madrid
Más de doscientos años separan al soldado murciano José Robles del jugador franquicia de los Rockets, James Harden. Dos extremos de una fértil cultura capilar que se ha ido forjando a golpe de tijera y vanidad. Lo que en su día no dejaba de ser una cuestión de higiene personal, fue derivando progresivamente en una búsqueda de la individualidad a través del pelo. El Museo del Romanticismo de Madrid pone el foco en las melenas que componen sus fondos para contarnos los avatares de un siglo en el que se fue configurando una nueva imagen masculina.
Surge así Teje el cabello una historia. El peinado en el Romanticismo, que se podrá visitar hasta el 12 de abril y por la que desfilan ilustres y anónimos de un periodo que dijo adiós a la peluca –aquí la guillotina tuvo algo que ver– y se entregó al vello facial con denuedo y curiosidad. El cabello más largo, aparentemente desordenado y peinado hacia el rostro, fue ganando enteros, pero también las guedejas laterales y la mosca, esa suerte de matojo raído –pelusilla en el peor de los casos– que asoma entre el labio inferior y el nacimiento de la barba. Llongueras se lo habría gozado. Te proponemos un viaje en el tiempo que evidencia hasta qué punto los experimentos capilares del romanticismo se han perpetuado hasta nuestros días:
El hombre blandengue
Nótese la mirada entre afectada y melancólica de ambos, la melena ligeramente rizada y la prominente sotabarba. Por la izquierda asoma un romántico anónimo, por la derecha nos escruta Kit Harrington, actor británico reconocido internacionalmente por su papel de Jon Snow en la saga Juego de Tronos. Las mejillas lívidas y los labios mortecinos completan una estudiada imagen que nos remite a pugnas internas de carácter existencial; un mundo interior en constante marejada que, en el caso de Harrington, podría confundirse con algún tipo de desajuste intestinal.
Se trata, a fin de cuentas, de lucir una pretendida bohemia con el fin de engatusar al personal echando mano de un malditismo de baratillo. Los románticos iban a tope con este asunto, tal es así que hicieron todo lo posible por poetizar su apariencia física, apostando por una languidez extrema que evidenciara el espíritu quebradizo y sensible del retratado. Jóvenes arrebatados que no entendían de medias tintas; tan pronto le cantaban al devenir de los días, como se encañonaban la sien y hasta luego, gracias.
El imperial
La contundencia de este bigote le otorga al portador un aire señorial que conviene tener en cuenta. Estamos ante un combo formado por un frondoso mostacho y un matojo que cae perpendicular al rostro. Un tema muy serio que remite a épocas imperiales y que confiere al sujeto en cuestión una gravedad de otro tiempo. Es el caso del dramaturgo Adelardo López de Ayala, a la izquierda, cuya mata asalvajada convive con la sobriedad de un mostacho rotundo no apto para calzarse una sopa con fideos.
También de otro tiempo, como su misoginia, es la propuesta del actor australiano-estadounidense Mel Gibson. El intérprete opta, en este caso, por una versión algo más contenida, como buscando cierta sofisticación a una fórmula decimonónica. Si prescindimos del florido matojo, estaríamos hablando de un bigote húngaro, que en su versión más demoníaca y atribulada, nos remite al filósofo Friedrich Nietzsche.
El sello de correos
Salvando las distancias, que no son pocas, ambos miran con audacia. El bigotillo de cepillo de dientes, también conocido como bigote Chaplin, philtrum o sello de correos, provee al portador de una severidad que en el caso del Führer está fuera de toda duda. Este aderezo capilar se hizo popular en los Estados Unidos a finales del siglo XIX, desde donde se extendió a Alemania, siendo la época de entreguerras su momento de esplendor. Las connotaciones hitlerianas condenaron a este escueto bigote al ostracismo.
En el caso de Jacinto Galaup, empresario textil sentado a su izquierda y con intenciones menos siniestras que las del alemán, este sucinto mostacho le confiere un punto vanidoso al portador, como si quisiera modular un rostro ya de por sí un tanto tosco. Nótese cómo el ilustre Galaup, filántropo y 'hombre de bien', complementa el asunto con una sotabarba rodeando el óvalo facial. Muy trabajado.
El lechuguino
Desde los años 20 se utilizó el término 'lechuguino' para designar a aquellos jóvenes que, influenciados por las corrientes estéticas del momento, mostraron una imagen muy cuidada. Este fenómeno tendría mucho que ver con el dandismo inglés, auténticos proto hipsters de la época. Nuestro país, muy dado al escarnio, no terminó de entender ese interés desmedido por la imagen, de tal forma que pronto aparecieron estampas que los ridiculizaban representándolo ante sus tocadores, como si de damas se tratase.
A la izquierda de la imagen vemos un ejemplar anónimo de 'lechuguino', un joven de melena almidonada, peinada con raya lateral y con tupé piramidal. Parece decirnos con la mirada yo molo y usted no, todo un caballero romántico de los que ya apenas quedan. A su lado, Robert Downey Jr. hace lo que puede luciendo una composición que remite a la de nuestro lechuguino; bigotillo cuidado, mosca prominente que en su parte inferior comunica con una pulida apuntada.
El winnfield
Y a su izquierda, un Capitán de Ingenieros encantado de conocerse. A lo largo del Romanticismo el retrato adquiere un verdadero auge, dejando de estar restringido únicamente a la aristocracia y nobleza. De abundante cabello moreno, frente pequeña, afilada nariz y denso bigote, este ingeniero nos escruta desde el pasado con cierta indiferencia y provisto de un bigotillo estilo winnfield. Un experimento que viene a delimitar la boca con sendas líneas rectas, como si de un segmento se tratase.
Un legado que Lennon tuvo a bien recoger e implementar en tiempos psicodélicos. Una muestra más de que la experimentación capilar del romanticismo marcó época y se ha ido reciclando a lo largo del tiempo, en ocasiones con distancia irónica o como un mero guiño al pasado, y otras como un modo eficaz de reivindicar una determinada individualidad.
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