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Actualizado:El debate es atávico y resurge cuando menos se le espera. En esta ocasión un sospechoso habitual, el artista León Ferrari (Buenos Aires, 1920-2013), que ya se las vio con el mismísimo Papa antes de serlo, vuelve a desafiar a los beatos del lugar −esta vez poniendo a prueba la sensibilidad del puritanismo patrio−, reabriendo de paso un viejo melón, a saber; ese que pretende embadurnar el Arte con una pátina de corrección y buenismo.
Si en su día fue Courbet con su explícito El orígen del mundo el que tuvo que lidiar con el rubor de hordas de meapilas, y Balthus más recientemente con El sueño de Teresa, lo cierto es que la lista podría ser eterna, como eterno es el caprichoso interés de algunos por canjear el carácter perturbador e incómodo del arte, por ese otro −menos cautivador, más rentable− que evade, entretiene y divierte, pero que no ofende.
La bondadosa crueldad, como se llama la retrospectiva del artista argentino que el Reina Sofía tiene a bien albergar desde este miércoles con motivo del centenario de su nacimiento, es fecunda en sacrilegios. En las salas de la cuarta planta del edificio Sabatini se suceden las irreverencias al altísimo: cristos a la parrilla, santos en un picadora, vírgenes con cucarachas y escorpiones, apóstoles enjaulados bajo una lluvia de cagadas de paloma... Se hacen una idea.
Si es usted de piel fina y se santigua con cierta frecuencia es probable que esta no sea su exposición. "Ferrari identifica la semilla de la guerra en el discurso de intolerancia y castigo que la tradición judeocristiana dirige hacia aquellos que no profesan su fe", se puede leer en el díptico expositivo. Un ejercicio de arqueología religiosa de la violencia que le lleva a crear cautivadoras asociaciones no apta para santurrones.
"Es importantísimo que los museos mantengan su libertad, que sean libres a la hora de decidir qué artistas exponer por muy controvertidos que estos puedan ser", ataja de primeras Andrea Wain, que junto a Fernanda Carvajal, Javier del Olmo y el equipo de la Fundación Augusto y León Ferrari comisarian la exposición. No en vano, la obra de Ferrari fue tildada en 2004 de "blasfema" por el entonces arzobispo de Buenos Aires, quien, años después y fumata mediante, se convertiría en el representante del todopoderoso por estos lares.
Entonces aquella sentencia del papable generó revuelo y movilizó a los siervos (y no tan siervos) de dios. La cosa subió de tono y un señor, poseído quizá por el maligno, tuvo a bien irrumpir en una de las salas del Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires y romper una de las piezas expuestas. El endemoniado siervo no sabía que con su indignación alumbraba una nueva obra que Ferrari bautizó como Gracias, Bergoglio.
Y no es para menos. Tras el episodio protagonizado por aquel espontáneo desbordante de perjurio, la exposición concitó un interés inusitado, hasta el punto de que unas 70.000 personas pasaron por ella. "Yo no dividiría las aguas entre religiosos y no religiosos, sino atendiendo a cómo esa obra de arte interpela al visitante", apunta Wain. En cualquier caso, el Reina ya ha anunciado que prevé colocar carteles advirtiendo que las imágenes que allí se ven podrían herir sensibilidades.
Fe y violencia. De ese intento por representar una asociación atávica, surge La civilización occidental y cristiana (1965), en la que aparece un Cristo crucificado en un avión de guerra norteamericano que instaló en el Instituto Di Tella de Buenos Aires. Ferrari buscaba interpelar a una sociedad que, desde su apatía, naturalizaba esas formas de violencia. Una sociedad que entre misa y misa ponía el telediario para santiguarse una y otra vez.
En la serie Relecturas de la Biblia, un conjunto de collages realizados a partir de 1985, Ferrari introduce imágenes bélicas, pero también sexuales, científicas y de la cultura pagana, para reescribir iconográficamente los textos religiosos del Antiguo y Nuevo Testamento. Varias piezas de esta serie resuenan y se reformulan en la explosión material del poliuretano Hongo nuclear (2007), una imagen de la bomba atómica como materialización del infierno en la Tierra.
La apostasía de Ferrari no era un mero juego, o quizá sí, pero un juego muy serio. A través del reensamblaje de significados, el creador leía y releía un determinado ejercicio arqueológico y evidenciaba sus miserias, "una forma de poner en movimiento saberes que no emergen a simple vista", reza el díptico de esta exposición que se podrá visitar hasta el 12 de abril.
La Internacional Moralista
La sombra de lo políticamente correcto parece campar a sus anchas. Cuando nos creíamos libres de inquisidores, la modernidad líquida nos ha colado un nuevo tipo de juez, uno muy dado al linchamiento 2.0 que, como aquel Braghettone de hace cinco siglos —ese que tuvo a bien cubrir las partes pudendas de algunos de los personajes de El Juicio Final de Miguel Ángel—, ahora se encarama a la red para dictaminar lo que debe ser el arte.
Y en esa línea difusa entre realidad y ficción, esa que algunos prejuiciosamente cruzan para obviar el carácter incómodo del arte, nos topamos con asociaciones disparatadas que, desde una perspectiva moralista, pueden no serlo tanto. ¿Se podría acusar a Courbet de pornógrafo por su explícito El origen del mundo? ¿Sería Nabokov un pedófilo en potencia por su aclamada Lolita? ¿Y Tiziano? ¿Acaso La bacanal de los andrios no es fruto de una mente lasciva? ¿Es León Ferrari un impío?
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