madrid
A mediados del siglo XIX muchos creían todavía que la enfermedad tenía un comportamiento moral. Un pérfido argumento del que se servían las clases acomodadas para achacar a los estratos más bajos una suerte de merecimiento vírico. La ciencia tuvo a bien demostrar que la cifra de muertos entre las clases pobres no era desproporcionada porque estas sufrieran de defectos morales, sino porque estaban más expuestas a la contaminación. Pero hasta que lo consiguió, hubo de batirse el cobre frente a descabelladas supersticiones y teorías superadas.
Los tabloides de la época situaron la zona cero en el Soho londinense. El 2 de septiembre de 1854 cifraron en 70 los vecinos que habían fallecido a causa de un brote de cólera. El golpe fue brutal para la comunidad. No era la primera vez que la ciudad padecía el zarpazo de esta enfermedad, pero nunca había sido tan mortífero. En apenas una semana, un doctor anestesista llamado John Snow y un afable reverendo conocido como Henry Whitehead, llevaron a cabo una investigación médica revolucionaria que consiguió detener de raíz la propagación de aquel brote.
En El mapa fantasma (Capitán Swing), el divulgador científico Steven Johnson narra aquel hito de la ciencia basándose en numerosos testimonios presenciales de supervivientes, así como de las investigaciones llevadas a cabo por las autoridades de la época.
El Gran Hedor
El Londres victoriano era por aquel entonces una ciudad boyante cuyos cimientos estaban recorridos por una deficiente red de alcantarillado. A las ponzoñosas infraestructuras subterráneas, se le sumaban problemas como el del hacinamiento de residentes y un ineficaz tratamiento de residuos. Londres era lo que viene siendo una gran ciénaga en la que chapoteaban cientos de miles de personas con oficios vinculados a la como cazadores de las cloacas, limpiadores de letrinas, hurgadores del río... Se hacen una idea.
En aquel ecosistema la ciudad se convertía en el caldo de cultivo perfecto para un brote de cólera, una enfermedad que causaba estragos y cuyo origen y cura se desconocían. De modo que nuestros detectives epidemiológicos no tenían más opción que estudiar el comportamiento de los pacientes, sus hábitos de vida, su lugar de residencia... Se trataba de recopilar evidencias y patrones que les acercaran a lo que fuera que andaban buscando.
El cazador de las cloacas
Los investigadores tuvieron que hacer frente en poco a tiempo a un enemigo indescifrable y a otro de carne y hueso y mirada altanera. Eran los partidarios de la teoría miasmática, consistente en creer que el desarrollo de la enfermedad tenía que ver con los malos olores procedentes de los gases que se desprendían del subsuelo. Una teoría que Snow quiso impugnar echando mano del sentido común; un sentido que, por lo demás, nunca en la Historia ha sido hegemónico.
El razonamiento de Snow fue el siguiente: si todo olor era realmente enfermedad, un hurgador que descendiera a un túnel subterráneo lleno de residuos debía morir en segundos. Y esto no sucedía. Vía libre pues para lo que Snow trataba de demostrar e intuía de un tiempo a esta parte, a saber; que el cólera se ingería, no se inhalaba. De hecho Snow estaba convencido de que la transmisión del cólera se producía por vía hídrica.
La palanca del surtidor
El médico pudo complementar sus intuiciones teóricas con el profundo conocimiento que el reverendo Henry Whitehead tenía del entorno donde cólera había sido especialmente devastador. A través de múltiples entrevistas, el religioso pudo recabar testimonios claves para orientar la investigación. La colaboración entre ambos les permitió demostrar que un surtidor de agua situado en Broad Street, descartado inicialmente por las autoridades sanitarias debido a la claridad y pureza de su agua, estaba detrás de aquel siniestro brote.
Lo que hicieron Whitehead y Snow no fue otra cosa que cruzar sociología, estadística y medicina. Y qué mejor que un mapa para visualizar y cotejar lo real, una cartografía hecha de fantasmas y miseria que terminó por representar el origen del mal. Con líneas finas situadas una sobre otra, Snow fue marcando el número de muertos y su localización en el barrio. Fue así como las cifras se transformaron en diagrama y la sospecha en poco menos que un dictamen: la fuente situada entre Cambridge Street y Broad Street estaba detrás del contagio.
El día 8 se retiró la palanca de aquella maldita fuente y se detuvo el brote. Con todo, el balance fue dantesco; cerca de setecientas personas que residían a unos doscientos treinta metros de la zona del surtidor habían perdido la vida en un periodo inferior a dos semanas. La inhabilitación de la palanca supuso el fin del brote y la primera vez que la razón −y no la superstición− desafiaban al cólera.
John Snow es ahora el nombre de un pub de la zona.
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