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Seis enfermedades mentales poco comunes

En los recovecos de la mente, se esconden misterios de difícil comprensión. He aquí algunos de los más extraños síndromes psíquicos conocidos.

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Amnesia extrema: Cuando todo es comenzar 

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2:10 PM: esta, vez despierto de verdad… 2:14 PM: esta vez, despierto por fin… 2:35 PM: esta vez, completamente despierto… Al músico británico Clive Wearing, una infección cerebral le robó la memoria. Sólo era capaz de retener lo que le había sucedido durante los últimos segundos y se olvidó de casi todo su pasado. Meses después de los primeros síntomas de uno de los casos más extremos de amnesia conocidos, comenzó a escribir un diario para tratar de reconstruir la continuidad que la enfermedad le había arrebatado. Las notas de Wearing son sólo un registro de afirmaciones repetitivas, que reflejan la agonía causada por la pérdida de la capacidad de tener experiencias y de la consciencia misma.

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A fallback.

Pese a no poder acumular recuerdos, Wearing sabía que algo no andaba bien. Su mujer cuenta en un libro sobre la enfermedad de su marido cómo le encontraba mirando ensimismado un objeto que tenía en la palma de la mano. Lo cubría con la otra y lo volvía a descubrir. “Cada vez es distinto, ¿cómo es posible?”, afirmaba.

La confusión de los primeros meses dio paso a la agonía y ésta, a una profunda depresión. Acabó ingresado en un hospital psiquiátrico durante seis años. Nunca fue capaz de reconocer como propia la habitación en la que pasó todo ese tiempo. En un artículo publicado en The New Yorker hace unos meses, el neurólogo Oliver Sacks recordaba una frase de Wearing que reflejaba su sufrimiento. “¿Puedes imaginarte una noche de cinco años? Sin sueños, sin estar despierto, sin gusto, sin vista, sin sonido, nada de nada. Es como estar muerto. Llegué a la conclusión de que estaba muerto”.

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En este periodo, sólo las visitas de su mujer Deborah le ofrecían alivio. Pero en el momento en que ella le abandonaba, la angustia regresaba. Cuando su esposa llegaba a casa, ya tenía un mensaje en el contestador: “Por favor, ven a verme cariño. Hace siglos que no te he visto. Por favor, vuela hasta aquí a la velocidad de la luz”.

Tras siete años de internamiento, Wearing se fue a vivir con su esposa a una casa en el campo. Su memoria no mejoró, pero sí su estado de ánimo. Hace dos años, Sacks visitó al matrimonio en el Reino Unido. El músico saludaba a su mujer decenas de veces en pocos minutos como si ella acabase de entrar en la habitación. En un momento, el neurólogo le enseño a Wearing el libro que había escrito su mujer narrando sus años de convivencia con la amnesia. El músico mostró su sorpresa y felicitó a su esposa. Después, le dio un abrazo emocionado. La escena se repitió varias veces más en unos minutos, con las mismas muestras de cariño, alegría y asombro.

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En el despertar continuo de Clive Wearing, sólo dos cosas daban continuidad a su vida, según cuenta Sacks. La música, que seguía practicando sin merma aparente pese a la amnesia, y el amor por su esposa, que se mostraba ante sus ojos como la mujer conocida con la que llevaba años casado, pero diferente y fascinante en cada instante de su vida.

Pese a su amnesia extrema, Clive Wearing mantuvo sus talentos musicales. Era como si la música se mantuviese a salvo en algún lugar del cerebro que no había sido dañado por el virus. Algo similar sucede con Gloria Lenhoff. Esta mujer de 51 años no es capaz de hacer una resta simple o distinguir la derecha de la izquierda. Su cociente intelectual es de 55 y su cerebro es un 20% más pequeño que la media. Sin embargo, es capaz de cantar como pocas personas en el mundo pueden hacerlo.

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Tiene el síndrome de Williams, un mal que, junto con las limitaciones intelectuales y físicas, proporciona una musicalidad extraordinaria a algunas de las personas que lo sufren. Lenhoff, gracias al esfuerzo de su padre para que desarrollase todo su talento, es capaz de cantar como una soprano profesional en varios idiomas. Como no pudo aprender a leer música, cada nota y cada palabra de las decenas de canciones que incluye su repertorio está grabada en un cerebro incapaz de retener otro tipo de informaciones aparentemente más simples. La historia de este triunfo la cuenta su padre en el libro The (Strangest) Song.

El síndrome de Capgras es otro de las angustiantes espejismos que puede elaborar una mente dañada. La psiquiatra Carol Berman contaba recientemente en The New York Times cómo una de sus pacientes llegó un día a casa y se encontró con un extraño sentado en el salón de su casa. De algún modo, el tipo le resultaba familiar, pero no sabía decir por qué. Las cosas se complicaron cuando el hombre se acercó a ella y trató de darle un beso. Le rechazó y se sentaron a hablar. Él tenía una voz parecida a la de su marido y sabía muchas cosas sobre su vida, pero no era él. Para ella estaba claro: un impostor le había reemplazado.

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En esta enfermedad, se disocia la percepción del reconocimiento, un problema que algunos neurólogos atribuyen a una causa orgánica aún desconocida. Los psicoanalistas, por su parte, consideran que el mal aparece cuando algún tipo de carácter negativo se debe asociar a un ser querido. Por un sentido de culpa, estos sentimientos se atribuyen a un doble que puede ser rechazado sin ningún problema. Este trastorno esquizoafectivo, similar a la esquizofrenia, puede tratarse con fármacos.

Después de un ataque, un golpe fuerte o una infección cerebral, el despertar puede venir acompañado de sorpresas. Uno de estos cambios es el conocido como síndrome del acento extranjero. Los afectados salen del coma y hablan su idioma como si fuesen una persona de otro país.
Una de los primeros casos de este fenómeno se observó durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces, una mujer noruega, que había sufrido daños cerebrales a causa de heridas de metralla, se despertó tras la operación a la que fue sometida con un fuente acento alemán. Este problema, que en muchos casos es reversible y no provoca grandes problemas, le supuso a la pobre señora un gran número de conflictos en su comunidad al ser identificada como germana.

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Las personas afectadas por este síndrome no hablan en realidad con acento extranjero, sino que modifican sus patrones del habla, alargan algunas sílabas o se vuelven incapaces de pronunciar determinados
sonidos.

Algunos de los afectados afirman que el síndrome les ha provocado problemas de identidad.

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En 1947, el neurólogo alemán Joachim Bodamer publicó la descripción de un hombre de 24 años al que había tratado en 1944. El joven había recibido un balazo en la cabeza que le había dañado algunas áreas del cerebro asociadas con el procesado de imágenes. Durante varias semanas, el paciente permaneció ciego y cuando recuperó la vista, continuó teniendo dificultades para percibir la forma y el color.

Además de estos problemas, el enfermo tenía otro más peculiar. “S. reconoce una cara como tal, en relación a otras cosas, pero no puede asignar una cara a su propietario”, explicaba Bodamer. “Para él, las caras no tenían expresión ni significado”, añadía. El paciente era incapaz incluso de reconocer su propio rostro cuando se miraba en el espejo. Para superar este problema y poder reconocer a sus congéneres, S. se centraba en otras claves visuales, como el pelo. Aunque en algunas ocasiones la prosopagnosia podría aparecer por motivos psicológicos, casi siempre es fruto de una lesión cerebral.

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El estudio de este tipo de problema neurológico puede servir para comprender cómo organiza la información visual el cerebro.

El neurólogo francés Jules Cotard describió en 1891 varios casos de un extraño síndrome. Los pacientes, depresivos melancólicos, no sólo afirmaban haber perdido propiedades, seres queridos o la salud. Aseguraban que les faltaban los intestinos o el corazón y algunos llegaban a decir que estaban muertos.

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El médico Richard Christensen cuenta un caso reciente de un hombre que acabó viviendo en la calle en Florida. Como no tenía seguro sanitario ni medios para pagar un médico, el paciente K. no fue diagnosticado por un psiquiatra hasta varias semanas después de asegurar que se “había derretido” y ya “estaba muerto”.

Tras varias semanas de (erróneo) tratamiento para la esquizofrenia, K. continuó asegurando que era un cadáver ambulante. “Mi cerebro se ha podrido”, “he perdido parte de las vísceras” o “estoy muerto” eran algunas de sus afirmaciones más habituales. Otros afectados por el síndrome de Cotard han llegado a afirmar que se encontraban en el infierno o que por motivos espirituales no podían morir de muerte natural. 

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