensura. Sabías que no te podías meter con ciertas cosas. Uno lo sabía y apuraba", cuenta el premio Cervantes Juan Marsé, que vio cómo Robles Piquer prohibió Si te dicen que caí. "Nunca sabíamos si funcionaba o no a menos que te liases la manta a la cabeza, yo lo hice con esa novela y tuve que publicarla en México", recuerda.
Precisamente, la experiencia con la autocensura obligó a Juan Goytisolo a exiliarse a París. "Hice Campos de Níjar para que no pudieran agarrarse a nada", explica el autor y su expediente de 1959 lo confirma, el censor dio el visto bueno con una sinopsis de lo más ligera. "Pero la verdad es que con este triunfo me di cuenta de que al autocensurarme colaboré con la censura. Así que con Señas de identidad decidí que no volvería a pasar, y desde entonces fue todo vetado hasta la muerte de Franco. Fue muy frustrante aunque se pudo leer en Buenos Aires, México y París".
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Eduardo Mendoza, que tuvo que brear con los estertores de la censura con su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta (1975), reconoce que la generación que le precedió lo pasó "realmente mal porque querían hablar de unas cosas que a nosotros, los señoritos novísimos, no nos gustaba". "Sólo creíamos en la literatura y que la denuncia correspondía a la prensa. Ellos tuvieron que sufrir la censura y la militancia", cuenta el nuevo premio Planeta.
El autor de Riña de gatos explica que han tenido poco reconocimiento porque "cuando llegó el momento y la censura pasó, había pasado su momento". "Además, hay otra cosa que los barre totalmente: el boom latinoamericano. Con aquel carnaval, todo quedó como una resistencia anacrónica. La historia de la literatura no es benevolente, es tan darwiniana como cualquier otra".
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"Fue una masacre. Ella siempre tuvo problemas con la censura, porque daba una visión muy cruda. No se metió con Franco, pero dejaba fatal a la sociedad franquista. La censura la destrozó", explica la escritora Ana María Moix (Barcelona, 1947). La sangría corre con los informes escritos sobre Los hijos muertos, hasta tres durante el mes de julio de 1958. El primer lector la define como una "novela realista de acción de ideas" y se reserva para el final el análisis para incluir el término que hace saltar las alarmas: "Trozos de nuestra Guerra Civil, más o menos ásperos, pero que todos ellos se integran en la vieja historia familiar con multitud de tipos y caracteres". En rojo "Guerra Civil".
Una semana después piden la opinión del censor José Pablo Muñoz, que entra con la tijera hasta el fondo y manda suprimir palabras, expresiones y pasajes de más de 20 páginas. Tachadas sobre rojo "la puta", "los maricones sucios", tacos y el párrafo que más les duele cuando Matute define a su personaje Isabel Corvo como "la cristiana, la justa, la intachable", después de haberle puesto en su boca querer quemar a una mujer y enterrar vivo a su marido en la nieve.
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La última mano que estropea Los hijos muertos es Ignacio Eznarriaga, que con bolígrafo azul vuelve a tachar la parte ya tachada de Isabel Corvo y aclara que los "pasajes censurables" deben "suprimirse por puntos suspensivos, pues aunque reflejan un modo de hablar corriente de los personajes no son imprescindibles". "Abundan las frases malsonantes y epítetos que sin menos cabo de la acción podrían suprimirse", cierra autorizando su publicación bien castrada, llena de silencios irrecuperables.