El impulso de la ambición
Su madre y Rodrigo Rato han sido los grandes referentes de Juan Costa
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Cuando Mariano Rajoy lo llamó para pedirle que coordinara el programa electoral, va a hacer de ello un año, Juan Costa (Castellón de la Plana, 1965) no titubeó. Abandonó su cómodo y bien remunerado trabajo de presidente de Ernst & Young Abogados y se trasladó a un despachito de la sede central del PP. No dio ese paso animado por el desprendimiento, sino por el interés. Si hay algo que le atrae más que el dinero es el poder, y la prometedora oferta de Rajoy, que entonces andaba parejo con José Luis Rodríguez Zapatero en las encuestas, se lo volvía a poner al alcance de la mano.
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No era la primera vez que Costa hacia un viaje parecido. En 1993, ya le dio plantón a la misma empresa, donde velaba sus primeras armas como especialista en Derecho tributario, para probar suerte en política. Entre la profesión de papá, un inspector fiscal que acabaría siendo delegado de Hacienda en la ciudad de origen de la familia, y la afición de mamá, María Dolores Climent, una leyenda en el PP local, eligió esta última.
Carlos Fabra, que mantiene de antiguo una estrecha relación con los Costa, colocó a Juanito en la lista al Congreso. No le tuvo en cuenta que hubiera roto con su hija Andrea, esposa hoy del consejero de Sanidad de Madrid, Juan José Güemes, de la que había sido novio. El acta de diputado catapultó a Costa a un universo que hasta ese momento se había tenido que conformar con mirar de lejos. Rodrigo Rato, portavoz parlamentario del PP, lo reclutó para su equipo con el encargo de suministrarle la munición necesaria para bombardear la política fiscal del agonizante Gobierno de Felipe González.
Fue la legislatura de la crispación, y en ella se fogueó Costa, que dio muestras de tener un fino instinto político.Pese a su escasa experiencia y a que nunca ha demostrado una gran solvencia técnica, Rato, tras ser nombrado vicepresidente por José María Aznar, le confió nada menos que la Secretaría de Estado de Hacienda. Ni mamá, por vocación, ni papá, por profesión, habían soñado nunca que un vástago suyo llegaría a tanto.
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Sin embargo, las ganas de agradar a quienes confiaban en él le jugaron a Costa una mala pasada. Acusó a los socialistas de haber efectuado, antes de perder el poder, una amnistía fiscal encubierta en beneficio de sus amigos por importe de 200.000 millones de pesetas. Nunca pudo probarse fehacientemente tal cosa, y el denunciante salió algo tocado del lance.
Superar aquello hizo que Costa se recreciera. Le brotó un carácter del diablo, que quienes lo padecieron no dudan en tachar de caprichoso y despótico. Llegaba al Ministerio cuando le venía en gana y, si le petaba, mantenía en vela a sus colaboradores hasta las tantas de la noche, sin importarle que ellos sí tuvieran que madrugar. Cuentan que en un viaje en avión le entraron unas ganas irresistibles de fumar y, por no seguir soportando sus protestas, las azafatas se avinieron a dejar que lo hiciera clandestinamente en
la zona de la cabina reservada para ellas.
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Pese a todo, de esa época salió con vitola de hombre resolutivo y eficaz, debido en buena medida a la reforma que introdujo en la gestión tributaria. A él se debe, por ejemplo, el recorte de los plazos para las devoluciones de la Renta. Al inicio de la siguiente legislatura, en la que el PP tuvo mayoría absoluta, se daba por descontado que Costa sería ministro. Para entonces había estrechado relaciones con algunos elementos del llamado clan de Becerrill, formado por los más prometedores cachorros del partido (Francisco Camps, Gabriel Elorriaga, Lucía Figar, Jorge Moragas, Antonio Basagoiti...) y que acaudillaba Alejandro Agag, futuro yerno de Aznar.
Costa no sólo se quedó con las ganas de ser ministro, sino que dio un involuntario paso atrás, pues fue trasladado a la Secretaría de Estado de Comercio, de menos peso que la de Hacienda. En aquella época se separó también de su primera esposa, Ana Valverde. Una carambola le depararía a Costa en septiembre de 2003 la recompensa a la que se creía acreedor: a raíz de la designación de Josep Piqué como candidato del PP a la Presidencia de la Generalitat, Aznar le encomendó la cartera de Ciencia y Tecnología. Tenía 38 años.
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Sólo seis meses después, la inesperada derrota electoral del PP en las elecciones del 14 de marzo de 2004 truncó su fulgurante carrera. Pero Rato, recién nombrado director gerente del FMI, se lo llevó a Washington para que permaneciera a cubierto mientras llegaban tiempos mejores.
La fortuna volvió a llamar a su puerta al año siguiente. La empresa a la que dejó plantada para meterse en política lo nombró presidente de Ernst & Young Abogados, un cargo hecho a su medida. También comenzó una nueva relación sentimental, esta vez con Elena Sánchez. Al enlace entre ambos asistió lo más granado del PP, con Aznar a la cabeza. No estuvo Rato, molesto por que su pupilo lo hubiera abandonado.
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Un trienio acumuló Costa en su segunda etapa en Ernst & Young, durante la cual hizo gala de los mismo modales que cuando estuvo en la vida pública. Alguna operación hubo que se fue al garete por la peregrina razón de que él no podía estar en la mesa en que iba a negociarse. La llamada de Rajoy, en julio de 2007, para que coordinara el programa electoral puso de nuevo a Costa bajo la luz de los focos. Empezó entonces a comparecer ante los medios con ropa de marca pero informal, que acentuaba su aspecto de niño bien, hasta que alguien le recordó que a algunos votantes les imprime confianza la gente con corbata.
En CEOE no han olvidado aún la reunión en la que les presentó las grandes propuestas del PP: se mostró tan sobrado y displicente que a punto estuvo de sacar de quicio a los directivos de la patronal que lo escuchaban.
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Durante la campaña previa a las últimas generales, Costa no desempeñó un papel demasiado relevante, y tras el nuevo revés electoral se metió en el dique seco, donde ahora deshoja la margarita de dar la batalla en el PP o mandarlo todo a paseo y cumplir su otra ilusión: hacerse rico. Un sueldo anual de un millón de euros en General Electric, que busca presidente para España, sería una buena forma de empezar.