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Llenar la nevera, más allá de calmar estómagos, puede resultar a veces un práctico ejercicio para remover conciencias. Esta es en parte la sensación que queda después de leer 'El negocio de la comida' (Icaria, 2014), un exhaustivo ensayo de la periodista e investigadora Esther Vivas, que desgrana una a una las devastadoras y en la mayoría de casos ignoradas consecuencias de nuestros hábitos de alimentación. Desde la especulación en el precio de los alimentos básicos como el trigo o el arroz, hasta las condiciones laborales de las agricultoras... un recorrido de la tierra al plato por el que la autora denuncia los impactos que el sistema del agronegocio tiene sobre la sociedad, la economía, la salud, el medio ambiente, la igualdad o la pobreza, y en el que, pese al panorama desesperanzador, se exponen modelos de alternativas viables.
En 'El negocio de la comida' denuncia todas las consecuencias que arrastra un sencillo alimento. Después de leerlo da la sensación de que uno no puede salir a comprar sin contribuir a empobrecer ciertos países, contaminar el medio ambiente, enriquecer a especuladores o enfermarse... ¿De verdad es posible un consumo de alimentos responsable?
Evidentemente cuando uno analiza en profundidad el modelo agroalimentario y mira a las entrañas de ese sistema dominado por la agroindustria y los supermercados, a veces puede generar una situación de impotencia por los impactos tan negativos. Desde mi punto de vista lo que es fundamental es tener la información. Tener otras miradas de este sistema agroalimentario y a partir de ahí poder forjar un criterio propio para, a partir de la información, poder pasar a la acción. Necesitamos datos para poder decidir por nosotros mismos. El libro trata de analizar en profundizar la cara oculta de este modelo agroalimentario para indignarnos y poder plantear alternativas al mismo.
Da la impresión, por la dimensión de lo que cuenta, que un cambio de modelo tardaría mucho en llegar...
Yo creo que se pueden empezar a cambiar las cosas aquí y ahora. Una vez conocí a una persona que me decía que cuanto más conocía el funcionamiento de los supermercados y la gran distribución, menos compraba en ellos. Nuestra toma de conciencia implica cambios en nuestra vida cotidiana, siempre en función de nuestras inquietudes e intereses, claro. Pero los cambios, otras prácticas en el consumo, se pueden muchas de ellas llevar a cabo y de hecho muchas ya funcionan. Experiencias de grupos, cooperativas de consumo, huertos urbanos o el consumo ecológico son iniciativas en auge hoy en día y que demuestran que otros modelos son posibles.
En su libro señala un beneficiario claro del mercado alimentario: las multinacionales y grandes empresas. Es innegable su responsabilidad, pero ¿Qué hay de los Gobiernos? ¿Por qué no se están haciendo las normativas adecuadas?
En definitiva lo que vemos es que la administración actúa al servicio de los intereses del agronegocio y de los supermercados. La dinámica de puertas giratorias que vemos en otros ámbitos como el energético, también se dan en la agricultura y la alimentación. Sin ir más lejos, la actual directora de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria, la señora Ángela López de Sá y Fernández, estuvo durante diez años en la directiva de Coca Cola. Hay un claro conflicto de intereses pues, entre quien está al frente de una agencia que tiene que cuidar de nuestra seguridad alimentaria y que viene de una empresa privada que utiliza algunos aditivos alimentarios en sus productos que dejan mucho que desear.
¿Y al resto de la sociedad, nos importa lo que comemos?
Lo que vemos en el contexto de crisis del sistema político y económico es que a pesar de que tomamos conciencia de la supeditación de las políticas sociales y económicas a los intereses de la banca y el poder económico, no sucede lo mismo con el análisis que hacemos de lo que comemos y cómo lo hacemos. La lógica que impera en las políticas de vivienda, por ejemplo, con el apoyo de la mayor parte de la clase política actual, es la que también se da en las políticas agroalimentarias. En definitiva se mercantilizan derechos y necesidades básicas, ya sean viviendas, salud, educación o alimentos.
Muy a menudo se señala a EEUU cuando hablamos de hábitos de alimentación poco saludables. En España siempre se ha aplaudido la dieta mediterránea. Es un país donde a las cadenas de comida rápida les cuesta más asentarse, no gustan tanto. Sin embargo los índices de obesidad infantil no dejan de crecer. Un 20% de los niños españoles son obesos. ¿Qué está pasando en España?
La dieta mediterránea se ha visto sustituida poco a poco por un modelo de alimentación fast food, con azúcares añadidos, grasas saturadas y alimentos procesados que tienen un impacto en nuestra salud. Además esto se ha agudizado con la crisis económica, en la que la pérdida de poder adquisitivo de muchas familias ha llevado a gastar más en comida, pero a comer menos y de peor calidad. Varios estudios evidencian cómo alimentos congelados, bollería, etc, han aumentado su consumo en los últimos años de crisis.
Esto es curioso, porque, aunque la carne y el pescado sí son más caros, otros muchos productos no. Un paquete de lentejas, por ejemplo, es más barato y alimenta a más personas, además de ser más sano, que una pizza congelada.
Sí, yo creo que aquí hay dos elementos. En primer lugar si cogemos una cesta de la compra más saludable, donde no sólo haya fruta y verdura, sino también pescado, carnes, leche, etc. y lo comparamos con una cesta de productos congelados, con bollería y tal, ésta sale más barata, según un informe reciente en Reino Unido.
Pero sí que es cierto que se podría comer bien gastando menos. Lo que pasa a menudo es que no sabemos, no nos han enseñado a cocinar ni a comer de una manera saludable. Y muchas veces hay una tendencia a comprar alimentos procesados porque consideramos que son mejores y porque son los más fáciles y rápidos de comer. Desde este punto de vista, yo creo que es fundamental una cierta reeducación de lo que comemos y cómo lo comemos.
Aquí se ve también una clara cuestión de clase social vinculada a nuestra alimentación. En general, las familias con menos recursos tienden a tener una alimentación de menor calidad, por una cuestión económica, pero también por un elemento educativo, cultural, de no valorar la alimentación.
Sin embargo la gastronomía vive un momento álgido. Por todos lados hay programas y concursos televisivos sobre cocina, blogs de recetas, guías de restaurantes, rutas y ferias. Cocinar está de moda... ¿Esto puede ayudar a cambiar los hábitos de una sociedad?
Bueno, se han puesto de moda unos determinados shows culinarios, pero que se quedan en el espectáculo y no profundizan en la educación y en unos criterios saludables para nuestra alimentación. Pero sí que es cierto que en la sociedad ha ido creciendo el interés por preguntarse qué comemos, o en apostar por una alimentación de más calidad, pero acostumbra a ser un interés de determinadas clases sociales, con personas con determinados estudios, que tienden a invertir y a apostar por una comida de calidad, pero no es una tendencia que llegue al conjunto de la población. Porque depende más de una inquietud individual que de unas políticas activas por parte de la administración. El reto está en que este cuestionamiento del modelo agroalimentario que empieza a aflorar en algunos sectores sea accesible al conjunto de la población, fruto de unas políticas que promocionen comer bien.
Una propuesta: imaginémonos que todos los comedores colectivos públicos apuestan por una alimentación ecológica, de proximidad campesina, en las escuelas, universidades, centros de salud, hospitales, etc. Todo esto nos permitiría no sólo comer bien, sino reactivar todo el sistema productivo campesino a escala nacional y por lo tanto sería una apuesta tanto a nivel social como económica.
En su libro, para explicar todos los factores que influyen en nuestra alimentación y sus alternativas, pasa por los movimientos feminista y ecologista y por otros movimientos ciudadanos y de soberanía popular. ¿No se entienden los unos sin los otros para un cambiar lo que comemos y cómo comemos?
Bueno, la mercantilización de lo que comemos es sólo un ejemplo más de cómo el sistema capitalista convierte nuestras necesidades en privilegios y en objeto de negocio por parte de unas pocas empresas. Es fundamental enmarcar la demanda de otros hábitos de consumo en un cuestionamiento global del sistema. De aquí que las alianzas del movimiento por la soberanía alimentaria, por el comercio justo, por un mundo rural vivo, es imprescindible que se unan con otros actores sociales para un cambio de rumbo de este sistema.
También es cierto que ha surgido un nuevo mercado en torno a lo alternativo. Vemos con frecuencia productos etiquetados como "justos" o "ecológicos". ¿Hay trampa?
Lo que vemos es que el capitalismo, los supermercados, las grandes empresas se visten de verde y de solidario si esto les cubre determinado nicho de mercado o les permite una estrategia de márquetin empresarial. Pero que pongan en sus estantes, o que abran líneas de productos ecológicos o de comercio justo, no implica una transformación o un cambio de estas políticas. No se trata de comprar sólo un producto etiquetado como ecológico o como justo, sino que tenga un componente de transformación social añadida. Hay productos etiquetados como ecológicos pero que igual vienen de América Latina, ¿Dónde está la justicia ecológica con un producto que tiene miles de kilómetros a sus espaldas, a pesar de que su cultivo sea libre de agroquímicos?
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