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Jim Thompson, oscura carne de celuloide

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Guthrie. Así ha decidido llamar Winterbottom al pueblo en que habita el desquiciado protagonista de El asesino dentro de mí, Lou Ford. El realizador cambia así el Central City del texto original por un nombre que parece querer hacerle un guiño al juego de referencias biográficas con el que Jim Thompson (Oklahoma 1906-California, 1977) llenó la treintena de novelas negrísimas que escribió a lo largo de una vida atormentada, mojada en alcohol y golpeada por la mala suerte.

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Guthrie podría ser el compositor folk Woody Guthrie, otro hijo de Oklahoma, habitante del sur de EEUU en los tiempos de la Gran Depresión y amigo de Thompson con el que compartió la afiliación comunista que, en el caso del escritor, no duraría demasiado. En realidad, nada sería duradero en la vida de Thompson, a excepción de un matrimonio poco feliz y su afición por el alcohol. La literatura tampoco le falló, aunque estaría unido a ella con menos fortuna que talento.

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La literatura de Thompson, siempre cinematográfica, está habitada por dos fantasmas: el sur de Estados Unidos, que es asfixiante, macabro, degenerado. Sus pueblos son, como se suele decir, infiernos grandes. El otro espectro es su padre -sheriff, republicano, corrupto-, que es la inspiración de los hijos de puta que habitan las páginas del escritor: del Lou Ford de El asesino dentro de mí, al cínico Nick Corey de 1280 almas. Brutalidad y empatía conviven en sus personajes. Ocurre en Ford, ese encantador psicópata de la novela que
Kubrick consideró el mejor retrato criminal que cayó en sus manos.

Tras leerlo, el director enganchó a Thompson como guionista para Atraco perfecto (1956) y para Senderos de gloria (1957). Pero, las mieles del nuevo oficio (que sumar al de botones o mecánico de aviones, además de escritor pulp) duró poco y acabó con un amargo capítulo: una disputa por la adaptación que Sam Peckimpah hizo de su novela La huida en la que Thompson acabó, para variar, perdiendo.

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Pero él seguiría escribiendo series de televisión o, repentinamente, para Robert Redford, que le encargó un guión que nunca llegó al cine. El moriría pobre y roto por el alcohol, pero su influencia seguiría siendo puntual pero intensa, sobre todo en Francia, país que acabó mitificándolo y restregándoselo en la cara a Hollywood, que no retomaría el potencial cinematográfico del autor hasta los noventa. Amargo, Jim Thompson dejó dicho: "Hay 32 maneras de escribir una historia, y yo las he usado todas, pero sólo hay una trama y es que las cosas nunca son lo que parecen". En su caso, nada fue lo que pudo ser.

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