madrid
Actualizado:Corren malos tiempos para el tumulto y la jarana. Abren las discotecas pero lo hacen con la pista de baile precintada hasta nuevo aviso. Los rigores de la prevención postcovid desaconsejan la posibilidad de entregarse a la danza multitudinaria, ya sea verbenera, discotequera, festivalera o ravera. Se interrumpe por vez primera una actividad cuyo atávico historial los expertos no dudan en vincular a la idea de comunidad. A cambio nos llegan estampas de enorme tristeza; seres humanos embozados bailando a dos metros de distancia, modelando el aire.
De modo que olvídense del chotis, también del vals. De los ritmos latinos y su legendaria fogosidad mejor no hablemos. Adiós al perreo. Quizá la sardana y la jota experimenten una nueva edad de oro, quién sabe. De lo que no cabe duda es de la capacidad del baile para crear comunidad. "La función de cohesión social y de identidad colectiva son muy importantes en la danza colectiva y apenas han variado a lo largo de los siglos, me atrevería a decir que su búsqueda a través del baile es una constante humana", apunta Elisenda Ardèvol, profesora de Antropología Social en la UOC.
Se trata, a fin de cuentas, de trascender lo que somos para encontrarnos con el otro. Una idea que esbozó en su día el antropólogo británico Victor Turner y que Ardèvol explica del siguiente modo: "El baile nos permite debilitar las estructuras sociales en pos de la comunidad, no importa el estatus porque la danza nos iguala, se superan las jerarquías sociales y nos igualamos". Dicho de otro modo; se establecen formas alternativas de tejer la comunidad, nuevos nodos que surgen de esa comunión dancística.
En palabras de Mariano Urraco, antropólogo y profesor de Sociología de la UDIMA, "la danza es un paréntesis vital, nos ayuda a separar tiempos y espacios, permite ir más allá de los vínculos de parentesco o de las relaciones laborales". Un modo de hacer comunidad que se ha perpetuado gracias a su idoneidad a la hora de ampliar nuestros horizontes relacionales: "Ya no nos sentamos alrededor de una fogata para contarnos historias, pero seguimos teniendo esa necesidad de entrar en contacto con el otro dejando a un lado contextos más formales como la familia, el trabajo o el sistema educativo".
Por otra parte, puede que haya muchos eslabones evolutivos perdidos entre un pavo real y un homo sapiens dándolo todo en la pista de baile, pero una de sus funciones básicas parece haberse perpetuado, a saber; la llamada al acoplamiento. "La danza forma parte del galanteo, se trata de mirar y ser mirado, esto es algo inherente a nosotros como especie y también forma parte del ritual", añade Ardèvol. Un galanteo que no tiene por qué implicar el roce o la fricción, aunque resulta obvio que el cachete con cachete juega un papel mollar.
"Según se mire, −incide Urraco− en el siglo XIX cuando se utilizaban los abánicos para confesar a distancia determinadas cosas, lo que se estaba representando era una suerte de danza en la que primaba la interacción social". Un lenguaje corpóreo que inevitablemente remite al apareamiento, pero que también (y sobre todo) nos transporta a una suerte de hermandad con el otro, una sensación de pertenencia a la que se llega a través de la catarsis colectiva.
«Bailad, bailad; sino, estamos perdidos»
La pandemia separó nuestros cuerpos danzantes. Las pistas de baile languidecen bajo los focos mientras asumimos que la llamada ‘nueva normalidad’, en aras de la prevención, nos arrebató un trozo de lo que somos. "Aprenderemos a vivir sin ello, pero no para siempre, si así fuera dejaríamos de ser humanos, nos convertiríamos en pequeños autómatas", apunta Ardèvol.
«Bailad, bailad; sino, estamos perdidos», decía Pina Bausch, pionera alemana de la danza contemporánea. Quizá ya sea demasiado tarde y poco o nada pueda hacer la danza para encontrarnos de nuevo. Quizá todavía haya esperanza para nosotros. Entretanto los cuerpos esperan su momento, agazapados contra natura, conscientes de que tarde o temprano caerá el telón postcovid y podremos bailar juntos de nuevo hasta el amanecer.
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