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¡Cien millones! de tiburones mueren cada año. Diecisiete especies están en peligro de extinción. Tristísimo y muy lamentable porque la inmensa mayoría son capturados solo por sus aletas. Algunos de los biólogos marinos más destacados del planeta advirtieron de ello hace mucho tiempo y renovaron su empeño en esta denuncia hace más de cuarenta años, cuando se estrenó Tiburón (1975), una gran película y una de las más eficaces en la creación de tensión y suspense de los últimos decenios.
Los expertos culparon a Steven Spielberg de poner a la humanidad en contra de los tiburones. Se excedieron en sus recriminaciones. El cineasta nada tenía que ver con la codicia comercial y la extinción de estos escualos, aunque, hay que reconocer, que sí contagió, y poderosamente, del terror hacia ellos. El miedo que provocaba aquella película, una de las primeras que hizo para el cine, infectaba al espectador y, asombrosamente, la aprensión no desaparecía con el tiempo. A partir de ahí, muchos otros cineastas han aprovechado ese pánico adherido desde entonces a la memoria y han intentado repetir la hazaña de Spielberg.
"Tienen ojos sin vida"
Uno de ellos es el británico Johannes Roberts, que hace un par de años buscó, sin conseguirlo, el terror marino en A 47 metros –la gran baza de la película era que estaba prácticamente toda rodada bajo el agua-. Ahora insiste con A 47 metros 2: el terror emerge, secuela de la anterior y en la que el director envía a sus víctimas –un grupo de chicas- a Brasil, donde pretenden encontrar las ruinas sumergidas de las que habla una antigua leyenda de la zona costera de Recife. Bucean en aguas maravillosas, entre cuevas. Y lo que se encuentran es nada menos que unas cuantas especies terroríficas de tiburones.
La reunión de estos devoradores marinos no puede ni de lejos competir con el horror que narraba Quint (Robert Shaw) al jefe Martin Brody (Roy Scheider) y al biólogo marino Matt Hooper (Richard Dreyfuss) cuando ya estaban muy lejos de la costa de Amity. El espeluznante relato ocurrido en la II Guerra Mundial, incluía un apunte sobrecogedor: "¿Sabe una cosa sobre los tiburones? Tienen ojos sin vida. Ojos negros, como los de un muñeco. Cuando se acercan a uno, parecen estar sin vida... hasta que muerden, y esos ojos negros se vuelven blancos y entonces... Entonces se oyen esos gritos de terror terribles y el océano se vuelve rojo. A pesar de todo el pataleo y el griterío, ellos vienen y lo despedazan a uno".
Uno de los peores depredadores
Mucho más pequeños que el gran tiburón blanco de Spielberg –en realidad una máquina que falló casi todos los días del rodaje- eran los escualos de Open Water (2003), pero eran muchos, muy rápidos y estaban rabiosos. Aquella película de Chris Kentis no era terrorífica, pero transmitía un altísimo nivel de angustia. Los dos protagonistas, una pareja que se va a bucear a Las Bahamas, se queda abandonada en el mar por un descuido de la lancha que los ha llevado con otros turistas. Los tiburones empiezan a rondarles, cada vez más y cada vez más cerca…
Otra especie, el tiburón Mako o marraco común, fue la que eligió el finlandés Renny Harlin para la superproducción Deep Blue Sea (1999). Entretenida, pero demasiado previsible, en ésta una científica alteraba el ADN de los animales en una investigación para regenerar los tejidos del cerebro humano. Los animales adquirían cualidades inesperadas, se volvían más rápidos y más listos y se lanzaban a devorar a todo el equipo atrapado en el laboratorio subacuático. "Lo que habéis hecho es dar voluntad y deseo a uno de los peores depredadores de la Tierra. Lo que habéis hecho es colocar a los humanos al final de la cadena alimenticia".
La súper estrella del subgénero
A Jaume Collet-Serra le hizo falta de nuevo el tiburón blanco, la súper estrella del subgénero, para asediar a la surfera protagonista de Infierno azul (2016), una joven que se jugaba la vida a solo cien metros de la costa. Desde un mínimo islote, que desaparece con las mareas, tiene que ingeniárselas para llegar a Tierra burlando al enorme tiburón blanco que la espera.
Cuatro años antes, el australiano Kimble Rendall presentó en el Festival de Venecia Bait (Carnada), en la que, en un acto de intrepidez, había dejado encerrados en un supermercado y con un enorme tiburón blanco a un montón de compradores, a unos atracadores y a un ex socorrista que intenta superar la muerte de su amigo atacado por un tiburón. Previamente se había producido un tsunami. Divertida, no perdía el ritmo y mostraba mucho ingenio.
Tiburones cayendo del cielo
La extravagancia en el submundo de los tiburones en el cine la puso Robert de Niro cuando aceptó poner voz al personaje de Don Lino, un inquietante tiburón, el capo de la mafia del arrecife y desesperado padre de un tiburón vegetariano, en El espantatiburones (2004), una producción de DreamWorks Animation dirigida por Bibo Bergeron, Vicky Jenson y Rob Letterman. Lo mejor de la película era el encuentro de Martin Scorsese con De Niro, el primero ponía la voz a Sykes, el jefe del negocio del lavado de ballenas, y decía a Don Lino: "Mira, todo lo que digo es que el chico no es exactamente un asesino". El mafioso le contestaba a gritos: "¡Mi Lenny es un asesino! Me escuchas ¡Un asesino de sangre fría! ¡Míralo!".
Aunque creada para televisión, la demencial serie Z de Sharknado (Anthony C. Ferrante, 2013) no podía faltar en la lista de los depredadores asesinos del cine. Gracias a un tornado, los tiburones atacan desde aire, tierra y mar –"¡Hay tiburones cayendo del maldito cielo!"- en esta delirante y entretenidísima película, donde por lo menos algo quedaba bien claro: "¡Apocalipsis mis huevos! Esto no es el fin del mundo".
Ya lo habían dicho muchos años antes, en 1971, Peter Gimbel y James Lipscomb, directores bendecidos por los biólogos marinos tras ver su película documental Blue Water, White Death. Declaración de amor al gran tiburón blanco, esta película parece que es hoy más necesaria que cuando se estrenó. Defendamos a los tiburones, impidamos que se extingan, pero, por si acaso, no olvidemos la preocupación pintada en el rostro de Ellen Brody (Lorraine Gary) cuando contestaron con un rotundo "sí" a su pregunta: "¿Es verdad que los tiburones casi siempre atacan a un metro de profundidad y a tres metros de la playa?"
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