Entrevista al fundador de Los Coyotes Viaje hacia ninguna parte con Víctor Coyote, el músico que parió el rock latino en España
Fundador de Los Coyotes en los ochenta, el incombustible artista dio el salto del punkabilly a la canción portuguesa. Ahora vive de la ilustración y el diseño, rueda documentales, monta obras de teatro y publica discos que defiende en directo.
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madrid, Actualizado:
La mejor fórmula para no quedarse desfasado es ignorar las modas. Mientras los jóvenes de los ochenta tomaban la nueva ola, Víctor Aparicio Abundancia (Tui, 1958) los observaba desde la orilla, sin dejar que lo salpicase ni una gota pop, disco o siniestra. Él era un músico pintón que lucía pelo en pecho y encargaba sus vistosos trajes a un sastre de Tirso de Molina. Cerca de allí, en la plaza de la Paja, desfloraba la década que acababa de nacer con Los Coyotes, una banda de rockabilly acelerado que debutaba sin percusión y dejaba claro, desde el primer acorde, que iba a su bola en el efervescente panorama musical de la movida.
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Víctor berreaba sin perder de vista la guitarra. Contrabajo, batería y tira millas. Alérgico a la ortodoxia del género —de cualquier género, como se verá después—, el músico tudense fardaba con su rockabilly sin freno, una suerte de punkabilly y psycobilly que terminaría adentrándose en las pantanosas aguas de la canción caribeña. Como lo oyen: Víctor Coyote fue el padrino del rock latino en España, antes de que Santiago Auserón se transmutase en Juan Perro y de que los argentinos nos enseñasen de qué iba el rollo. Luego, ya saben, llegó la fusión o, si lo prefieren, el mestizaje. Abundancia ya estaba a otra cosa: flirteando con la música electrónica y, más tarde, empapándose de la tradición portuguesa. Igual que antes había cruzado el charco para abrazar la salsa o el calypso, ahora vadeaba el Miño para homenajear a Amália Rodrigues, marcarse una vira y hacer suyos instrumentos como el cavaquinho.
Espera sentado en una mesa del bar Picnic, en las faldas de Malasaña, donde vivió sus tiempos de moderno que renegaba de lo moderno. Ni rastro de chorreras, mallas acampanadas o botas camperas. Han pasado treinta y cinco años desde Extraño corte de pelo, con el que había inaugurado la discografía de Los Coyotes, que cerró con Puro semental cuando ya expiraban los ochenta. Hoy viste chaqueta de cuadros. Bajo techo no usa gorra, como dictaba el protocolo hasta que el sombrero dejó de proteger la cabeza de los elementos para convertirse en un accesorio, pero se la ajusta durante la sesión de fotos. Posa con estilo, porque el Coyote también es actor, aunque no se prodigue: debutó con Almodóvar (Átame) y estuvo en las tres de La Cuadrilla (Justino, Matías y Atilano); recientemente, interpretó en la Fundación Telefónica ¡Suspenso!, una obra de teatro que escribió para la exposición Hitchcock, más allá del suspense. Repetía en la Gran Vía, pues hace dos años ya había montado En la cabeza de Tesla —teatro, conferencia y musical ruidista— con motivo de la muestra Nikola Tesla. Suyo es el futuro; y hace cuatro, también en el mismo espacio, Foto Vieitez, Soutelo —vídeo, música, marioneta y poesía— durante una exposición retrospectiva del fotógrafo gallego.
La entrevista es un zigzagueante viaje por su opulenta biografía, dos cosas que detesta: turistear y retroceder. Víctor Abundancia —un apellido que parece un apodo, utilizado en su día y ahora fuera de uso— no se da pisto, ni quiere vivir de rentas, por muy magras que sean. Por eso pega un frenazo en medio de la charla y pregunta si todo esto va de escarbar en la historia de su vida. “El pasado me interesa bien poco”, explica al quinto intento de bucear a pulmón en su currículo. “Pero bueno, no pasa nada”. Más tarde explicará que abomina la nostalgia, aunque resulte inevitable retrotraerse en el tiempo para entender quién es —ahora— Coyote. En resumen: un tío que en ocasiones ha ido tan por delante, al igual que le sucede a los atletas que doblan a sus rivales sobre la pista del estadio, que parecía que iba por detrás. Él, ya digo, no se adjudica el invento de nada y repite que Santana, Corazón Rebelde o Elkin & Nelson ya estaban ahí antes de que él llegase.
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Fue profesor de dibujo en un colegio y todavía imparte alguna clase en escuelas de diseño, pues ésa es precisamente la profesión a la que siempre se ha dedicado. Formado en Bellas Artes —la excusa para venirse a Madrid, de donde no se ha movido en cuarenta años—, ejerce de diseñador y de ilustrador, aunque también ha escrito un libro de relatos, ha dirigido videoclips para grupos como Los Rodríguez —suya es la ambientación de Milonga del marinero y el capitán, tan comiquera, tan El gabinete del doctor Caligari, si bien él la describe como “expresionismo de La Codorniz”—, ha presentado el programa La lógica de los ópticos en Radio Gladys Palmera, ha dibujado cómics por encargo —el que acompañaba el single Juan Perro en la selva lleva su firma—, ha escrito un cuento para niños —Tío Budo, editado recientemente por la editorial Fulgencio Pimentel— y hasta ha colado una canción suya, Jaguarundi, como sintonía de la Vuelta a España.
Todavía hay más cosas, y de algunas hablamos durante el calentamiento. Sin ir más lejos, de la grabación de Lo bueno dentro en Sao Paulo —¿qué pintaba Víctor Coyote hace más de veinte años facturando su primer disco en solitario en el corazón financiero de Brasil, donde recalan todas las músicas de ese país-continente?—. O de sus recientes conciertos, en los que se hace acompañar por Ricardo Moreno, un virtuoso de la batería enrolado en Los Ronaldos y en Mastretta, quien también ha cedido sus baquetas a Josele Santiago. Precisamente, el guitarrista Pablo Novoa —antiguo escudero del líder de Los Enemigos y productor de tres de sus cuatro discos— fue el responsable de la producción de su último álbum, De pueblo y de río, donde transita por los caminos —y las riberas— secundarios de la canción popular: de Venezuela a Grecia, pasando por Italia y Portugal. Una joya en la que brilla hasta la caja que la resguarda, obra del propio músico.
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Usted fue siempre tan rápido que se pasó de frenada.
Ah, que empezamos ya…
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Se lo decía porque hace veinticinco años usted criticaba la inmersión cultural de vuelo chárter, los viajes Coronel Tapioca y el turismo solidario. Y comentaba, con otras palabras, que no le hacía falta ir a Cuba para hacer música caribeña.
¿Usted fue artista antes que músico?
Cuando tenía trece años, me apunté a las clases de un profesor de guitarra que venía a Tui los fines de semana y, luego, me vine a estudiar Bellas Artes a Madrid. Tengo el ojo más afilado que el oído. La música surge cuando te empiezan a gustar ciertos grupos, aunque no se me pasaba por la cabeza montar una banda tras escuchar a Yes, dado mi bajo nivel como instrumentista. Ahora bien, cuando surge Dr. Feelgood, el pub rock y el punk, no importa que sólo supieses tocar cuatro acordes, porque ya te planteas que molaría tener una banda con una actitud gamberra.
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Tan claro como un barco de vela en medio del océano.
La dirección de los ritmos y de las letras ha sido siempre parecida. Como soy limitado en el plano musical, hago lo que puedo hacer. No obstante, siempre me he sentido un poco apartado, o al margen, o caminando de una manera lateral… ¿Adelantarme? Lo que procuro es no atrasarme. A ver, yo no me he adelantado a lo latino, porque —desde el punto de vista de los guais— lo latino no ha sucedido. Es más, para la prensa el reguetón es el demonio, no sé yo por qué… Dentro de veinte años, aparecerá un intelectual que hará un estudio en el que pontificará: “La verdadera música de baile es el reguetón, un estilo que siempre me ha gustado”.
La patente latina
El autor del pequeño gran éxito Esta noche me voy a bailar reconoce que el disco que siguió al debut de Los Coyotes ya pilló a contrapié a sus seguidores. Nada que ver, en todo caso, con el volantazo de Lucha de migajas, su segundo álbum en solitario, donde introduce maquinillos y da rienda suelta a la experimentación. La grabadora no registra el momento en el que dejó de soñar con ser una estrella de rock, aunque confiesa que ha disfrutado más en la batalla que en la guerra: o sea, que el fin era el durante. Tampoco su postura respecto a las subvenciones, si bien él siempre ha dicho que la cultura no debe esperar la inyección económica de las instituciones, sino que “hay que sacarla adelante con los cojones”.
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Aunque los ochenta repelen por trillados, resulta inevitable hablar del libro Cruce de perras, cuyos relatos trazan un retrato personal del hormigueo musical de la época. En uno de ellos, La patente latina, ironiza sobre la introducción del género en España. En la vida real, Juan Perro —alter ego de Santiago Auserón, el cantante de Radio Futura— publicó su primer disco en 1995, cuando hacía una década que Coyote andaba a vueltas con lo latino. En la ficción, Víctor es un jubilado sin blanca que sestea sus últimos días en un asilo y ve en la televisión como Santiago recibe un homenaje por haber inventado la cosa. Un ladrón, pues Auserón había patentado la fórmula del rock latino tras ver a Los Coyotes en Rockola, uno de los templos de la movida. “¡A ver, esa historia transcurre en 2036, por lo que todavía no ha sucedido en la vida real!”, echa balones fuera el músico gallego mientras apura un café.
Tres décadas después, Abundancia presumía de Tui en su último disco, cuya idea explicó en su día: “Frente a los absolutos ser de campo o ser de ciudad, términos que remiten a ideas románticas acerca de lo bucólico-natural o a la dureza urbanita, existe el ser de pueblo, un modo de pertenecer que es, sin duda, más realista, sencillo o posible. Con el ser de río ocurre lo mismo. Alguien de río nunca se consideraría heredero de un escenario de leyenda. Lo mítico es la inmensidad del mar o la dureza extrema de la montaña. Así son los mitos. Aunque toda regla tiene su excepción y el Mississippi ha monopolizado —no sin méritos, ciertamente— todas las leyendas de río de la música popular”. El suyo es el Miño, que baña la tierra que lo vio nacer y separa Galicia de Portugal. A ambos márgenes de la raia ha ambientado tres documentales: Contrabando, Só concertinas y Afranio.
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El primero trata sobre el tráfico de mercancías y personas entre ambas orillas —”¿No ves? ¡Si también has sido pionero con el narco antes de que el tema se pusiese de moda!”, le digo de coña, pero él sólo acierta a reír—. El segundo, sobre el popular instrumento portugués —la concertina es, a grandes rasgos, un acordeón con botones en vez de teclas—, que suena en las fiestas parroquiales de agosto a lo largo de la orilla lusa del Miño. El tercero, protagonizado por Luis Tosar, rescata la figura de Antón Alonso Ríos, un diputado agrarista integrado en el Frente Popular que se hizo pasar por un mendigo cuando estalló la guerra civil. De sus desvelos para burlar la represión franquista trata la autobiografía O siñor Afranio, ou como me rispei das gadoupas da morte, que inspiró una cinta donde se funden la realidad y la ficción.
Usted es muy fronterizo y ha llevado esa condición a su obra. Ahora bien, ¿qué tienen que ver los minicoches con el límite que separa Galicia y Portugal?
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Poco después, durante el Xacobeo 93, en el Concierto de los Mil Años celebrado en A Coruña se dieron cita Bob Dylan, Sting, Neil Young o The Kinks, mientras que Bruce Springsteen o Julio Iglesias se echaban al Monte do Gozo de Santiago. Mucha guita...
“Buenos días, señor Tejero. ¿Usted paga sus impuestos?”
Claro, claro [risas]. No, no, no…
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Tras dejar Malasaña y Conde Duque, se va a vivir a Caño Roto.
Tuve que irme porque, pese a que aquí estaba bien, me quedé sin casa. Un amigo me alquilaba un piso a buen precio, mas tuvo que venderlo durante la crisis. Yo tengo mi estudio en casa y necesito espacio, y en Carabanchel el alquiler era más barato.
El ser humano, desde los griegos, ha denostado a las generaciones venideras: “Los jóvenes de hoy son un desastre”. ¿Le ha tomado la temperatura a la cultura contemporánea española?
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Hay quien se apatrona muy pronto: cumple treinta o cuarenta años, y “ahora todo es una mierda”. Cuando el problema no es una falta de creación, sino de esa persona, que vive instalada en sus aquellos maravillosos años, ya no va a conciertos y tampoco se interesa por lo que se está cociendo.
Cuando yo tenía veinte, a los de cuarenta los llamábamos viejos, aunque es evidente que con el paso del tiempo se ha producido una peterpanización de la sociedad. Pese a ello, yo me siento bastante abuelo, y si no que se lo pregunten a alguien de dieciocho años. Porque Keith Richards no aparenta treinta años, sino que parece un puto viejo, que es lo que realmente es. Otra cosa es que los viejos hayan cambiado de pinta. Respecto a esos puretas prematuros de los que hablabas, si tuvieron su momento de gloria a los veinticinco años, pues a lo mejor ahora están un poco rebotados. Como el mío no fue muy momento de gloria, pues… Porque yo nunca he vendido un porrón de discos, con lo cual la gente no me conoce demasiado y tampoco tengo mucho que ganar defendiendo los maravillosos ochenta, porque para mí no fueron tan maravillosos.
Respecto a los libros, comprados o descargados, a este paso el mérito va a ser el propio acto de leer, porque resulta más descansado escuchar un disco o ver una película.