El gran bazar de la burguesía francesa del siglo XVIII, aquel Tercer Estado en formación, es un cuadro de Jean Siméon Chardin. Uno que no llegó a pintar jamás, porque está compuesto por todos los objetos que fue introduciendo desde la década de los años veinte del citado siglo hasta las puertas de la Revolución francesa, en 1789. Cuchillos clavados sobre hogazas de pan, migas, copas de plata, botellas de vino tinto medio llenas, platos de estaño con la comida sin acabar, vasos de agua medio llenos, jarros de porcelana, zurrones, naranjas, conejos, perdices y patos muertos, petacas de pólvora, cazuelas de barro esmaltadas, calderos de cobre, verduras, paños de cocina...
Bodegones en los que hizo de los objetos material sublime 'para volverlos eternos', como dice Pierre Rosenberg, comisario de la exposición Chardin. 1699-1779, que hoy abre sus puertas en el Museo del Prado, en una apuesta por un autor desconocido en España. La primera muestra, y retrospectiva, de Chardin en nuestro país llega para paliar el desconocimiento de uno de los grandes pintores, que hicieron de la escuela francesa algo tan heterogéneo, al incluir en sus filas pintores tan diversos como David, Watteau o Boucher.
Esta muestra palia el desconocimiento de uno de los grandes pintores
Ninguno de estos autores coetáneos a Chardin guarda relación alguna con el pintor que se dedicó a los bodegones, porque, tal y como explica el profesor Ángel González en el catálogo de la muestra, 'sólo en ellos se conserva el esplendor de la materia, tan superior evidentemente al esplendor de Dios'. 'La pintura de Chardin vendría a ser así un argumento en contra de su existencia; la gozosa demostración de que no le necesitamos; pintura para ateos, que es como decir pintura para seres humanos que se sienten orgullosamente satisfechos de su presencia física en este mundo', remata González, para aclarar que Chardin nunca necesitó una alegoría o una anécdota. A Chardin le bastó con pintar todo lo que vio. Sólo eso.
Por eso hasta uno de sus grandes admiradores, Denis Diderot, que por entonces trataba de dar forma a la crítica del arte, se mostraba inquieto ante la obra del pintor francés. Algo le atraía pero no estaba seguro: 'Si su técnica sublime no entrara en juego, el ideal de Chardin sería miserable'. Claro, tampoco tuvo nada que ver con Vermeer, aunque como apuntó el director honorario del Louvre en la rueda de prensa, 'sí es un mundo veermeriano'.
Chardin fue cronista de los gustos y la intimidad de la burguesía
Un pintor sin tema es un pintor moderno. Un pintor sin tema es un pintor misterioso. Chardin, cronista de los gustos y la intimidad de la burguesía francesa, acaba con las alusiones y se centra en lo evidente. De lo opaco a lo transparente, de lo mate a lo brillante, de lo suave a lo áspero, sólo la carne de la carne.
Ahí están para muestra, en esta magnífica exposición, las tres versiones que pintó sobre Joven haciendo pompas de jabón o las otras tres de La joven maestra de escuela. 'Chardin no hace más que pintura y sólo pintura', advierte Pierre Rosenberg al visitante, para que no busque más allá de lo que ve. Pura materia.
Las 57 obras que componen la visita en El Prado, son una notable recopilación de uno de los pintores más lentos y detallistas de la historia del arte, que apenas firmó 200 cuadros. Suficientes ejemplos para enseñar que a la gloria de los objetos insignificantes son el testimonio de una ausencia. Tarro de albaricoques y Melón empezado son el broche excepcional a una trayectoria de la materia que se regocija sobre la materia. En sus bodegones, Rosenberg dice que no fue capaz de ir más allá de lo que alcanzaron sus ojos, pero lo que quizás no seamos capaces de ver ahora nosotros es que los suyos eran retratos ausentes. Todos esos personajes no natos, aludidos, terminaron por aparecer en sus instantáneas silenciosas de lo vulgar y cotidiano, para poder venderlas a más precio.
Es la pintura del motivo desplazado, sin gestos políticos, morales o religiosos
Los ateos de Chardin son todos esos que no aparecen en sus escenas. Han comido un cacho de pan, dado un trago de agua y ya no están. Es la pintura del motivo desplazado, sin grandes gestos políticos, ni posturas morales, ni consejos religiosos. Es la iconografía burguesa. Él queda allí solo, con sus fondos neutros y plomizos, recortando las migajas del ciudadano que está por encima de lo alegórico y lo religioso, sobre el orden tradicional. Chardin hizo con las migas del hombre libre las crónicas de su independencia.
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