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"No voy a moverme de aquí hasta que liberen a mi amigo"

Los damnificados por el seísmo no quieren alejarse de los cascotes que antes fueran sus casas

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Estoy buscando a un amigo, todavía está debajo de las ruinas". Son las siete de la tarde en LAquila y Nader lleva 40 horas esperando noticias a pocos metros de la Casa de los Estudiantes.

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Ya no queda casi nadie en la ciudad, más allá de las fuerzas de seguridad y los equipos de socorro, que impiden el paso al centro histórico. Todos los demás jóvenes se han ido, incluso la mayoría de los familiares de los cuatro chicos que se supone están debajo de las toneladas de cascotes y que han seguido los consejos de las Fuerzas de Seguridad, pero este palestino de 22 años sigue hipnotizado el trabajo de la grúa.

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"Eramos treinta personas de Palestina; la mayoría han encontrado refugio en las ciudades de Roma y Perugia; sólo falto yo, pero debo encontrar a mi amigo", dice este joven, estudiante de segundo de Medicina. Cae la noche, pero eso no le preocupa: "La sensación de estar a punto de morir, la experiencia de huir, ya la he sentido, así que ahora ya no me importa nada, ni cuándo voy a comer, ni dónde voy a dormir".

La mayoría de los habitantes de LAquila se agolpan desde hace horas en los campos de refugio, donde les sirven agua y un plato de pasta. Pasan el día abrazados en silencio o agarrados a sus teléfonos móviles. "Muchos no saben todavía si sus familiares están bien", cuenta Ferdinando di Oria, un guardia forestal llegado de Toscana que se ha pasado el día repartiendo víveres, especialmente entre los niños.

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Muchos de los habitantes de la ciudad dormirán en sus coches, aparcados en las afueras. Sólo algunos siguen resistiéndose a dejar el centro de este enclave medieval. Es el caso de Angela. "Podría irme a Roma con mis nietos, pero tengo miedo de que si me alejo de mi casa, se caerá".

Esta vendedora del mercado de LAquila, de 65 años, lleva dos días al lado de su casita roja, a pocos metros de la devastada Casa del Estudiante. Es uno de los escasos edificios que ni ha sido derribado por la fuerza de los diversos terremotos ni ha quedado reventado por dentro. Junto a ella, su hijo, que no abre boca y sigue en silencio los trabajos de rescate de los cuatro chicos atrapados bajo los cascotes.

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"Les conocía a todos" , dice Ángela, "venían a beber agua en la fuente delante de mi casa y a veces nos poníamos a charlar; había chicos y chicas de todos los países; griegos, españoles, rumanos, polacos..." Ángela es de las pocas que se han atrevido a pasar incluso la mayor parte del día dentro de su casa.

"Tengo el sofá a dos metros de la puerta, así que si hay una nueva sacudida, puedo salir corriendo", añade. "No es que no tenga miedo, pero qué voy a hacer. La pasada noche, estaba durmiendo y el terremoto me arrojó la televisión encima de la cama, quedó a pocos centímetros de mi cabeza, pero la madonnina me ha salvado". Se refiere a una imagen de la Virgen que queda encima de su mesa.

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Otros habitantes de LAquila incluso han tenido suerte con los objetos que les han caído encima. "Conozco al niño de unos amigos que quedó atrapado bajo un armario, pero gracias a eso escapó de los cascotes de los pisos de arriba", narra Helia. Esta mujer ha sido una de las pocas que se ha saltado todos los controles y ahora repasa cada edificio de la ciudad junto a algunos familiares.

Su marido trabaja en la empresa eléctrica Enel y lleva 36 horas de servicio. Su madre, Rosa, cuenta que ha convivido toda su vida con los terremotos en los Abruzos, pero jamás ninguno como éste. "Hemos pasado un miedo espantoso, esta noche ha sido infernal. El terremoto no terminaba nunca. Parecía no tener fin", se desahoga.

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En la piazza del Duomo, la más bonita de esta ciudad medieval, pasea también una mujer vestida elegantemente. "Es que no soy de aquí, vivo a 60 kilómetros, pero he querido saber cómo ha quedado LAquila, no podía quedarme en casa". Ella conoce a algunos de los fallecidos.

"Soy maestra y conozco a dos de los estudiantes que no han sobrevivido a la destrucción de la Casa del Estudiante, no hay palabras para describir la tristeza".

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También ha querido llegar hasta el centro Luiggi, que la noche anterior consiguió agarrar su abrigo del pasillo y salir de casa "antes de que explotase todo el primer piso". Como él, los habitantes que se aventuran por las desiertas calles de Aquia repasan con la mirada los boquetes en las casas y tratan de reconocer los bares y tiendas que han frecuentado.

Una paloma se posa sobre el alféizar vacío de un convento. Los pájaros son los únicos que ahora toman posesión de las casas. Ellos y las miradas de personas de las fotografías que asoman desde el interior de las paredes al descubierto. El terremoto no respeta intimidades.

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A las ocho, la noche es ya oscura. Una nueva sacudida, muy violenta, dispara las alarmas, las ambulancias, las sirenas de Policía. Ningún superviviente está todavía a salvo de este terremoto que parece no tener fin.

Hemos dejado allí, apenas unos minutos antes, a Nader, en la Casa del Estudiante donde todavía trabajan los socorristas. Lo ha dejado muy claro: "No voy a moverme de aquí hasta que liberen a mi amigo".

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