Alfredo González Ruibal, Premio Nacional de Ensayo: "Los huesos nos cuentan las brutalidades de la guerra"
Su libro 'Tierra arrasada' eleva "la categoría de la arqueología de ciencia a ética", según el Ministerio de Cultura.
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madrid,
El arqueólogo y científico del CSIC Alfredo González Ruibal ha recibido el Premio Nacional de Ensayo 2024 por Tierra arrasada (Crítica), "una necesaria respuesta al porqué de la guerra y de la violencia" que eleva "la categoría de la arqueología de ciencia a ética", según el Ministerio de Cultura.
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¿Qué nos cuentan los huesos?
En los huesos está buena parte de nuestra historia colectiva y social, como miembros de una sociedad, y también de nuestra historia personal, con las vicisitudes que hemos sufrido. En el caso de los conflictos de la violencia, nos cuentan las brutalidades y los abusos que han sufrido determinadas personas en la guerra, bien como combatientes, bien como como civiles que han sido asesinados.
¿Los restos arqueológicos tienen ideología?
Los restos arqueológicos son en muchas ocasiones la materialización de ideologías del pasado, y luego está la ideología de quienes los interpretamos. Pero, por encima de ambas ideologías, los investigadores tratamos de documentarlos lo más objetivamente posible. Es decir, tratamos de sacar a la luz las historias que nos están contando.
A través de los vestigios, ¿ha conectado más con unas personas que con otras en función del bando al que pertenecían o siempre se establece un vínculo?
En el caso de la guerra civil, he exhumado a soldados caídos de un lado y del otro. El propio trabajo de exhumación hace que inevitablemente empatices con las personas que han muerto. Es una relación muy íntima, debido al tiempo que pasas rescatando esos huesos. Resulta difícil no ver detrás de los restos algo más, o sea, historias humanas.
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De hecho, cuando encontró restos de soldados rebeldes en una excavación en Guadalajara, defendió que debían ser enterrados, entre comillas, con honores.
Los caídos en la guerra tienen derecho a ser enterrados dignamente, sean de uno u otro bando, independientemente de cuál sea nuestro posicionamiento político. Nadie merece ser olvidado y destruido, ni que sus restos sean tratados como si fueran los de un animal. Aunque pueda resultar un poco polémico, creo que es distinto en el caso de los perpetradores.
Antes me refería a los soldados que cayeron en combate, en muchos casos reclutas que combatían en el bando que les había tocado. Sin embargo, cuando hablamos de perpetradores, como los guardianes de los campos nazis, tengo serias dudas respecto a que esos individuos merezcan ningún tipo de respeto.
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La arqueología explica la historia a través del hallazgo, pero también de la ausencia. Así, un poblado sin restos de mujeres podría indicar que fueron secuestradas, esclavizadas o sometidas a matrimonios forzosos.
Las ausencias pueden ser tremendamente elocuentes. Otro ejemplo: en una zona donde trabajamos en la frontera entre Etiopía y Sudán, a principios del siglo XIX desaparecen los yacimientos arqueológicos. De repente, no hay nada y durante 150 años ese lugar está vacío completamente, pese a que hasta aquel momento había muchísimos poblados.
¿Qué pasó? Un genocidio olvidado: las tropas otomanas arrasaron la región hacia 1820 y esclavizaron a todos sus habitantes. ¿Cuáles son las huellas que tenemos hoy? Pues, efectivamente, la ausencia, es decir, que desaparezca la presencia humana de ese lugar. Eso también ha sucedido en la Patagonia y en Tierra del Fuego, por citar otros casos.
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Europa ha exportado esa deshumanización: del Holocausto al genocidio de Ruanda.
Habría que matizarlo. En la violencia extrema se engloban multitud de culturas, no es algo exclusivo de Europa. Lo que caracteriza a la modernidad europea —no a la civilización o a la cultura europeas, sino al hecho específico de la modernidad, a partir de finales del siglo XV y de forma ya muy clara del XVIII— es una forma específica de practicar la violencia que deshumaniza al otro, hasta el punto, ya en el siglo XIX, de deshumanizarlo completamente.
O sea, de considerar que no es un auténtico ser humano y que, como ser humano incompleto o no humano, puede ser extirpado de la faz de la tierra y aniquilado. Ese tipo de violencia es característico de la modernidad y tiene mucho que ver con la forma en que la modernidad entiende el mundo, cómo lo clasifica y ordena, etcétera.
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Aplicamos esa perspectiva del orden y de la clasificación a las culturas humanas. Entonces, lo que hace la modernidad europea es considerar que hay grupos que están fuera del tiempo, que no son humanos y que la ordenación del mundo requiere que desaparezcan. Es el caso de los aborígenes de Tasmania, que son aniquilados por completo, o los citados indígenas de Tierra del Fuego.
Lo que pasa es que después ese tipo de violencia aniquiladora, que busca el exterminio total de otro grupo humano y que es algo excepcional a lo largo de la historia, porque solo lo vemos de forma tan clara en la contemporaneidad, es utilizado por culturas no europeas, caso de los hutus con los tutsis en Ruanda o de los Jemeres Rojos en Camboya.
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Habría que matizar los conceptos de pueblos primitivos y civilizados, porque a veces vemos otros territorios con condescendencia, pero en su día África fue más pacífica que Europa. Basta pensar ten el desarrollo que alcanzó Alemania a principios del siglo XX…
Habría que ver qué entendemos por civilización. Si es una cuestión puramente material y tecnológica, entonces la Alemania de principios del siglo XX era el culmen de la civilización. Si pensamos en términos morales, probablemente cualquier tribu del África subsahariana o de Australia estaba mucho más desarrollada que Alemania. Y no me refiero solo a la propia idea del exterminio, sino en general a la forma de entender la sociedad y a las relaciones entre seres humanos.
Las fosas comunes deshumanizan al contrario, aunque ya existían en el neolítico. Una prueba irrefutable del horror, a veces negado, tergiversado o silenciado.
Cuando encontramos restos de varones, mujeres, niños o ancianos, las fosas comunes son la prueba más indiscutible de que lo que ha ocurrido ahí es una forma de violencia completamente excesiva y fuera de toda norma.
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¿La arqueología es uno de los alegatos contra la guerra más poderosos?
La arqueología sirve para desublimar la guerra. Sobre todo en períodos más remotos, porque en el siglo XX tenemos imágenes poderosísimas de crímenes de guerra que han sacudido nuestras conciencias y han configurado una nueva forma de ver la violencia y los crímenes de lesa humanidad.
En cambio, cuando vamos atrás en el tiempo, esa violencia nos parece un poco aséptica, porque la recibimos a través de los textos y de las imágenes que crean esas sociedades. Y esas sociedades tienden a sublimar la violencia, sean los frisos de los templos egipcios, las esculturas de los romanos o los poemas homéricos.
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Frente a eso, la arqueología nos ofrece una visión mucho más cruda y material de lo que es en realidad la guerra: aldeas destruidas, cuerpos destrozados, mujeres violadas, niños asesinados... Es decir, la parte más fea de la guerra que el poder nunca quiere mostrar.
En esas tierras arrasadas, ¿hay hallazgos esperanzadores, vitalistas o que infundan optimismo?
Estas explosiones de violencia excesiva son relativamente limitadas en el tiempo. Los seres humanos hemos pasado más tiempo negociando y aprendiendo a convivir unos con otros que masacrándonos de formas abyectas. Pensemos en el caso de España: si nos describiéramos a nosotros mismos como una sociedad salvaje y encarnizada que no para de masacrarse, nos parecería raro. Porque desde 1876 realmente nos hemos masacrado de forma horrible una sola vez.
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Desde que acabó la última guerra carlista hasta la actualidad, nuestra experiencia de la masacre internamente ha sido una guerra civil horrorosa, pero hablamos de tres años de guerra en 150. Sin embargo, el problema es que ponemos tanto énfasis en esos tres años que nos olvidamos de los otros 147, en los que hemos aprendido a no matarnos y a convivir. Una experiencia extrapolable a cualquier país o territorio del mundo.
Quizás no deberíamos preguntarnos tanto por qué nos matamos, sino cómo hacemos para no matarnos, porque ahí está la clave para la paz: cómo logramos ponernos de acuerdo, cómo logramos dirimir nuestras disputas dentro de un orden e —incluso en el peor de los casos, cuando recurrimos a la violencia— cómo hacemos para que esa violencia no se desborde y no acabe como el conflicto en Gaza o las masacres en el Sahel.
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¿Justificaría alguna guerra?
Hay guerras defensivas que son inevitables. Una vez que está en marcha la Segunda Guerra Mundial, la violencia era la única forma de poner final al nazismo. Ahora bien, las guerras que son absolutamente inevitables suponen una excepción.
Hay un resto no arqueológico de la guerra que hemos podido percibir en nuestros abuelos: el miedo. O, si lo prefiere, el silencio.
El silencio y la autorrepresión que produce el miedo son difíciles de identificar arqueológicamente, pero podemos elucubrar sobre ellos. Por ejemplo, cuando descubrimos un asentamiento arrasado por completo al que nunca ha vuelto nadie, podemos pensar cómo se mantuvo la memoria de ese lugar y hasta qué punto aquello dejó traumatizada a una sociedad para que decidiera no volver a ese lugar que le traía unas memorias tan horrorosas. De nuevo estamos hablando de ausencias... De unas ausencias que son elocuentes.
Y luego está el silencio impuesto por los victimarios, quienes se niegan a excavar en su memoria.
Claro. Hay casos también muy elocuentes donde se ve cómo se ha sepultado conscientemente un paisaje de violencia. Por ejemplo, la de los asirios en Canaán: arrasan poblados enteros y después construyen sobre ellos nuevos asentamientos, a veces sobre las propias cosas comunes. Resulta escalofriante, porque así están sellando ese pasado de violencia extrema.