MADRID
Actualizado:La paranoia se ha instalado y puesto cómoda en el inicio de la séptima temporada de Homeland salpicando a todos. Desde esa presidenta dañada moralmente por un atentado que intentó evitar que llegase al Despacho Oval hasta los civiles de a pie representados en los personajes de la hermana y la sobrina de una Carrie Mathison (Claire Danes), que, por su parte, parece haber encauzado su vida. Al menos, de momento. Tras lo sucedido al final de la pasada temporada, cuando fue dada de lado por la nueva jefa de gobierno y Peter Quinn (Rupert Friend), su mejor aliado, murió por defenderla, la ex agente de la CIA se ha mudado a Washington a casa de la única familia que le queda. Allí vive con su hermana, su cuñado, su sobrina y su hija Franny. Hace ejercicio, toma sus medicinas, come y duerme. Ahora es una espía estable y lúcida que teje una singular tela de araña en la que pretende hacer caer a la mismísima presidenta de los Estados Unidos, ya instalada en una Casa Blanca desde la que maneja los hilos de su nueva política basada en el rencor y la venganza paranoica.
A estas alturas de la serie las reglas del juego llevan mucho tiempo establecidas. Sin embargo, desde que Alex Gansa y Howard Gordon decidieron trasladar la acción a suelo americano han tenido que ir reinventándose por el camino. Los acontecimientos ocurridos en el mundo real, al que los guiones intentan estar lo más apegados posible, les obligaron. El personaje de Elizabeth Keane (Elizabeth Marvel) pasó de ser una suerte de esperanza para el país y una presidenta electa moderada que miraba por el bien común a convertirse en una líder soberbia y prepotente con un comportamiento fascista. Nadie le dice a la mujer más poderosa del mundo qué debe hacer ni cómo. Y mucho menos la Justicia, a la que exige la pena de muerte para quien organizó el complot que pretendía acabar con su vida.
El primer episodio de la séptima temporada de Homeland se aleja de la lucha contra el terrorismo de antaño venido del mundo islámico y se centra en la caza de brujas iniciada por la Administración convirtiéndose en una historia de espías al uso, solvente, pero nada innovadora. Carrie, que vuelve a ser la única que parece saber leer entre líneas lo que está ocurriendo y una de las pocas con intención de ponerle fin, teje un entramado de encuentros secretos, mensajes cifrados y micrófonos ocultos que sacan a relucir sus años como agente de la CIA.
Porque por mucho que esta Carrie se cuide e intente ser la madre del año, su pasado siempre vuelve. Nunca ha dejado de hacerlo. Su obsesión por las conspiraciones y salvar al país siempre prevalecen por encima de su seguridad personal e, incluso, de sus más allegados. Este primer episodio, titulado Enemy of the State, va de eso, de enemigos del Estado. La propia Carrie, dispuesta a conspirar contra el Gobierno al que en su día juró defender para desenmascarar a Keane. El general McClendon (Robert Knepper), encargado de ejecutar el despliegue para atentar contra la presidenta. El periodista Brett O’Keefe (Jake Weber), obsesionado con Keane desde antes de que se descubriese su verdadera cara. Y Saul Berenson (Mandy Patikin) como cabeza visible de esos 200 funcionarios arrestados en la segunda oleada que siguen retenidos sin pruebas. Todos ellos son señalados como enemigos del Estado cuando, en realidad y como se plantea sin demasiadas sutilezas, la verdadera merecedora de ese título está sentada en el Despacho Oval.
Innovar estando en la séptima temporada resulta complicado, pero Homeland se mantiene apoyándose en el poder de un personaje como el de Carrie Mathison que aparece más contenido en este arranque pero que acabará, o debería hacerlo, descarrilando en algún momento. Carrie siempre termina siendo Carrie, la de los pucheros, el comportamiento errático y acelerado y la visión (casi) siempre acertado de la realidad. Su juego de espías de este primer episodio es resuelto con agilidad, poniendo a cada pieza del tablero en su casilla de salida y sentando las bases de una conspiración en ciernes para derrocar a la mujer más poderosa del mundo. Difícil tarea. No hay que olvidar que una es solo una exagente de la CIA con problemas mentales y cada vez menos aliados y la otra la inquilina de la Casa Blanca con infinidad de mecanismos de defensa y destrucción a su servicio.
Falta por ver cómo se recupera a Saul Berenson para la acción y cómo se suple la ausencia de un Peter Quinn, que se convirtió en uno de los grandes atractivos de la serie en sus dos temporadas anteriores. Sirvió para aligerar la carga de un personaje como el de Carrie que empezaba a ser, ya lo era desde hace algún tiempo, repetitivo y agotador. La introducción del senador Sam Paley (Dylan Baker) como potencial aliado de la ex agente y un mayor peso en la trama de espías de Max (Maury Sterling) pueden servir para diversificar y darle una réplica adecuada a la verdadera protagonista.
Además, Homeland debe definir en sus primeros episodios las líneas marcadas por las que se dejará llevar. Por ahora, su inicio, aunque rutinario, es entretenido. Plantear a una Carrie lúcida y centrada sin los tics que suele acarrear su versión sin medicación cuenta como acierto. La puesta en escena de su plan, también. No tanto el darle peso en la trama al personaje de O’Keefe, demasiado excesivo, desagradable, misógino y radical. Aliarlos a ambos, pese a tener un objetivo común, no sería acertado. El problema principal de Homeland es que esta nueva temporada se ve lastrada por ese giro que tomó en los últimos diez minutos del final de la sexta. Resolverlo de una manera satisfactoria no será fácil. Sobre todo si quieren hacerlo de forma realista y convincente. Gansa y Gordon tienen por delante once capítulos más (cada miércoles en FOX a partir de las 23:05 horas) para aclarar qué mensaje quieren mandar al espectador que continúa fiel a una Homeland que hace mucho que dejó de ser aquella que sorprendió hace seis años.
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