madrid
Actualizado:Se tiende a imaginar el franquismo como un páramo de modernidad. Una gruta al abrigo de las vanguardias por la que confluían los ecos de un folclorismo rancio y ensimismado. Pero no fue así. O no del todo. En aquella España apolillada que ora, bosteza y embiste, como dijo el poeta, proliferó con timidez un diseño incipiente, un intento por homologarse al resto de Europa pese a la grisura imperante.
Un libro, Diseño y Franquismo. Dificultades y paradojas de la modernización en España (Experimenta, 2021), recupera aquella tentativa por salir de la cueva, por reconectar con una modernidad que hasta la fecha era esquiva con nuestro país. El resultado fue una progresiva regeneración, apenas perceptible en la década de los 40, pero que en adelante fue haciéndose más y más patente hasta la eclosión setentera. Pero vayamos por partes.
"En la década de los 40 −explica Oriol Pibernat, experto en historia del diseño y editor de la obra− existía un cierto anhelo por ir acompasados con el resto de Europa, de tal forma que a pesar de todas las trabas ideológicas del nacionalcatolicismo y de las administrativas del Estado, cualquier pequeña apertura o grieta en la legalidad era aprovechada para introducir nuevas propuestas".
Y eso hicieron. Aprovechar el vacío de poder, o mejor; servirse del desconcierto estético del régimen para ir colando diseños e ideas que rompían con el anquilosamiento franquista. "El franquismo era una amalgama de familias ideológicas tan distintas que realmente lo único en común que tenían era el caudillaje del dictador". Un conglomerado cristofascista cuyo legado más notorio podría ser el Valle de los caídos. Se hacen una idea.
Quizá con la excepción del falangismo y su fijación por el fascismo italiano, lo cierto es que el franquismo carecía de discurso estético. Surge así un movimiento primigenio comandado por arquitectos y diseñadores en torno a dos polos, la Associació de Disseny Industrial del FAD en Barcelona y la Sociedad de Estudios de Diseño Industrial en Madrid. De ahí fueron emergiendo ideas que se miraban en Europa sin perder de vista una identidad propia.
"Finlandia se convirtió en referente, el hecho de que no tuviera un gran compromiso ideológico le hacía un país poco sospechoso, así que su modelo de modernidad a través de la tradición pasó a ser un espejo en el que mirarse", apunta Pibernat. Lo que, trasladado a nuestro país, sería algo así como un Aalto meets Goya o un flirteo con la abstracción pero sin olvidar la raigambre española.
Se sentaron las bases de algo que, en apenas una década, volvió a desmoronarse. Esa tímida modernidad que asomaba la cabeza en los 50 se vio sacudida por el protocapitalismo franquista. "Los 60 lo vuelven a desbaratar todo porque con el desarrollismo entran los bienes de consumo a mansalva y el discurso que tal vez podía funcionar con una silla era más difícil de defender ante un exprimidor".
En efecto, la producción en serie complicaba ese hermanamiento entre tradición y modernidad. El diseño alemán tomó el relevo de una estética que ya no buscaría ese anclaje con las esencias tradicionales. Son años, en todo caso, de una producción fecunda que todavía hoy reverbera. Muchos de aquellos diseños siguen presentes en nuestro imaginario y forman uno de los capítulos más brillantes de la historia de nuestro diseño.
Hablamos, cómo no, de las sillas producidas por Rolaco en Madrid, del cenicero Copenhagen de André Ricart, de la aceitera de Rafael Marquina, de la lámpara de pie TMM de Miguel Milá, de la Montesa Impala de Leopoldo Milá o de las portadas de Daniel Gil para Alianza Editorial. Diseños que configuran el lenguaje visual de una época, primeros destellos de una modernidad que se iba bosquejando a tientas y que se consolidaba gracias a una tímida innovación industrial y a la llegada del turismo.
"El diseño de aquellos años pudo funcionar como una promesa de algo mejor, eran objetos que nos emparentaban con los países más desarrollados y democráticos de nuestro entorno", zanja Oriol Pibernat. Un porvenir que tardó en llegar demasiado tiempo, pero que ni la represión, ni los fusilamientos, ni los exilios consiguieron borrar del mapa, la pulsión creativa estaba ahí, tapada en los años 40, pidiendo la vez en los 50 y, en cuanto el proyecto autárquico y aislacionista hubo fracasado, emergió con el vigor de siempre.
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