MADRID
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Paco Mir (Barcelona, 1957) cumplirá cuarenta años en Tricicle durante su gira más larga, Hits, que recupera los mejores sketches del celebrado trío de humor gestual. Pero el cómico es más que un mimo: antes y durante, ha dibujado para TBO y El Jueves; dirigido y adaptado obras de teatro, zarzuelas y musicales; rodado una película; escrito la biografía Ya me quejo yo por ti (Comanegra) y gestionado, junto a los triciclistas Joan Gracia y Carles Sans, el Teatre Victòria de su ciudad. ¿Más? Tenían tanto curro y estaban tan cansados que, para llevar sus espectáculos allí donde eran reclamados, se desdoblaron en una compañía clónica, Clownic, que representa los clásicos Manicomic, Exit, Slastic, Sit y Garrick.
Las risas que provoca Tricicle siguen haciendo mella en la comisura de los labios y en el contorno de los ojos de sus seguidores —la terapia bien vale una arruga—, aunque para volver a representar sus éxitos hayan tenido que acometer una revolución tecnológica. Los gags de hace treinta años todavía funcionan, pero la cacharrería electrónica de entonces, no. O sea, se han visto obligados a tirar el fax a la basura y a comprarse un móvil en condiciones para hacerse un selfie en escena. Conclusión: su humor no ha cambiado porque el ser humano en el que se inspiran sigue siendo el mismo, más allá de los accesorios y perifollos que lo adornan. Último aviso: después de ésta, se van.
Antes dibujante que humorista.
Mi primera vocación es dibujante humorístico. O sea, de chistes. Me aficioné de pequeño gracias a revistas como Destino y Gaceta Ilustrada. Entonces, el mundo del cómic estaba más a mano y se compraba en los quioscos.
¿Cómo le dio por ahí?
Mis dos abuelos pintaban. Conocí a uno de ellos y era muy dibujante y muy humorista. Mi padre también dibujaba, aunque la clave fue la colección de El monigote de papel, que incluía a autores de varios países. Esos libros fueron mi escuela: los devoraba.
Dice que su padre hacía dibujos. ¿A qué se dedicaban él y su madre?
Mi madre era mi madre y mi padre era médico.
Estudia Bellas Artes, pero luego da el salto al Institut del Teatre de Barcelona, donde conoce a Joan Gracia y a Carles Sans.
Empecé a trabajar en el TBO antes de ir la universidad. No me gustaba su vena, porque yo era más dramático y negro, pero entré como dibujante gracias a un enchufe de mi padre. En teatro, el mimo Jango Edwards me había impactado, aunque yo no era muy teatrero. En realidad, fui a dibujar bailarinas al Institut del Teatre, vi que aquel era un buen caldo de cultivo, cogí un folleto para ver qué podía hacer yo por allí y ya me quedé [risas]. Luego entré en El Jueves, donde estuve veinte años haciendo una página, que compaginé con Tricicle.
¿Qué le gustaba más, el dibujo o la interpretación?
No tienen nada que ver, pero siempre añoras la sensación de que un dibujante es un dios pequeñito. Haces lo que quieres y nadie te da órdenes. Cuando escribes para alguien o diriges una producción, ya no es todo tuyo. Dentro del dibujo, lo que más me gusta es la tira cómica. El chiste diario es un reto, aunque no lo he hecho nunca.
La presencia en el Un, dos, tres... fue determinante para su éxito posterior. Menudo cazatalentos, Chicho Ibáñez Serrador.
Él no nos descubrió, pero sí que nos insistió para que fuéramos al programa, porque en un principio no queríamos ir. En aquel momento, el Un, dos, tres... era lo peor de lo peor.
En cambio, cuando había sólo dos o tres cadenas de televisión, para los niños de entonces era una cita obligada de los viernes.
Era lo más. Todos los intelectuales lo veían de casualidad, ninguno sentado frente al televisor [risas irónicas]. Nuestro humor era inteligente y, además, nos iba bien. No obstante, Chicho nos dijo que nos iban a ver veinte millones de personas y entonces nos lo pensamos. Cuando empezamos a salir en la tele, en el aeropuerto ya nos saludaban hasta los guardias urbanos.
Y los intelectuales: “¡Hombre, te vi ayer en la tele por casualidad!”.
¡Qué va! Desde ese momento, dejamos de ser intelectuales y pasamos a ser para ellos unos don nadie. Caímos en picado.
¿Qué humoristas eran más inteligentes que ustedes?
Tip y Coll, sobre todo por sus juegos de palabras agudos. Luego, Martes y Trece, aunque ellos eran más festivos.
Y, en el medio, Faemino y Cansado, ¿no?
No estaban todavía. Actuaban en el Café del Foro y hacían domingos en el Retiro. De hecho, me acerqué para proponerles que hiciesen sesiones golfas en Barcelona. La primera vez que se metieron en un teatro fue en el nuestro, el Victoria, que todavía seguimos llevando.
Usted dirigió La banqueta, de Gérald Sibleyras, donde dos pianistas que ensayan su próxima gira en los Alpes terminan como el rosario de la aurora. ¿Alguna incidencia reseñable en Tricicle?
Cualquiera que haya estado en una compañía, sabe de qué van la convivencia y sus roces, que deben ser limados.
El humorismo gestual es muy dado a tortas, aunque entiendo que son bastante civilizados.
Bueno, fíjate…¡Un revistazo! [Paco Mir señala con el dedo índice una herida en el punto kilométrico exacto de su cabeza donde la frente deja de ser frente y la calva comienza a ser calva]. A Carles se le escapó una revista cuando hacíamos el tonto en el sofá y terminé sangrando. Y luego salté mal y casi me la pego intentando subir a la mesa...
¿Qué mantiene unido tanto tiempo a cualquier asociación que supere el miembro?
El secreto siempre es respetarse y saber callar a tiempo para que no salten las chispas, como en toda relación de pareja o trío.
Ustedes ya practicaban el poliamor en los ochenta.
Casi [risas]. A nosotros nos han ido bien las cosas, aunque también hay gente que se separa precisamente por eso, porque de repente todo el mundo cree que es indispensable.
Siempre se han dosificado.
Siempre intentamos llenar. Cuando terminaron las funciones de Exit (1984), nuestro primer llenazo en Madrid, Diario 16 tituló algo así como: “Se van llenando”. Les parecía incomprensible que dejásemos de actuar con el cartel de no hay billetes colgado en la taquilla. Nos gusta cambiar de sitio y escribir cosas nuevas.
Sus giras son largas, pero esta vez se han pasado: han previsto que dure cuatro años.
Este espectáculo lo estiraremos un poco para ir a sitios adonde nunca hemos ido, para decir que estuvimos allí y para reforzar el concepto de gira de despedida.
El gesto y el mimo contribuyeron a su proyección internacional, ¿no?
La gente iba a nuestras actuaciones gracias a la fama que nos precedía. Como si aquí vas a ver a unos polacos porque te han dicho que son muy buenos, aunque no entiendas nada. Ahora bien, nosotros, además de bolos puntuales en salas y festivales, también hemos estado viviendo y trabajando durante meses en París o Italia.
Usted dirigió Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, basada en una novela de Pablo Tusset. Tras ganar el Premio Tigre Juan, reacio a la prensa, desaparece a lo Salinger. ¿Ha querido evaporarse alguna vez, ser invisible, que no lo reconozcan?
Tusset desaparece, aunque antes ya era un tío misterioso. No salía en las fotos y esas cosas. A veces se te pasa por la cabeza lo de la invisibilidad. Cuando apareces en televisión, eres más reconocible, y eso lo notas automáticamente. Luego, cuando vas al extranjero, estás más relajado. Pero yo tampoco tengo la sensación de estar siendo observado por ser de Tricicle. No soy Daniel Rovira.
¿Es una persona seria?
Soy seco en general [risas], sobre todo en contraste con el escenario. Aunque Joan y Carles, que son mucho más simpáticos que yo, cuando…
Vaya, me he equivocado de miembro…
Ojo, porque a Joan y a Carles, cuando van por la calle, también les dicen que son serios [risas]. Al ser cómicos gestuales, quizás no nos exigen tanto...
En 2008 adaptó el musical Spamalot de los Monty Python, basado en la película Los caballeros de la mesa cuadrada. ¿Fueron ellos los más grandes? Si no, ¿quiénes?
Hay muchos referentes, incluso algunos que, vistos con los ojos de hoy, no lo parecen. Los Hermanos Marx son buenos, aunque sólo un veinte por ciento de cada película. Ese porcentaje es espectacular, mas el resto resulta intrascendente. Jacques Tati tiene gags ingeniosos, pero el ritmo, lentísimo, ya no es de nuestra época. Los Monty Python —que para Tricicle no ha sido un gran referente— tienen un humor muy inglés, cáustico y verbal, que nosotros no tocamos.
Nos critican por hacer humor blanco, como si éste fuese malo. Parece que meterse con alguien es mejor que no hacerlo, cuando lo verdaderamente difícil es lo segundo. Hacer risa de alguien es más fácil que hacerla de un concepto o de la nada, del mismo modo que criticar es más fácil que lo contrario.
¿Cree que el humor de Tricicle ha envejecido bien?
Sí. La gente se sigue riendo de sketches de hace treinta años. Hemos cambiado alguna cosilla, sobre todo tecnológica, porque podría haber espectadores que no sepan lo que es un fax. Como hacemos humor blanco sobre todo lo que se nos ocurre, partiendo de los hombres y de su forma de relacionarse entre ellos, esto no cambia.
¿Cree que un artista debe significarse políticamente?
El artista es una persona como cualquier otra. Puede parecer que son más listos porque tienen una mayor proyección, pero tontos y listos los hay en todas las profesiones. Ojo, porque a veces el ego también te puede llevar a dar la cara por una causa. Como decían en Hollywood, “si quieres trasmitir un mensaje, envía un telegrama”. Porque el mensaje, que “todo está mal”, ya lo sabemos. A veces es bueno recordarlo, evidentemente, mas también hay momentos que son de fiesta
¿Hay algo que le gustaría hacer y no se atreve?
Una ópera, el gran espectáculo. Pero te tienen que llamar, porque es un círculo cerrado y el pastel, pequeño. Hacer una ópera es un lujo: pagaría por poder hacerla.
¿Echa de menos el dibujo?
Claro. En todo caso, hago un chiste casi a diario para no perder la mano. Me encantaría tener una viñeta en prensa, pero soy muy malo llamando a la puerta.
Siempre saludan a la salida del espectáculo. ¿Algún percance o sorpresa agradable?
La gente está de buen humor después de haberse reído durante un rato, aunque alguna que otra vez nos han pegado un moco: “¡Vaya peñazo!”. En compensación, conocí a mi mujer cuando salía de un espectáculo en Tokio.
Hits, de Tricicle. Teatro de la Luz Philips Gran Vía (Madrid). Hasta el 28 de enero.
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