Colgados de Cuenca
Cuenca siempre ha estado a un paso de Madrid, pero con el nuevo AVE sólo tardaremos una hora exacta en dar ese paso. Y los conquenses, con duraciones más propias de un cercanías o de una línea de metro, podrán llegar a A
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Aupada y encajonada a la vez por las hoces del Huécar y el Júcar, la ciudad alta de Cuenca, declarada Patrimonio de la Humanidad, parece dibujar con sus nítidos perfiles el sigiloso discurrir de los siglos por los que ha pasado.
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Asomada a los tajos de vértigo, Cuenca nace sobre estos precipicios de rocas calizas que la hicieron inexpugnable durante siglos. Tiene su origen en un castillo árabe encaramado en lo más alto del promontorio para vigilar un extensísimo territorio. Y fue inexpugnable hasta que el rey Alfonso VIII, tras un largo asedio, la reconquistó para la cristiandad.
Cuenca se convierte en sede episcopal y las órdenes religiosas son las que ejercen un poder casi total. No es extraño que sus callejas empedradas nos sorprendan al doblar cada esquina con infinidad de iglesias, conventos y monasterios. O que su catedral luzca un empaque desmesurado para una ciudad de dimensiones como la suya.
Desde el XIX, la ciudad vieja fue perdiendo importancia en favor de la Cuenca moderna, que se extiende sin impedimentos a sus pies, creciendo al ritmo de los tiempos y dejando la zona alta intacta para ser disfrutada por viajeros con sensibilidad.
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La ciudad antigua despliega sus calles en cuesta a partir de la Plaza Mayor. Iglesias, conventos y palacios forman un conjunto monumental, con varios y sorprendentes museos e instituciones artísticas, entre los que destacan por su original emplazamiento las casas colgadas, emblemáticos edificios medievales cimentados en la roca que se proyectan hacia el abismo.
Resulta imprescindible
Callejear la ciudad alta
La Cuenca antigua es fácilmente abarcable y deliciosamente recogida. A cada paso, desde el castillo a la plaza Mayor, con el edificio del Ayuntamiento sobre sus arcadas, se descubren recoletos rincones y espléndidos miradores hacia las hoces que merecen una parada. Este callejear nos llevará a iglesias como la de San Pedro o San Felipe Neri, que forma un magnífico conjunto con el convento de los Oblatos, antes de llegar a la torre de Mangana, levantada sobre los restos de una antigua torre árabe, y, por supuesto, a la catedral.
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Catedral de Nuestra Señora de Gracia
Se comenzó a construir en 1182 gracias al empeño del rey Alfonso VIII. El conjunto es una mezcla de estilos que van del románico a un gótico de influencias normandas. Destacan el altar de la capilla mayor -obra de Ventura Rodríguez-, las puertas de entrada a las salas capitulares -de Berruguete- y el Museo Diocesano.
Las Casas Colgadas
Construidas en el siglo XIV, se cree que fueron residencia de verano de los distintos monarcas de la época. En la actualidad albergan el Museo de Arte Abstracto con obras de Zóbel, Saura, Chillida, Oteiza o Tàpies. Desde el Parador, cruzando por el puente de San Pablo, las Casas y la hoz del Huécar presentan una imagen no por paradigmática menos espléndida.
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Si tienes más tiempo
Las Rondas
Los ríos Huécar y Júcar han labrado en la tierra caliza dos profundas hendiduras milenarias que ciñen la ciudad antigua. Espectaculares paseos se abren a las hoces. También es magnífica la vista del caserío y los farallones de la hoz del Huécar que se obtiene desde el antiguo convento de San Pablo.
La ‘ruta turística'
La carretera señalizada con este nombre es el acceso más interesante al casco antiguo, a través del arco del Castillo. Avanza durante cerca de una decena de kilómetros por bellísimos paisajes de piedra.
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La Ciudad Encantada
A una treintena de kilómetros, sus caprichosas formaciones rocosas proponen un fantástico e inolvidable paseo.
Fiestas
Semana Santa: A las graves procesiones nocturnas por las calles del casco viejo, inundadas de los encapuchados de las cofradías, se unen los conciertos que propone en distintas iglesias, conventos y teatros la Semana de Música Religiosa.
Fiestas de San Mateo: Cada 21 de septiembre se conmemora la conquista de la ciudad por Alfonso VIII, con tres días de vaquillas.