Joy Division, 40 años de confinamiento
El periodista británico Jon Savage publica una historia oral de Joy Division, cuando se cumplen 40 años del suicidio del líder del grupo, Ian Curtis. Una obra que cuenta con los testimonios de las personas que cercaron la zona cero de la banda.
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madrid, Actualizado:
Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás (Reservoir Books), el libro que el periodista musical Jon Savage dedica a Joy Division, se lee como una tragedia a cámara lenta. Una tragedia de cuatro años de duración que dejó a su paso dos álbumes de estudio, varios conciertos legendarios y ningún gran éxito. Números un tanto exiguos si los comparamos con el interminable legado de una música cuyo eco aún hoy, 40 años después, reverbera en muchas otras bandas.
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«Todavía no sé de dónde salió Joy Division». La confesión, hecha a bocajarro al comienzo del libro por Tony Wilson, fundador de la discográfica Factory Records y amigo de la banda, abre la veda de una historia oral que busca, precisamente, encontrar ese maldito agujero por donde brotó a mediados de los 70 toda esa música oscura y bella. El viaje al pasado lo integran algunos de los supervivientes −amigos, amantes, músicos, diseñadores, promotores...− que cercaron la zona cero de la banda durante aquellos cuatro años.
«Horrible, industrial y muerto»
Así describe el suburbio de Salford, centro de operaciones de Joy Division, Bernard Sumner, guitarrista de la banda. Una suerte de charca apenas separada de la ciudad de Manchester por el río Irwell. «No creo que llegara a ver un árbol hasta que cumplí los nueve años», apostilla Sumner. Un paisaje post-industrial que fue capital del mundo moderno y que en aquellos años −coinciden los testimonios recogidos− era lo más parecido a una letrina.
El germen de los Joy se podría situar en la noche del 4 de junio de 1976, durante un concierto de los Sex Pistols que resultó ser poco memorable en lo musical, pero inspirador para muchos de sus asistentes. «Estaban destruyendo el mito de la estrella del pop o del músico como una especie de dios al que debías adorar», evoca Sumner, que se encontraba entre el público junto a sus colegas Peter Hook y Stephen Morris. Al salir del concierto ya estaba todo decidido: iban a montar su propia banda.
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«Quería hacer música extrema»
Wilson explica la epifanía que vivieron aquella noche: «Todos tenían algo que decir y se sentían libres». Pero les faltaba un letrista. Y vaya si lo encontraron. Se les presentó un tal Ian Curtis. Así lo recuerda Terry Mason, primer batería de la banda: «Vino con su libreta de letras, y tenía un montón de tarjetas con las canciones indexadas, o fragmentos de las canciones, y también tenía equipo: un par de altavoces de columna y un pequeño ampli. Era evidente que el tipo iba en serio.»
Con Iggy Pop y la Velvet en el retrovisor, Joy Division, por entonces aún llamados Warsaw, fueron dando sus primeros (y torpes) pasos. «Él marcó una dirección. A Ian le atraían los extremos de la vida. Quería hacer música extrema, y quería ser absolutamente extremista en el escenario, sin medias tintas. Si estábamos componiendo una canción, decía: ¡Vamos a hacerla más loca! ¡Es demasiado típica, vamos a hacerla más loca!», recuerda Sumner.
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Peter Hook, bajista, explica la influencia determinante que tuvo la llegada de Curtis a la banda: «Ian fue el instigador. Solíamos llamarle el Vigilante. Ian podía estar sentado allí mismo y te decía: Esto suena bien, vamos a acompañarlo con la guitarra. Tú no podías discernir qué era lo que sonaba bien, pero él sí, porque simplemente escuchaba. Esto hizo que todo fuera más rápido, lo de hacer canciones. Siempre había alguien escuchando.»
Un éxito inmanejable
Con cada testimonio, Savage va componiendo la crónica más precisa hasta la fecha del infausto destino de Joy Division, que terminaría de forma abrupta el 18 de mayo de 1980 con el suicidio de Curtis. Un puñado de instantáneas previas a lo imprevisible que nos acercan a una banda en pleno despegue, cuyo incipiente reconocimiento coincide en el tiempo con la degradación de la salud de Curtis. «Era muy ambicioso. Quería escribir una novela, quería componer canciones. Parecía que todo se le daba bien. Joy Divison fue el lugar donde confluyó todo», se lamenta Deborah Curtis, su mujer.
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Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás: Joy Division. La historia oral consigue acercarnos a ese viaje hacia la belleza que termina cegando a sus protagonistas, en especial a su joven comandante, Ian Curtis, dueño de un imaginario que, todavía hoy, sirve de inspiración a muchos. De aquella expedición nos queda, afortunadamente, la estela de sus canciones y una búsqueda irrenunciable de la belleza, como si no tuvieran otra opción al alcance, como si la vida les fuera en ello.