Julian Assange, el fundador de Wikileaks, ha vuelto a saltar a la primera plana después de que el exbanquero suizo Rudolf Elmer le hiciera entrega de los registros confidenciales de alrededor de 2.000 multimillonarios que, según él, muestran evidencias de blanqueo de capitales y evasión fiscal. Elmer fue rápidamente declarado culpable de violar las leyes de secreto bancario de Suiza, pero pocos periodistas han exigido que Assange sea procesado por su papel en el asunto. Esto, al parecer, ocurre sólo en Estados Unidos.
Allí, en medio del debate sobre la divulgación de cables clasificados del Departamento de Estado y mientras el Gobierno amenaza a Assange con la extradición y el enjuiciamiento, los periodistas respetados buscan apresuradamente un techo que les proteja. Uno espera que los editoriales de The New York Times, The Wall Street Journal y USA Today, por no mencionar a los programas de televisión, defendieran el derecho de Wikileaks a publicarlos, pero en su lugar hemos escuchado un silencio torpe, sordo e hipócrita.
La mayoría de los periodistas americanos entienden que Assange no obtiene ilegalmente material clasificado. La parte que tiene responsabilidad penal es la que entrega el material a la web. Assange no es como Daniel Ellsberg, que en 1971 entregó ilegalmente los Papeles del Pentágono, que narraban la historia secreta de las Fuerzas Armadas de EEUU en la guerra de Vietnam. Más bien es análogo a The New York Times, que tomó la valiente y correcta decisión de publicar ese material.
Por otra parte, los periodistas estadounidenses saben que ellos también trabajan con material clasificado constantemente. De hecho, un número nada desdeñable de prominentes periodistas de EEUU han desarrollado lucrativas carreras haciendo exactamente lo que Assange. En cualquier cena de los círculos de los medios de Nueva York o Washington hay periodistas que muestran sus mercancías a posibles compradores o que intercambian favores entre sí revelando información clasificada.
Hace poco, en la CNN se produjo un largo silencio cuando le pregunté al analista legal Jeffrey Toobin -que llamaba a que se detuviera a Assange- si realmente nunca había manejado información clasificada. Eso es lo que hacen los periodistas serios, después de todo: su trabajo consiste en averiguar lo que los funcionarios del Gobierno no quieren revelar.
Los periodistas estadounidenses también saben que el Gobierno clasifica la información sobre todo para ahorrarse vergüenzas o por conveniencia más que por preocupaciones legítimas de seguridad nacional. Muchos de los libros más vendidos del periodista de The Washington Post Bob Woodward, que lo han convertido en el periodista de prensa mejor pagado de Estados Unidos, se basan en información clasificada.
¿Por qué estos periodistas que reciben elogios y dinero por hacer lo que Assange ha hecho mantienen un silencio cobarde mientras un compañero se enfrenta a amenazas de extradición y cargos de espionaje, que incluso pueden implicar la pena de muerte? Una de las razones podría ser los cargos contra Assange por delitos sexuales. Sin embargo, cualquier periodista serio sabe que son dos temas que no deben confundirse.
El derecho a la libre expresión se aplica a pícaros y sinvergüenzas, sórdidos personajes e incluso criminales. De hecho, los casos por la defensa de la libertad de expresión más famosos implican la protección de expresiones y formas de discurso que la mayoría de la gente detesta.
El caso Assange muestra que no es necesario dar un golpe de Estado para censurar una sociedad abierta. Sólo hay que realizar algunas tareas clave, como intimidar a los periodistas, por ejemplo, acusando a un periodista de 'traición' o de que sus reportajes ponen en peligro la seguridad nacional, para luego amenazarle con la tortura, un juicio retransmitido por los medios o la detención indefinida. No es preciso hacer arrestos en masa porque otros reporteros comenzarán inmediatamente a autocensurarse y a atacar al 'traidor' de sus filas.
Los periodistas valorados de EEUU creen que Assange no es uno de ellos. El modelo de negocio del periodismo estadounidense está colapsado. Quienes deberían defender a Assange se enfrenta a reducciones de salarios o al desempleo, debido, en gran parte, al medio al que representan. Estos prejuicios interesados de los periodistas en contra de un medio del que no son los guardianes les impide admitir que Assange es un editor y no una especie de bloguero terrorista. Perseguir a Assange es inútil y absurdo, ya que, incluso si lo encierran para siempre, el mundo del futuro es un mundo Wikileaks. Tratar de condenarle es como intentar juzgar a la persona que creó el teléfono. En cinco años, las instituciones tendrán que dar respuesta ante su propia versión de Wikileaks para que la sociedad pueda descubrir lo que los guardianes tradicionales prefieren ocultar.
Al ser intimidados, los periodistas sólo pueden protegerse devolviendo el golpe en grupo. Y, cuando es inevitable un cambio provocado por la tecnología, la integración en una sociedad abierta debe ser una de las principales tareas del periodismo. Pero esa misión parece haberse perdido hoy en día en Estados Unidos.
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