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Es mejor no prolongar la agonía nuclear

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Chernóbil sacudió las conciencias hace 25 años, pero la industria nuclear y sus aliados casi habían logrado que nos olvidáramos del desastre. Los cálculos que se acabaron imponiendo oficialmente establecieron que hubo mucho ruido pero sólo unos pocos muertos. Y aquello, además, fue simplemente un estrepitoso error provocado por la decadente burocracia comunista, porque el riesgo de las nucleares es casi cero cuando las gestiona gente competente.

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Pero en esa Arcadia feliz ha irrumpido Fukushima, dirigida quizá por incompetentes, pero del subtipo capitalista. Todo el mundo vuelve a hablar de reforzar la seguridad (por lo tanto, hasta ahora el riesgo no era casi cero) y en la conferencia internacional que esta semana se ha celebrado en Kiev se ha instado a reevaluar las consecuencias de Chernóbil sobre la salud porque, repentinamente, ya no cuela que causara unas decenas de muertos un accidente que irradió a centenares de miles de personas.

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Tras Fukushima se ha acabado el mito del riesgo casi cero. Es muy bajo, sí, pero la catástrofe humana y económica es tan grande cuando se produce el fallo que hablar de riesgo bajo suena a sarcasmo. Las aseguradoras ya lo sabían y sus primas disuasorias ya habían llevado hace muchos años a las empresas privadas a no invertir en nucleares, un sector que ha quedado en manos de la iniciativa pública en los países que se atreven con el riesgo.

Lo que quieren las empresas privadas es que se alargue la vida de las centrales instaladas, la mayoría amortizadas y, por lo tanto, generadoras de beneficios con muchos ceros. Los gobiernos han sido hasta ahora proclives a sus presiones, pero harían bien en pensar en serio, antes de firmar más prórrogas, cómo se las apañarán si les cae encima un Fukushima. Es mejor no prolongar la agonía nuclear.

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