Dolores Cabra
Secretaria General de AGE
Con estas palabras comencé el texto que los niños de la guerra me pidieron en el año 2000, ahora sin más remedio, debo volver a traerlas al recuerdo y a la memoria.
¿Quién les iba a decir a aquellas madres que sus hijos crecerían en la orfandad de sus manos, en la ausencia de su amor, en la agonía de su recuerdo? ¿Cómo iban a saber aquellas madres que sus hijos volverían a estar sumidos en el horror, sufrirían el letal impacto de otras bombas y otra guerra, padecerían frío y hambre y muerte junto al pueblo que los acogió? Aquello significó un secuestro de la infancia y de la adolescencia, que los dejó marcados para siempre.
Aquellos niños... aquellos niños de la guerra que fueron evacuados a la antigua URSS, en su mayoría de Euskadi y Asturias, pero también de Cantabria, Cataluña, Andalucía, Madrid, Valencia y tantos otros lugares que atravesaba la tristeza del exilio, perdieron su infancia para siempre. Obligados por las circunstancias se convirtieron en seres adultos y solitarios y tomaban decisiones que marcarían su futuro, propias de hombres siendo sólo niños. Solo sobreviviría aquel que tuviera más instinto, más poder físico y moral, más fortaleza, aquel que pudiera encontrar un espacio a la sombra del más fuerte; y así, atravesando por esa frontera de la adolescencia, llegar al final del camino, llegar a sobrevivir.
Aquellos niños de la guerra de España sufrieron el dolor del abandono de su tierra y de todo lo que en ella había sido dulce y amable; padecieron una despedida traumática cuando sus manos dejaron de aferrarse a las manos de los suyos, cuando ya era inevitable pensar que todo podía ser diferente; memorizaron, desde lo ancho de sus quimeras, cada rincón del barrio y la casa que los había albergado, protegido y escondido de aquel fuego incomprensible que se abatía sobre sus vidas para transformarlas, sin ellos darse cuenta, en la más tierna y joven carne del exilio.
No era fácil entonces, ni nunca, pero aquellos días de junio de 1941, cuando el fascismo atraviesa las fronteras de la tierra de asilo los pequeños ya no tienen la ternura protectora de los suyos, los suyos quedaron bajo el fuego y la muerte de otras bombas asesinas. Y de nuevo esa ola de terror vuelve a alterar sus vidas.
Se fueron deshaciendo las casas de niños, aquellos refugios en los que juntos recordaban aún con nostalgia su tierra, cantaban sus canciones reafirmando la insegura condición del exiliado que en días próximos había de retornar; tenían como punto de referencia a aquellas maestras que sustituían a las madres, la escuela del barrio y sobre todo el entorno familiar al que alguna vez, pensaban, regresarían, y aprendían la lengua rusa y estudiaban todas aquellas materias que, les decían, serían tan útiles cuando regresaran a España. De ellos se esperaba una gran colaboración para transformar su país cuando se ganara la guerra.
En 1941, no sólo se había perdido la guerra en España sino que la contienda mundial estaba amenazando seriamente el país que los acogió y en esos días empezó la segunda evacuación hacia el interior, allá donde la poderosa maquinaria de destrucción de los nazis no les pudiera alcanzar.
Así empezaba también la soledad, el frío, el hambre, la enfermedad y la muerte. Para sobrevivir tenían que acoplarse a las condiciones de vida que lleva el huido, el que tiene que evitar la epidemia, la tristeza y la debilidad, Sólo actuando en colectivo y siendo fuertes podrían escapar de aquella tragedia.
Los más mayores, cerca de ciento treinta y cinco, algunos no habían cumplido diecisiete años, se alistaron en el ejército, para ir al frente, serían tratados como hombres, podrían luchar, fortalecer su personalidad con el aura de leyenda del héroe. Cerca de sesenta y seis murieron en combate. Ayudar al pueblo ruso y destruir a los nazis significaba también para ellos acercarse un poco más a la tierra que dejaron. Otros, los más, demasiado jóvenes para ir al frente, trabajaron en las fabricas de guerra, contemplaron con asombro y miedo los horrores de muerte que almacenan los cañones y los tanques en su interior, padecieron hambre y enfermedades, muchos de ellos murieron debido al frío invierno, al hambre, a la tristeza y a la nostalgia; sobrevivir significaba habituarse a otras normas de conducta y a veces faltar a ellas les llevaba a la desaparición o a la muerte.
Los que sobrevivieron a aquellos infiernos quedaron hermanados para siempre.
Después de la guerra siguió la vida y más tarde el primer retorno a una España que ya no tenía nada que ver con la que dejaron en sus sueños infantiles. Era el segundo olvido, la segunda tragedia.
Pasaron los años y siguieron los retornos hacia las Españas y de nuevo hacia las Rusias, y así los niños se iban haciendo mayores, llegaban a la veteranía pensando que en España eres el ruso y en Rusia el español; y del recuerdo de aquella España infantil construyeron el fantástico sueño del Centro Español: un ramillete de juegos, canciones, bailes, fotos, discos, libros, sentimientos y ternura, y decidieron que ese pedacito de la España de sus recuerdos debía prevalecer y crecer y sobre todo debían apreciarlo y quererlo sus hijos y sus nietos, porque la tragedia que les había sucedido a ellos debían conocerla para que no se repitiera jamás. Inauguraron en el Parque Memorial de Moscú el monumento a los españoles que murieron luchando contra el fascismo en aquellas tierras, inauguraron otro en la ciudad de Obninsk donde estuvo una de las casas de niños más numerosas, editaron el gran libro In Memoriam sobre los niños y combatientes que murieron luchando en la Gran Guerra Patria, han salvaguardado para la investigación sus archivos, han celebrado los aniversarios de las evacuaciones, ayudan a los españoles y latinos que llegan por Moscú, y el Centro Español siempre está a disposición y receptivo para acoger ideas y proyectos que sirvan para ayudar a esta pobre España.
Y así fueron pasando por el centro los presidentes de gobierno de la democracia y el príncipe y los secretarios de estado y los ministros y se hacían fotos con ellos, y les pasaban la mano por el hombro como diciéndoles que eran iguales, hasta que llegó el tercer olvido.
No existe peor tragedia que el olvido, cuando se nota que han arrancado de la tierra toda tu vida, así, de raíz, borrándote del corazón, mientras notas poco a poco que la foto se vuelve gris, que la música se aleja y que la voz no responde, ese olvido, el olvido que ahora hace el gobierno de España de sus más inocentes hijos, es la muerte.
Por eso hay que decirles a los niños de la guerra que aunque los gobiernos en España estén podridos y se hagan cada vez más parasitarios, quedamos los ciudadanos, las personas de la resistencia, los que nos hemos educado en los más altos valores de la fraternidad y de la solidaridad, y ese sentimiento de libertad jamás podrá quitárnoslo el poder, y por eso, desde aquí, la ciudadanía está con vosotros.
En la batalla ésta es la consigna: SALVEMOS EL CENTRO ESPAÑOL DE MOSCÚ.
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