Nacido en 1928 en Kfar al Meselha, al norte de El Cairo, Hosni Mubarak pronto se inclinó por las armas, obteniendo buenas calificaciones en sus estudios, especialmente en las Fuerzas Aéreas, donde fue piloto a los 21 años.

Tras una brillante carrera militar, dio el salto a la política en 1975. El presidente Anuar al Sadat lo nombró vicepresidente. Y Mubarak le sucedió, tras su asesinato en 1981.

La hostilidad de Mubarak hacia los Hermanos Musulmanes le convirtió en centro de los ataques de los islamistas que, sin éxito, trataron de acabar con su vida en varias ocasiones. Las relaciones que ha mantenido con Israel también le han costado la enemistad de muchos egipcios, que consideran que no puede haber paz con el Estado sionista.

Las cosas no volverán a ser igual en Egipto. El pueblo soberano exige desde la calle, con voz alta y clara, una transición política, y aunque todavía está por ver cuándo, cómo y adónde se dirige, el futuro de Mubarak, de 82 años, parece estar en cuestión.

El raís es un superviviente nato, tocado por la baraka, bendición que Dios sólo concede a los elegidos. Durante las tres décadas que ha permanecido en el poder ha sobrevivido a media docena de atentados. Esto es en sí mismo una heroicidad en un país tan complejo como Egipto, una hazaña que no consiguió Al Sadat, asesinado por un grupo de militares islamistas tras firmar la paz con Israel.

Mubarak ha logrado mantener firmes a la oposición contra viento y marea por métodos poco democráticos, aunque ello le haya supuesto un enorme desgaste. Dos rasgos esenciales de su régimen son la represión del islamismo y la corrupción que reina en todos los estamentos del Estado, incluida la policía, que han convertido a Mubarak en un político odiado por mucha gente, especialmente en los últimos años. El pueblo le exige ahora cuentas.