Mi situación económica no era buena. Había tenido que cambiar mi apartamento de Tirso por otro en Aluche, en lo alto de una cuesta con un gran solar. Me dijeron que se trataba del cerro donde Antonio López pintó una de sus vistas, pero lo único que encontré en mi búsqueda inter- nauta fue un paisaje desde Vallecas y otro que rezaba 'Madrid sur', que no concordaba con lo que yo veía desde la ventana. No obstante se le parecía, sobre todo al subir del asfalto y de los tubos de escape esa nube cenicienta y achicharrante que se mezclaba con la luz del verano, y cada vez que iba a la terraza lo hacía con la convicción de que ese era el punto exacto desde el que se desplegaba el sur de Madrid.
Trabajaba en el salón, frente al océano de edificios de ladrillo rojo y encima del solar, en cuyos mazacotes de tierra crecían jaramagos de un tenue amarillo, y todos los lunes llegaba a la séptima planta del Grupo Editorial para entregar mi trabajo. Al principio pensé que sería una liberación corregir en casa, pues detestaba atravesar la ciudad. Tenía que ir hasta la Quinta de los Molinos, con dos trasbordos mediante y una breve espera en la estación de Avenida de América, donde las partículas en suspensión se me adherían a los pliegues de la ropa. Las conversaciones con Felipe y Asun en la máquina del café no me resarcían del tedio de pasar ocho horas ante las pruebas de un manuscrito, en una estancia sin ventanas y con un techo bajo de escayola.
Cuando llegaban, como envueltos en aire, los colaboradores externos, no podía evitar la envidia, e imaginaba que tras soltar las pilas de papel iban a perderse por la Quinta, entre la extraña plantación de almendros y olivos que en el invierno se escarchaban, o que se zambullían por donde yo lo había deseado durante todas las mañanas de mi vida laboral antes de entrar en la oficina: atravesando el parque y sumergiéndose entre los edificios que brotaban aquí y allá, salteados como un plato chino entre antiguos y ruinosos inmuebles. A veces yo también paseaba al salir, pero me sentía ya cansada, y no era lo mismo. Antes de que me rescindieran el contrato había barajado la posibilidad de comentarles a mis jefes si podía maquetar desde mi casa un par de días a la semana. Cuando me anunciaron que iban a convertirme colaboradora externa, me habían reducido el sueldo, y empezaba a tener problemas para llegar a fin de mes.
Les había pedido a los de la Sociedad Pública de Alquiler que ampliaran la búsqueda de un lo-que-sea para mí sola a los barrios. Estaba a punto de resignarme a coger una habitación en un piso compartido cuando me llamaron para enseñarme el apartamento de Aluche. Costaba 550 euros, el límite de lo que yo estaba dispuesta a pagar, aunque también el límite, por abajo, de lo que podía encontrar, salvo milagros de renta antigua. En mi búsqueda me había visto ya desplazada hacia el sur, barriendo Delicias y llegando a la M-30 una tarde de lluvia. El día que di el sí a los de la Sociedad Pública la atravesé por un puente de esos de hierro, feo y con inútiles tramos de escalerillas, y callejeé primero por Usera y luego por Carabanchel, sin detenerme por primera vez en cuatro meses a apuntar los teléfonos de los carteles de SE ALQUILA. En General Ricardos me subí a un autobús y me apeé en una parada provisional junto a una calle de casitas bajas y modestas que resistían a la demolición.
Las conversaciones con Felipe y Asun en la máquina del café no me resarcían del tedio de pasar ocho horas ante las pruebas de un manuscrito
Hacerme colaboradora externa había sido el primer paso. Luego empezaron a atrasar los pagos y a ingresármelos a tiempo sólo cuando me quejaba. Me decían que tenían esa deferencia conmigo porque se sentían avergonzados. Cuando llegó el frío llevaba dos meses sin cobrar, y había comenzado, sin demasiado éxito, a asomar el morro en otras editoriales. Trabajaba hasta muy tarde con pruebas y correcciones en pantalla que me dejaban sin ganas de leer y de mirar más pantallas, y tenía que salir a la calle, caminar y beberme un par de cervezas. Aquel invierno en que retrasaron los pagos, no obstante, fue virulento, y por todas partes encontraba un hielo que se adhería a las superficies de una manera que contradecía las leyes de la naturaleza, como si el relente se negara a disolverse.
No quería ver aquel hielo ni congelarme, y puesto que era incapaz de quedarme en casa, mis caminatas empezaron a convertirse en una suerte de carreras en las que al principio procuraba no mirar nada. Me limitaba a concentrarme en mi respiración, siguiendo la misma lógica que un año atrás me había llevado a atravesar la M-30 y a deambular por Carabanchel y por Usera. Durante un mes estuve llegando noche tras noche a Eugenia de Montijo, a un parque desde el que podía observar cómo echaban abajo la antigua cárcel, ante cuyas piedras me quedaba un buen rato, pues aquella desolación me resultaba consoladora, y luego volvía en metro a mi casa, o andando. Cuando el frío se hizo más intenso y se acentuó mi necesidad de huida, empecé a subirme a autobuses. No iba muy lejos, entre otras cosas porque el servicio normal terminaba a las once y media; sin embargo, era suficiente para empezar a componer una suerte de itinerario mental que funcionaba como una evasión muy efectiva. La Colonia San Ignacio de Loyola, General Fanjul, Carpetana, plaza Elíptica, algunos tramos de avenidas vacías que me dejaban una agradable sensación de estar en otra parte, Leganés a lo lejos cuando me decidía por ir al sur para observar las colinas y el tráfico siempre histérico de la carretera.
A veces me sentaba, aunque solía quedarme de pie, cerca del conductor, pues eso me permitía escuchar las conversaciones entre este y los viejos que subían a aquellas horas (juro que casi siempre eran viejos). En lo que duraban estos viajes por calles de las que luego guardaba una memoria nítida, aventuraba soluciones, como la de alquilar un cuartucho del apartamento, antiguo vestidor, para desahogarme un poco económicamente; sin embargo, enseguida me daba cuenta de que no quería a nadie, y de que además me había instalado en una paradójica familiaridad, pues todos mis másters y mis estancias en el extranjero se revelaban ahora como una negación anticipada de lo que me ocurría. Es decir: que me había estado preparando torcidamente para algo parecido a esto. No me consolaba ni me justificaba con ello, pero sí me permitía regodearme en la extrañeza, que es siempre una especie de sentido poético algo estúpido, y desde ahí aventurar que se trataba tan solo de un mientras tanto. Algunos días intentaba un antiguo itinerario, de cuando compartía un dúplex cerca de Ciudad Universitaria e iba a contemplar el atardecer al Alto de Extremadura. Cerca de allí salían unos microbuses que circulaban por todo el distrito. Uno de aquellos microbuses finalizaba el trayecto en un cerro con un solar, muy parecido adonde vivía ahora, si bien ignoraba hacia qué dirección tenía que ir, y además era de noche. En cualquier caso me servía de aquella minificción para redundar en todo este asunto.
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